Resumen y sinopsis de Seis metros de soga de Pedro Novoa
Seis metros de soga es lo que tiene que entretejer una anciana para poder matarse. Mientras lo hace, entreteje también historias en hojas desordenadas para agilizar su memoria y sabotear así al alzheimer por recomendación médica. La hora de escritura es por las noches, mientras la anciana defeca. Más que escritora, es una portavoz de voces múltiples de algunos internos que desnudan sus historias sin pudor. A veces la narradora desaparece, a veces corta y recorta, a veces transcribe o retranscribe, pero siempre mezcla las historias. La caja de resonancia se avería, se confunden las tramas, todo se va llenando en un bolso donde lleva también la soga que crece junto a las voces. Esperando completar los seis metros, esa distancia que tuvo también cada lado del cuadrilátero del Amauta. Donde el Pólvora, el más grande de los boxeadores peruanos escribió un epitafio de locura para su carrera boxística. Entonces la locura exige imponerse a la realidad, requiere cómplices para seguir vibrando con el gran púgil, haciendo la ruta de la Pólvora, recorriendo sus movimientos, su tortuosa historia.
Al final, se tendrá que sabotear a la razón. Hacer realidad ese sueño del Pólvora de morir de pie, en guardia. Con esos dos puños levantados que fueron y serán siempre sus ojos. Entonces el héroe colectivo estará reconstruido, será el final. La anciana habrá completado los seis metros de soga y estará lista para olvidarlo todo de un tirón.
SEIS METROS DE SOGA O EL PUÑETAZO VERBAL DE PEDRO NOVOA
El libro al que me refiero es el titulado Seis metros de soga, ganador del concurso Horacio Zeballos, 2010 y reeditado este año por Altazor. La novela cuenta varias historias, pero sobre todo una: la del personaje central, El Pólvora, un ex boxeador que pasa sus últimos días recluido en un nosocomio para enfermos mentales y que vive del recuerdo de sus años idos cuando era una gloria nacional: “[…] no será un puñetazo lo que algún día realmente te mande a la lona, negro, quizá sea simplemente el recuerdo” (50), escribe el narrador quien nos da la clave y la configuración del destino y la realidad del excampeón de box. La vida del Pólvora es contada desde distintos tiempos y desde una polifonía que recuerda a los grandes maestros de la novela del siglo XX. A su vez, ocurren algunas historias entre las que se mezclan la vida de personajes decadentes, sumidos en un sopor y en una neblina de desidia, nostalgia y podredumbre moral. Tal es el caso del gordo pervertido que vive postrado en la cama seis y que al oír la llegada del camión de la basura se introduce, siempre, algo por el recto, o el de la vieja que cuenta historias mientras anuda sus seis metros de soga con los que posteriormente terminará con su vida y de la que al cabo sabemos, es la narradora de la apabullante historia. La vieja es, en este sentido y sobre todo, una memoria. La memoria de todos los seres que pueblan la novela y cuyas vidas se nos va contando como en un juego de espejos yuxtapuestos.
No existe, en la novela, un narrador homogéneo. El tejido de voces que supone la estructura del libro es un coro multiplicado por un juego de espejos en el que ora estamos ante un diálogo ora ante una descripción o ante una reflexión que no hacen sino mantener la tensión de libro desde el inicio hasta el final. De este tecnicismo se podría deducir la frialdad de la prosa pero no es este el caso. El trabajo de Novoa con el lenguaje es magistral, es un río de voces que se entrecruzan y se renuevan, un caballo galopante y desbocado que no se detiene ante nada porque conoce su meta. Los giros populares y el lenguaje de la calle le sirven al autor para configurar una Lima que vemos pasar a diario ante nuestros ojos. No se limita a la escritura “pulcra” recomendada por escritores académicos o pensadores anaftalinados, si se me permite el neologismo. No. Lo que hace Pedro Novoa con el lenguaje es tomarlo por el cuello, sacudirlo y sacarle de encima toda la podredumbre y la belleza, al mismo tiempo, y mostrarnos así una plasticidad que pocas veces hemos visto en nuestro lenguaje y, además, en el fondo de la novela que tanto me recuerda al Baudelaire del poema La carroña (léase el capítulo Homenaje que es cortazariano en sus últimas líneas y que, además, remite a la Naranja mecánica, de Burgess).
