Resumen y sinopsis de La cosa y otros relatos de Alberto Moravia
Son relatos de apariciones y desapariciones, de presencias y ausencias, como si el autor, en el teatro de su propia fantasía, persiguiera fantasmas evitando deliberadamente descubrir sus rostros, su origen, su nombre.La realidad rugosa, ingrata, que la mirada de Moravia ha indagado siempre con obstinación (y que desde siempre, en sus palabras, se ha animado de manera insólita con el hábito de la poesía), en estos relatos, y pienso sobre todo en "La cosa", "Al dios ignoto", "Trueno revelador", "La mujer en la casa del aduanero", parece observada por una mirada extraviada y aparece como vivida a través de un desapego y una lejanía que hacen ver su espesor como un precipitado de cristales.
Muchos de estos relatos son fábulas eróticas: el bien, el mal, el destino, el miedo, el éxtasis adquieren en ellas tonalidades de hechizos o reclaman el auxilio de la poesía para hundirse en la existencia: por ejemplo, la espléndida cita de "Las mujeres condenadas", de Baudelaire, en el feroz erotismo de "La cosa". Pero todos los relatos conservan el aliento, el hálito remoto de la fábula: así, los hechos narrados, la intriga, parecen descender de una antigua y desconocida tradición de memorias.
Libro hermosísimo y nuevo, "La cosa" confirma las virtudes de uno de los principales narradores contemporáneos de Italia. Virtudes que no son únicamente la capacidad de realización y plasticidad, de conocimiento y percepción de ese puro misterio que es el corazón humano. Virtudes que son, además, las de alguien capaz de una vivida evocación. El eros, en estas páginas, se transforma en motivo de sufrimiento y aun de reflexión religiosa, de dialéctica entre la pasión y la razón.
Enzo Sicilíano.
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Los protagonistas de estos cuentos, que no sería demasiado acertado calificar como eróticos, se ven aún así dominados por algún tipo de impulso sensual que acabará revelando algo de ellos mismos que desconocían. Para Moravia, el eros es algo más que simple carnaza; un camino de conocimiento personal, a veces liberador, a veces mortificante, que descubre de pronto a unos individuos indefensos ante sí mismos y sus paradojas. Un sentido del humor malicioso y sutil permea por cierto estas historias de fondo amargo y puede pasar inadvertido.
La pureza lésbica (“La cosa”) libre de culpas y pesares, se opone a un ideal de sexo masculino y fálico cuya influencia viril domina incluso las relaciones que están más allá de la heterosexualidad; lo normal es de repente lo anormal, y algo tan desagradable como el bestialismo no es para nada lo peor a lo que se puede llegar en una relación marcada por el sadismo, la humillación y la dependencia. Sexo, religiosidad y trascendencia se entremezclan en “Al dios ignoto”, donde una enfermera comete ciertas perversiones revestidas eso sí de pureza, respeto y veneración hacia ese sexo recóndito y prohibido… pero el afán fervoroso del creyente por desvelar ese misterio, consumarlo explícitamente, es lo que lo destruye, lo que supone una profanación y una caída.
En “La mujer del manto negro” se da una búsqueda de la esposa fallecida en la figura aparentemente idéntica de otra mujer, el intento de evocar inútilmente a un fantasma sobre un cuerpo vivo y saldar las cuentas pendientes del deseo. Los fantasmas, sin embargo, habitan en la mente, y es mediante la fantasía y la imaginación onanista como se acaba redimiendo, conjurando la imagen mortuoria. A mi juicio, uno de los relatos más interesantes, aunque tal vez adolece de una tendencia a la explicación y la teorización excesiva para aclarar lo que el autor quiso expresar, que comparte con otras piezas del volumen.
¿Qué puede pasar cuando nada menos que el Maligno se enamora de uno de aquellos infelices que le venden el alma, a cambio de los secretos de la ciencia? Pues que, de igual modo que un alma inclinada hacia el mal (con inclinaciones pedófilas, para ser más exactos) no puede traer el progreso de la humanidad, sino más bien su ruina (nuclear)… el diablo tentador no puede hacer reales las quimeras con que nos engaña, ni puede evitar el apocalipsis (“El diablo no puede salvar el mundo”).
La cicatriz de una intervención de apendicitis es, en “La señal de la operación”, la huella del pecado que seduce, inspira y atrae al artista, la prohibición que le estimula. Lo sabe y lo comparte una manipuladora y no tan inocente Lolita, obligándole a confrontar su razón con esa atracción abyecta que se niega a aceptar. Hay personas de mal carácter que buscan engañar, provocar a toda cosa, con tal de obtener respuestas violentas en los demás (“La correa”) como si esta fuera la única y confusa, contradictoria forma que tienen de obtener su protección ante un miedo irracional que les sobreviene intermitentemente… Se llega así a normalizar una relación sadomasoquista.
