Resumen y sinopsis de En una tierra libre de Jesús Maeso de la Torre
Madrid, 1808. Corren tiempos difíciles para España, que debe enfrentarse a la progresiva pérdida de sus colonias en América y al asedio de las tropas napoleónicas. El rey Carlos IV, impopular gracias a la enorme confianza depositada en su ministro Godoy, se ve forzado a abdicar en su propio hijo, el futuro Fernando VII , tras un amotinamiento popular. En palacio, tras su huida, quedan dos joyas de incalculable valor, la Peregrina y el Estanque azul, que un aliado de Godoy debe recuperar. Pero la misión se torna imposible en medio del tumulto, y la única opción de ese enviado antes de morir es ocultar dichas joyas en la talla de una imagen religiosa.
El comienzo de la novela se hace esperar a través de sus primeras cincuenta páginas, en donde el autor nos pone sobre aviso del hilo conductor que va a ir hilvanando o condicionando las peripecias de los personajes principales. Es uno de estos comienzos clásicos en la literatura de intriga y detectivesca que entronca muy bien con las ficticias tramas históricas que crean algunos novelistas: El gancho, el robo de las joyas de la Corona, resulta un tanto cliché y en sí mismo no anima a continuar la lectura, ávido como está el lector de sumergirse de inmediato en una época y un lugar. Se hace pues necesario, a medida que leemos, vencer el desánimo de la expectativa no cumplida. No hay pues un inicio raudo e inmersión inmediata en la novela. Y esto es así por la parsimonia con que se describen unos sucesos que no sabemos muy bien aún a qué motivaciones responden ni que repercusiones tendrán a lo largo de la novela. Son pues unos primeros capítulos prolegómenos que nos sitúan mal que bien en un inicio argumental un tanto prolongado. La acción es descrita demasiado minuciosamente y nos lleva de Madrid a Cádiz, en que por ser el emplazamiento histórico tema de la novela, hace que vuelva a resurgir el interés por la continuación de la misma, pero fallando de nuevo en lograr esa ambientación impresionista que nos sumerja en unas pocas páginas en el lugar y el momento históricos. Se deja llevar el autor por el uso de lugares comunes de profundo sabor folclórico en la descripción de escenas y personajes. No es el Cádiz ciudad moderna y cosmopolita el que vemos reflejado en estos primeros ensayos de ambientación histórica. Si no es por la fragancia salada que a veces se cuela en la descripción, ya que como veremos el autor es muy amigo de símiles ambientales y meteorológicos , el lector bien podría encuadrar esa ambientación en cualquiera de las grandes ciudades españolas de principios del siglo XIX. El Cádiz castizo se sobrepone y anula al moderno y cosmopolita, peculiar y extravagante, características estas últimas que forzosamente debían de predominar en una ciudad que contaba con una alta proporción de población extranjera, que convivía con los autóctonos en un microhábitat único y diferente al del resto de España, caracterizado por un alto nivel de vida generalizado y unas clases medias proporcionalmente muy numerosas con respecto al resto de la población española. Esa atenuación de las diferencias, ese propósito común con que se levantaba Cádiz cada día, con su vista puesta en la Puerta del Mar, ese afán por vencer barreras culturales de clase, cultura y costumbres, tan propio de la burguesía mercantilista más liberal, no lo vemos en la descripción del autor, que adolece de un tipismo a veces exagerado en la descripción de los personajes. Éstos son perfilados mucho más en su descripción externa que en sus motivaciones y estados psicológicos. El propio protagonista se nos antoja blando y desvaído en su caracterización primera, impresión que no va a cambiar mucho a lo largo de la novela. Para apoyar estas opiniones, valga comentar que el primer rasgo de carácter del personaje es