Ese es uno de los grandes méritos del autor: devolverle al lenguaje esa frescura que se estaba perdiendo en la literatura peruana por obra de escritores que trabajan para la traducción o por encargo editorial. Novoa, más sincero consigo mismo, empleó el lenguaje que a diario se oye en nuestras calles y con eso ha logrado una poderosa novela al punto que pienso que el lenguaje es también uno de los personajes principales de la novela, al lado de El Pólvora o de la vieja de la cama doce.
Otro de los rasgos importantes en su prosa es el de la triple adjetivación y el del uso, también triple, del verbo para detallar las acciones de los personajes: “Cimbreas, guapeas, el olor y presencia de tus recuerdos domina el ambiente, lo arrincona, lo macula, lo copula. Mueves las piernas, rápida, enredada, encaballadamente” (31). Y páginas atrás: “[…] es un molusco enorme, cobrizo, muerto” (22); “ahora qué más querrás saber, mamona, dice para sus adentros, desconfiada, vieja, zorra” (27).
Conocemos al Pólvora por lo que de él se dice. Pocas veces oímos su voz en la novela. Sin embargo, el personaje se nos muestra en toda su complejidad. Al principio de su vida es un gran boxeador, una promesa mundial y hacia el ocaso de la misma termina recluido en un hospital para enfermos mentales, gran símbolo de la decadencia humana en la novela. Ahí van a parar los seres disociados de la realidad, aquellos seres perturbados que tienen un solo fin: la perversión, la gloria extinta o el suicidio. En ellos se hace presente lo demoníaco, ya definido por Rollo May. Sus obsesiones se tornan el motor de sus vidas y creo ver en ese sentido una clara alusión al trabajo literario que debe ser “exclusivo y excluyente” como enseñaba Mario Vargas Llosa. Esta es una de las lecturas múltiples que ofrece el libro de Pedro Novoa.
Los personajes de Novoa están poseídos por una idea demoníaca, por una obsesión apabullante que los remite a sus recuerdos: el Pólvora es el caso central puesto que incluso que llega a montar una especie de coliseo en el hospital para el deleite del excampeón. Poco a poco la estructura del libro nos va mostrando que quien narra la historia es una vieja que calcula el tiempo de su habitación hacia el baño y que mientras defeca va tejiendo su soga para poder terminar con sus días. Ella está también atravesada por la obsesionante idea del suicidio y no notamos en ella un solo atisbo pena o de nostalgia. Su determinación es fría, casi como la determinación de quien se dirige a realizar cualquier acto diario que no tiene mayor importancia. Los personajes miran a la ciudad como un espacio de guerra, como un lugar en el que hay que luchar para sobrevivir y la única manera de distraerse de ese espectáculo es la morbosidad como el empleado que desea a la reportera o el pervertido que logra sus clímax sexuales dentro de un microbús en plena ciudad. En el mundo de Novoa solo una cosa puede salvarlos: la memoria, porque es en el recuerdo en donde los personajes puede asestar ese KO definitivo a la desconcertante vida que les toca vivir gracias al puñetazo verbal del autor.
SEIS METROS DE SOGA O EL PUÑETAZO VERBAL DE PEDRO NOVOA
El libro al que me refiero es el titulado Seis metros de soga, ganador del concurso Horacio Zeballos, 2010 y reeditado este año por Altazor. La novela cuenta varias historias, pero sobre todo una: la del personaje central, El Pólvora, un ex boxeador que pasa sus últimos días recluido en un nosocomio para enfermos mentales y que vive del recuerdo de sus años idos cuando era una gloria nacional: “[…] no será un puñetazo lo que algún día realmente te mande a la lona, negro, quizá sea simplemente el recuerdo” (50), escribe el narrador quien nos da la clave y la configuración del destino y la realidad del excampeón de box. La vida del Pólvora es contada desde distintos tiempos y desde una polifonía que recuerda a los grandes maestros de la novela del siglo XX. A su vez, ocurren algunas historias entre las que se mezclan la vida de personajes decadentes, sumidos en un sopor y en una neblina de desidia, nostalgia y podredumbre moral. Tal es el caso del gordo pervertido que vive postrado en la cama seis y que al oír la llegada del camión de la basura se introduce, siempre, algo por el recto, o el de la vieja que cuenta historias mientras anuda sus seis metros de soga con los que posteriormente terminará con su vida y de la que al cabo sabemos, es la narradora de la apabullante historia. La vieja es, en este sentido y sobre todo, una memoria. La memoria de todos los seres que pueblan la novela y cuyas vidas se nos va contando como en un juego de espejos yuxtapuestos.
