Pessoa, 80 años después
- Fernando Pessoa fue una figura clave de la literatura portuguesa.
- Se han recuperado varios libros de y sobre el autor.
Fernando Pessoa, Alberto de Caeiro, Álvaro de Campos, Ricardo Reis. Todos la misma persona. Todos un autor diferente. La primera vez que un amigo me enseñó la obra de Pessoa y su uso de los heterónimos reconozco que quedé fascinado por el concepto, ya que no era un autor usando u…
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LA SOMBRA DE PORTUGAL y de Fernando Pessoa es alargada en la obra de Luis Morales (Cáceres, 1971), escritor ibérico que ha vivido y trabajado en Lisboa, ciudad a la que siempre vuelve o de la que, en realidad, nunca se ha ido. Como aquel Buñuel que asomaba el ojo por la cerradura de las casetas donde se desnudaban las señoras, en Un amor como éste, su tercera novela, Morales contempla novelescamente el striptease emocional de las cartas de amor entre el poeta Fernando Pessoa y Ofélia Queiroz, el único amor conocido de Pessoa, dando además con ello la oportunidad de leer por primera vez en castellano las que ella le envió a él (publicadas por primera vez en 1996 en Portugal), y tener así completo el otro punto de vista, la voz del otro lado de la línea.
El cambalache de Morales, su caimada literaria es hacer de pocero bueno y subirnos el cubo de aquel amor turbio y luminoso que se lee del tirón y con un nudo en la garganta. En Un amor como éste uno palpa el baile infortunado de la pasión bizarra donde el talento de él se convirtió en látigo para ella; y donde él, de tan entregado autismo a su vocación que profesó, fue incapaz de acompañar al cine o a las afueras de Lisboa a su amada.
Se asoma el autor a la destrucción o el amor, que diría Vicente Aleixandre, trascendiendo el testimonio de una pareja enamorada para erigirse en monumento mismo de la avasalladora tarea del escritor total. En Un amor como éste Morales consigue hilvanar con talento narrativo una Comala de voces entre lo imaginado y lo real, difuminándonos con la calima de su prosa -pero poco, como advierte- los contornos del desasosiego en ese chispazo entre un ser tortuoso y complejo pero especial, un contemplador de la vida -“no sé pensar, no sé sentir, no sé querer”- al margen de todas las carreteras razonables salvo la de no retorno de la dipsomanía, y la dulce e imantada a él Ofélia. Nos hace testigos como lectores de aquella escabechina del alma.
Sobrecoge en su lectura la difícil vida de la abnegada Ofélia junto a Fernando, que lo acompaña fiel hasta la boca del infierno de sus vicios y desdoblamiento de personalidad (porque una vida no basta, ser plural como el universo), sin demandarle más que en puntuales momentos migajas de un amor burgués que el poeta nunca fue capaz de ofrecer. El amor entre dos personas siempre es forma demasiado peculiar de relación, pero en el caso de Ofélia y Fernando sorprende si cabe más aún por la intersección de ese tercer elemento entre ambos que es la llamada superior a la construcción de una obra imperecedera... y la presencia como sostienevelas del inefable Álvaro de Campos, aquel que proclamase (para a los pocos versos retractarse) que todas las cartas de amor son ridículas.
Ofélia se cruzó, emulando a una heroína inalterable al desaliento (efectivamente, como una de esas de los relatos del gran Guy de Maupassant), en el cabalgar solitario de aquel señor de triste figura cuya única servidumbre fue la literatura, dispuesta a atravesar el más tortuoso camino imaginable a su lado, con la esperanza vana pero inasequible al desaliento de salvarlo metiéndole en el matrimonio, de darle esa calma y sosiego creativo que él, en la nube del alcohol y la depresión, siempre rechazó, como si el dandismo romántico fuese el único lado salvaje que iba a marcarle con migas de pan envenenadas el ascenso al Parnaso.
Leyendo el libro de Luis Morales uno tiene la sensación de pisar la arena húmeda de una playa tras la pleamar que acabó escupiendo las caracolas del ayer, pues cada diálogo, cada carta, nos pega la oreja a aquellos ecos pretéritos donde el autor canjea literatura por ese dolor íntimo que rezuma un amor interrumpido e inconcluso que Ítalo Calvino habría calificado de difícil y que casi nunca, sobretodo en su segunda parte, se mostró cotidianamente feliz. Pessoa sabía que en el tiempo limitado de excursionista suicida por la vida, en su ingente empresa literaria, le sobraba Ofélia, y hasta el mundo, por eso acabó con el ego disuelto en una dentellada terminal hacia la ascensión del alma por esa tercera vía de la alquimia espiritual que tanto veneró en los textos cabalísticos.