representado mediante la típica escena de amor imposible. Una amante demasiado sumisa, un joven atolondrado aunque con un pasado heroico (reminiscencia del Gabrielillo de Galdós) y una joven damita de la alta sociedad, caprichosa y despiadada, componen el trío “amoroso” no explotado por el autor. Se lo agradecemos. Aunque el capricho del joven por la damita seguirá su curso y pondrá a nuestro joven en una situación romántica y desesperada que le llevará a enfrentarse a su contrincante; un militar sin escrúpulos que desea la fortuna de la joven damita (muy moratiano). Interesante el desfile de nombres históricos que se codean con nuestro protagonista, aunque hasta ahora no ocupan más que un puesto de comparsa. Para rematar la sensación de estar asistiendo a una zarzuela o representación verbenera acontece un hecho inesperado: Nuestro jovencito protagonista reta a duelo a su rival, después de haberse sentido herido en su honor con la humillante insinuación por parte de éste de ser hijo de un padre cuya vida y ejemplo resultan más que dudosos. Ello, unido a la antipatía propia hacia la persona que disputa nuestro más ansiado objeto de deseo, impulsa a nuestro protagonista a desafiar en duelo al susodicho. Ni que decir tiene la impresión anacrónica que deja en el ánimo del lector avisado, semejante ficción en semejante lugar y época. El Cádiz “emporio del orbe” poco o nada podía guardar en su alma de esos legendarios duelos entre caballeros. Y aun de haberlos todavía, no era Cádiz el lugar donde tuviesen lugar ni tan siquiera se guardase memoria de semejantes costumbres más propias de franceses y castellanos. Para más INRI, entra en escena nada más y nada menos que la Inquisición, y justo después de haber sido aprobada la Constitución en Cádiz, que la suprimía expresamente (Es éste un hecho altamente improbable de nuevo, dado el momento y el lugar. Pueden consultarse todas las fuentes y referencias históricas que se quiera, que no podemos sino pensar que el autor ha forzado la entrada en escena de una institución si no totalmente finiquitada, sí inoperante ya como instrumento al servicio del Estado, no digamos ya en una urbe como Cádiz, en donde las amenazas de estigma social propias de la Inquisición apenas puede entenderse que surtieran efecto alguno sin que se resienta fuertemente la verosimilitud del relato) El personaje se ve calumniado con la publicación de unas tablillas que contienen las listas negras de señalados por el dedo del Inquisidor de turno, en las que él se ve inscrito por culpa de un pasado oscuro no se sabe muy bien si suyo propio o de algún antepasado de sangre no muy cristiana. En ello se ve la mano también de su rival, que ha escarbado en su pasado con ayuda de un no muy buen avenido eclesiástico enemigo de los liberales y, por supuesto, de nuestro protagonista que se codea con ellos pero sin que en ningún momento se destaque o brille por su postura política en los momentos históricos que se vivían entonces en tertulias y cafés. Pero el duelo tenía que ocurrir, sí o sí, pues nuestro protagonista debe salir de Cádiz por alguna imperiosa e inaplazable razón, para poder situarlo así en pleno campo de batalla por la liberación española (Guerra de Independencia) Tal vez hubiese sido preferible no pintar un personaje tan inocuo como insípido, para dejar paso a un ser más contradictorio, más acuciado por las circunstancias naturales de su entorno. Tal vez incluso, para hacer marchar al personaje a la guerra, no hubiese sido necesario montar un espectáculo de sangre y honor, sino honrar a la casta gaditana con la voluntaria presentación en el frente, llevado por motivaciones que eso sí, habrían exigido una pintura más realista y profunda de la psicología del protagonista. En cualquier caso, atrás deja su honor y sus escarceos amorosos, tan vulgares como cursis en más de una ocasión.