No existe, en la novela, un narrador homogéneo. El tejido de voces que supone la estructura del libro es un coro multiplicado por un juego de espejos en el que ora estamos ante un diálogo ora ante una descripción o ante una reflexión que no hacen sino mantener la tensión de libro desde el inicio hasta el final. De este tecnicismo se podría deducir la frialdad de la prosa pero no es este el caso. El trabajo de Novoa con el lenguaje es magistral, es un río de voces que se entrecruzan y se renuevan, un caballo galopante y desbocado que no se detiene ante nada porque conoce su meta. Los giros populares y el lenguaje de la calle le sirven al autor para configurar una Lima que vemos pasar a diario ante nuestros ojos. No se limita a la escritura “pulcra” recomendada por escritores académicos o pensadores anaftalinados, si se me permite el neologismo. No. Lo que hace Pedro Novoa con el lenguaje es tomarlo por el cuello, sacudirlo y sacarle de encima toda la podredumbre y la belleza, al mismo tiempo, y mostrarnos así una plasticidad que pocas veces hemos visto en nuestro lenguaje y, además, en el fondo de la novela que tanto me recuerda al Baudelaire del poema La carroña (léase el capítulo Homenaje que es cortazariano en sus últimas líneas y que, además, remite a la Naranja mecánica, de Burgess).
Ese es uno de los grandes méritos del autor: devolverle al lenguaje esa frescura que se estaba perdiendo en la literatura peruana por obra de escritores que trabajan para la traducción o por encargo editorial. Novoa, más sincero consigo mismo, empleó el lenguaje que a diario se oye en nuestras calles y con eso ha logrado una poderosa novela al punto que pienso que el lenguaje es también uno de los personajes principales de la novela, al lado de El Pólvora o de la vieja de la cama doce.
Otro de los rasgos importantes en su prosa es el de la triple adjetivación y el del uso, también triple, del verbo para detallar las acciones de los personajes: “Cimbreas, guapeas, el olor y presencia de tus recuerdos domina el ambiente, lo arrincona, lo macula, lo copula. Mueves las piernas, rápida, enredada, encaballadamente” (31). Y páginas atrás: “[…] es un molusco enorme, cobrizo, muerto” (22); “ahora qué más querrás saber, mamona, dice para sus adentros, desconfiada, vieja, zorra” (27).
Conocemos al Pólvora por lo que de él se dice. Pocas veces oímos su voz en la novela. Sin embargo, el personaje se nos muestra en toda su complejidad. Al principio de su vida es un gran boxeador, una promesa mundial y hacia el ocaso de la misma termina recluido en un hospital para enfermos mentales, gran símbolo de la decadencia humana en la novela. Ahí van a parar los seres disociados de la realidad, aquellos seres perturbados que tienen un solo fin: la perversión, la gloria extinta o el suicidio. En ellos se hace presente lo demoníaco, ya definido por Rollo May. Sus obsesiones se tornan el motor de sus vidas y creo ver en ese sentido una clara alusión al trabajo literario que debe ser “exclusivo y excluyente” como enseñaba Mario Vargas Llosa. Esta es una de las lecturas múltiples que ofrece el libro de Pedro Novoa.
Los personajes de Novoa están poseídos por una idea demoníaca, por una obsesión apabullante que los remite a sus recuerdos: el Pólvora es el caso central puesto que incluso que llega a montar una especie de coliseo en el hospital para el deleite del excampeón. Poco a poco la estructura del libro nos va mostrando que quien narra la historia es una vieja que calcula el tiempo de su habitación hacia el baño y que mientras defeca va tejiendo su soga para poder terminar con sus días. Ella está también atravesada por la obsesionante idea del suicidio y no notamos en ella un solo atisbo pena o de nostalgia. Su determinación es fría, casi como la determinación de quien se dirige a realizar cualquier acto diario que no tiene mayor importancia. Los personajes miran a la ciudad como un espacio de guerra, como un lugar en el que hay que luchar para sobrevivir y la única manera de distraerse de ese espectáculo es la morbosidad como el empleado que desea a la reportera o el pervertido que logra sus clímax sexuales dentro de un microbús en plena ciudad. En el mundo de Novoa solo una cosa puede salvarlos: la memoria, porque es en el recuerdo en donde los personajes puede asestar ese KO definitivo a la desconcertante vida que les toca vivir gracias al puñetazo verbal del autor.
Eric Véliz Álvarez
29 de setiembre, 2012