La vida del monje, del lobo, del águila, colisiona con el amor de pareja, con el orden económico, con el cuidado de la salud. Como tantos artistas, Fernando Pessoa estaba incapacitado para la vida. “Toda mi vida gira en torno a mi vida literaria y exigirme los sentimientos de un hombre vulgar y banal es como exigirme que tenga ojos azules y pelo rubio”. Luis Morales pinta con talento narrativo la degeneración del escritor hacia un solipsismo ya incapaz de la coherencia; cómo acepta Ofélia amar a un ser diferente, ido, y nos la muestra amustiándose –ella, que estaba dispuesta a convertirse en guardiana incondicional de la morada del poeta–-, quejándose de que se le ha caído un diente, pasándosele el arroz de la maternidad, con un impedido para la vida que niega aquella estabilidad burguesa que ella cató en el hogar familiar como modelo; cómo lo sigue siempre cálida y amorosa en su caballo de cenizas hasta la muerte, aceptando esa extrañeza, esa diferencia, esa marginalidad que lo lleva a la autodestrucción…
El anhelo de Ofélia era el de una mujer convencional, pero su sentimiento hacia el irredimible poeta no lo fue. Ofélia Queiroz, a pesar de su fantasía atávica de meter al hombre en vereda, nunca fue mujer convencional, porque una mujer convencional no se habría embarcado hasta el fin en un amor como éste donde uno de los elementos de la ecuación era Fernando Pessoa, una de las tres, cuatro, cinco voces más poderosas de la literatura universal del siglo XX… y de lo que llevamos de XXI, pues la magnitud de su obra no hace más que crecer.
Pero Fernando no creía en los finales felices, y acaso la imagen que mejor lo bosqueja es la de ese hombre siempre agarrado a su papel y lápiz en el cabecero de la cama. Su imposibilidad de abandonar las oficinas donde trabaja, por falta de ingresos, le roba el tiempo que un privilegiado solo dedicado a la literatura tendría, cuando todo lo demás en la vida para él tiene un interés secundario. Su acercamiento al amor solo es posible desde el límite fragoso del rechazo; prefiere los chupitos platónicos de besos que el garrafón de la carne cotidiana y doméstica derramada entre las mantas.
El amor entre dos nunca es inocente. Ofelia se atrapó, se marchitó y se colgó en esa espera de la redención imposible de él, acaso por innumerables carencias y deseos de dominio, acaso porque nadie la hizo volar tan alto estuvo dispuesta a caer tan bajo. Jamás llegó a acunar a su Niñito en la placidez de un hogar, se le murió de cirrosis hepática, pero se arrastró por su universo munchiano hasta el fin.
Encogen el corazón las últimas cartas de la correspondencia, donde ya el emisor siempre es el mismo, una Ofélia llena de saudades y devota de aquel amor irregular y caníbal, porque aunque Pessoa sigue viéndola, sumido en un silencio de fósforo frío, no está. “Cuanto más me gusta el Niñito, y más deseo tengo de tenerlo conmigo, menos lo tengo”. La irracionalidad del amor, el ansia incontenible -atavismo femenino- de calmar al huidizo hombre, de salvarle como madre redentora de la atracción al abismo en una casa sin lujos, aseada, ordenada y alegre, pura quimera; él ya era sombra, era nadie, se había diluido.
Dos días antes de su muerte, novela Morales lo que se sabe que pasó, el sobrino de Ofélia, Carlos Queiroz, amigo del escritor, se encuentra por la calle a un Fernando ya terminal, flotando en las alas de la muerte, y éste le pregunta por su tía Ofélia. “¡Bella alma, bella alma!”, le reconoce, con los ojos humedecidos…
Para Pessoa vivir su vida fue vivir muchas y dispares vidas -de ahí sus heterónimos-. A Pessoa le cansaba que lo amaran, la vida no le bastaba; a Ofélia sí. En definitiva, Un amor como éste es obra fundamental para conocer al verdadero Pessoa, porque su prosa epistolar está menos refugiada que su obra poética; porque, a su pesar, la sensualidad de los sentimientos hacia Ofélia, su vulgarización, nuevamente a su pesar, su entrega, aunque sólo al principio, finalmente a su pesar, nos enseñan la cara más íntima del escritor portugués. Un amor como éste nos descubre al hombre antes que al artista; es testimonio único e ineludible en la bibliografía pessoana, pero también antología exquisita de la obra del poeta, y el descubrimiento al mundo de toda una mujer como Ofélia Queiroz, y un homenaje a ambos, y a sus biógrafos, y a Lisboa, y a todos los que, ridículos de nosotros, hemos escrito alguna vez cartas de amor. Esta novela será sin duda lectura imprescindible en institutos de bachillerato y facultades de letras de medio mundo (no sólo de Brasil y Portugal) dentro de no muchos años.
Especialmente memorable es la reconstrucción novelada final del Epílogo, donde el autor imagina una vida feliz para ambos, nombrándoles a título póstumo dueños de una ínsula de felicidad imaginaria, y, como Corto Maltés, les raja literariamente la línea de sus fatales destinos en una catártico ejercicio último de arqueología sentimental gratificantemente tramposa para salvarles de tanto dolor y soledad. Incluso se le concede a, digamos, título póstumo, el Nobel de Literatura. Lo que pudo ser y no fue, o el I don´t know what tomorrow will bring, última nota escrita por Pessoa en vida, eso que tantas veces titula la propia literatura.
Iván González, Periodista sin bandera