A pesar de todo, la novela se transforma a partir del preciso momento en que nuestro protagonista sale de Cádiz y deja su protagonismo insulso para cederlo a los acontecimientos históricos que están teniendo lugar en Madrid. La narración se acelera de un modo espectacular. Asistimos a diferentes escenarios de la España de la Guerra de la Independencia desde una posición privilegiada. Entramos en la corte de José Bonaparte, conocemos a los afrancesados que rodean al rey intruso y escuchamos a éste con la sensación de estar asistiendo en persona. No parece la misma novela. El relato de las peripecias bélicas y escaramuzas de la partida de guerrilleros en la que se ha enrolado nuestro protagonista avanza con rapidez y brillantez, así como también las pesquisas en busca de las joyas robadas a la Corona por esbirros de Godoy, tras las que andan no sólo comisionados del propio Príncipe de la Paz, sino una destacada Logia masónica española que ha venido a menos y que necesita recuperar su prestigio e influencia, tal vez utilizarla como rehén de la voluntad del rey, a cambio de su influencia en las decisiones de éste una vez terminada la guerra. En una palabra, la novela va ganando enteros por momentos, y coincide claramente con el protagonismo que cobra la narración, en detrimento de la descripción. El relato se agiliza, la historia cobra vida y los personajes se alzan con gran verosimilitud ante nuestra presencia como testigos, sobre todo los personajes históricos. Es de agradecer y de alabar el acercamiento por parte del autor a los personajes históricos de mayor relevancia en la época para darles vida a través del diálogo. Del mismo modo en que el autor parece fallar en la caracterización del personaje anónimo, parece lograr un aceptable éxito, casi triunfal, en la personalización del personaje histórico. Sin duda, avalado por las informaciones que le ofrecen los datos y estudios acerca de los personajes de aquel momento histórico, el autor dispone ya de la base para poder caracterizar y dar expresión sobre un molde conocido y familiar para él. La importancia de la familiaridad con los hechos y los personajes históricos se revela en la maestría del autor a la hora de describir a unos y a otros. Las tramas simultáneas se van entretejiendo sabiamente a lo largo de los sucesivos capítulos. Los escenarios nos llevan de Madrid a Cádiz, vuelta a Madrid, e incluso París. Las descripciones de los lugares van ganando en efectividad, sin duda por la primacía impuesta ahora a la narración. Los diálogos resultan vivos y expresivos, locuaces y al mismo tiempo demostrativos del propio discurrir de los acontecimientos. Los propios personajes nos cuentan los sucesos y reflexionan sobre ellos, pudiendo juzgarse en ocasiones que la voz y visión del propio autor toma prestadas sus voces para ilustrarnos sobre hechos históricos de la más alta significanción tanto para la Historia como para la novela, que en estos momentos se adueña de ella y nos la presenta de forma amena y rigurosa. Durante todo el desarrollo de la novela y de sus tramas, el interés va en aumento. Los capítulos se cierran y se abren de manera magistral. Especialmente en la combinación de todos ellos radica la sabia estructura externa e interna de toda esta parte central de la novela; si bien se observa una insistente fijación por la metáfora climática, como medio de afianzar la expresión del estado emocional individual o colectivo al término de cada capítulo. Esta fijación o preferencia no siempre surte los mismos efectos. Es evidente que ante la falta de otros recursos, el autor llega a abusar de la imagen metafórica del tiempo atmosférico, e incluso a alargar las adjetivaciones, a veces pretendidamente poéticas, que describen esas metáforas.
Acabada la guerra, volvemos a Cádiz y asistimos a una nueva etapa en la vida de nuestro protagonista, que viene literalmente “hecho un hombre de la guerra”. Es decir, que sigue sin credibilidad alguna como personaje. Pero las descripciones de la vida colectiva de su entorno, junto con las noticias de la llegada a España del “Deseado” y los retratos de algunos destacados masones y liberales que pululaban entonces por Cádiz, nos distraen agradablemente de los infortunios de este nuestro protagonista. Al poco de su llegada, tiene lugar la nefasta aparación del rey Fernando VII y de nuevo la pincelada acertada del autor en la caracterización del personaje, nos hace ser testigos incómodos de los hechos nefandos que tendrían lugar a manos de este engendro del diablo y sus acólitos. La inercia narrativa de los capítulos precedentes se alarga hasta la segunda partida del protagonista, esta vez urgido por las persecuciones que se han desatado contra todo lo que oliese a liberal o se hubiese destacado en el pasado como