Seis cuentos, y sólo vamos por la mitad del libro. Y es que a partir de aquí, las narraciones se vuelven más breves, concisas en su manejo del material narrado y próximas a la idea del relato como expresión exacta y un tanto enigmática de una realidad que sólo intuimos, en lugar de una historia contada con pelos y señales. Y se suceden los siguientes: “El propietario del apartamento”, o expectativas versus realidad, la fantasía masculina de una aventura con una desconocida, los errores de la interpretación y una realidad que se vuelve, de pronto, en su contra. “También mi hija se llama Giulia”, con un hombre maduro en busca de jóvenes amantes con excesivo parecido a una hija a la que quiere sustituir, pero le sale mal y estas no le satisfacen, ni le hace abandonar su abulia esta, podríamos llamar, perseverancia en el mal. “Había un cesto en el Lungotevere”, de nuevo con el sesgo interpretativo masculino, los prejuicios de un anciano respecto a quien cree una muchacha “perdida” que abandonaría a una criatura a su suerte...
“Un feo atasco de la memoria” es un cuento de género diríamos que amnésico. La desconexión mental de alguien que ha perdido la memoria en mitad de un embotellamiento de tráfico, su miedo de saber qué ha ocurrido o está por ocurrir, empeñado en reconstruir a partir de pistas poco fiables que le ofrece la realidad objetiva, donde asoma una amenazante arma de fuego… en un puro y muy logrado ejercicio de omisión narrativa. El arma reaparece en “¡Aquella maldita pistola!” como metáfora de una virilidad que trae continua violencia y chantaje a una relación sentimental donde ninguna de ambas partes tiene mucho de lo que sentirse orgullosa, siendo el matrimonio esa tregua amable que no augura nada bueno.
Nos topamos de nuevo con el diablo en “¡Qué me importa a mí el carnaval!”, en forma de máscara que revela el ser interior que somos realmente, pero esto no funciona para ocultar el patetismo de un personaje que no engaña a nadie y que no logra ocupar el papel de villano, aunque se lo proponga. “El diablo va y viene” otra vez en el cuerpo de una niña que remueve instintos pervertidos para reactivar, a partir de lo fantástico entendido como aislamiento, obsesión y alucinación, el ciclo de la culpa, el intento por librarse de ella, envileciéndose más el sujeto con el error de no reconocer el crimen cometido. El muy granuja se disfraza de terrorista en “Oigo pasos en la escalera mientras duermo” ante un escritor satisfecho de sí, que en su conciencia adormecida y en sus sueños dentro de sueños encuentra la llave de su secreto; el de una amistad traicionada.
“Toda mi vida he tartamudeado”, nos explica un tipo cuya condición le impide la comunicación y que se siente perseguido por otro. Su estrategia para darle esquinazo se convierte en una trampa, y él, en un cazador cazado, en este ejercicio, otra vez, de paranoia e incertidumbre angustiosa, derivada de la desconfianza y el desconocimiento de una alteridad.
“Trueno revelador” cuenta la huida sin tregua de un probable terrorista o delincuente, su agotamiento vital, su recuerdo de épocas en que fue otro, pero ahora todo ha cambiado; una sensación fugaz o toma de conciencia, una feminidad distante... una decisión tajante, definitiva, que se adueña de todo como un presentimiento.
“Hay una bomba N también para las hormigas” indaga sobre la capacidad del ser humano para el exterminio silencioso de su propia especie mediante la demencial carrera armamentística, que marca un antes y un después. No se puede entender al hombre moderno, lo mismo que no se puede entender el universo moral y existencial de una simple colonia de hormigas, lo mucho o lo poco que puedan sufrir o experimentar mientras las aniquilamos con la misma tranquilidad.
En “El paseo del voyeurista”, el mirón es un frustrado que siente vergüenza de la pareja a la que observa en su intimidad, y esto que siente es lo que marca el punto muerto de sus propias relaciones íntimas y le devuelve la imagen, real o imaginada, de aquello en que se ha convertido. “Las manos en torno al cuello” fusiona presente y pasado, imaginación o realidad, en una historia de celos, fijación anatómica y masculinidad humillada ante una hembra que no puede poseer. Finalmente, “La mujer en casa del aduanero” nos habla de quien mira con condescendencia lo femenino para encontrar inesperadamente y, cómo no, a través de la fantasía, ese lado femenino que falta en su solitaria vida.