tal ya sea en su pensamiento político como en su compostura social. El protagonista huye a América, donde tenemos la fortuna de asistir a una aceptable ambientación de la Venezuela colonial, donde residirá temporalmente. Allí encontrará a su nueva mujer, a despecho de seguir conservando su amante en Cádiz, esa otra mujer sin relieve alguno que le hace el amor sin otra cosa en la mente que la vacuidad absoluta, negligencia del autor por supuesto, ya que tan pronto la pinta como celosa amante de carácter como callada sumisa e insulsa. Una rara mezcla de mujer libre adoradora de vírgenes y santos, a la que por azares del destino irán a parar las joyas de la Corona, ocultas en la talla de un Niño Jesús, que trajo su amante de la guerra como parte del botín rescatado de los tesoros de la caravana fugitiva del enemigo francés, que a su vez había expoliado en palacios e iglesias. Aparecen nuevos personajes... El benefactor de nuestro personaje, por un lado, que le dará aviso de que debe huir y, por otro lado y como contrapunto, el arribista por definición. Un tipo rastrero y traidor, amigo siempre de la causa ganadora, y que no dudará en cambiar de bando una y otra vez según soplen los vientos. Quizás la caricatura más intencionadamente rígida de todo el muestrario de estereotipos, pues interesa resaltar la maldad sin paliativos de este nuevo personaje, para hacerla contrastar con la candidez no exenta de intelecto achispado y vivaz de nuestro protagonista. La novela discurre peligrosamente hacia el maniqueísmo en la pintura de sus nuevos personajes. Existe un bando bueno y un bando malo. Tal vez se salve de esta clasificación ese empecinado e incansable masón que recorre media España y parte del extranjero tras la pista de las joyas de la Corona y cuyo propósito parece obedecer a fines filantrópicos. El autor parece ver la necesidad de centrar de un modo más claro los acontecimientos en torno a las pesquisas en la búsqueda de esas joyas e interesa al mismo rey en el hallazgo de las mismas, ante lo que uno de sus secretarios mas fieles contratará los servicios del más despiadado de nuestros personajes que llegará a Cádiz investido de los más altos poderes reales y que de manera paradójica e inverosímil se verá continuamente paralizado en sus sucesivos intentos de detener a nuestro protagonista del que sospecha cada vez más ser la persona clave en el descubrimiento del paradero de las joyas. Y digo que es del todo inverosímil, puesto que el mismo personaje que es capaz de poner de rodillas al gobernador de la plaza por sus credenciales, se retira ante el más mínimo indicio de duda cuando tiene que apresar a nuestro protagonista, con unos escrúpulos típicos del mejor policía norteamericano de nuestro siglo XX. Resulta increíble por no decir del todo falso el hecho de que a nuestro protagonista necesiten encontrarle pruebas irrefutables para ser detenido e interrogado, ante sospechas que incluso harían vacilar al más recatado de nuestros actuales jueces de las democracias modernas. ¡Y estamos hablando de la época del absolutismo restaurado de Fernando VII en plena persecución liberal! De repente, la historia detectivesca propia de un Sherlock Holmes o un teniente Colombo se nos instala en nuestras narices con presupuestos propios de nuestro tiempo, ignorando todo atisbo de verosimilitud. Hasta el propio descubrimiento de las joyas escondidas, seguido de la maquinación para ocultarlas de la vista de sus perseguidores, se nos antoja caprichoso, rocambolesco y sumamente inverosímil, por no decir irrisorio. De la vista de personajes supuestamente astutos desaparecerán una y otra vez, sin que el aparato montado para hacerlas desaparecer convenza en ningún momento. Son momentos torpes y desaliñados en los que falla la concepción de un ingenio sencillo que dé lugar a un desenlace progresivo pero seguro y creíble hacia un final que aún permita ser ignorado. Pero el final se atisba con claridad desde ciento cincuenta páginas antes de que llegue. Resulta muy predecible. Resulta pastosamente cercano e interminable a cada vuelta de página. Las descripciones, onerosas casi siempre, se cargan de adjetivaciones barrocas, de un barroquismo decadente que no expresa sino que orla, orla sin tregua cada sustantivo, cada frase, cada detalle, descrito hasta rayar a veces en lo obsesivo. No hay brillo, color, tamaño o localización de los que no tengamos constancia escrita, sin que aporten ni atestiguen nada interesante a nuestra valoración estética de la obra. Llega un momento en que la lectura llega a resultar plomiza, la trama parece haberse acabado hace mucho, muerto el gancho argumental, y todo parece querer escapar hacia el único final posible de las novelas mediocres, si no ya sustantivamente malas; a saber, el de un final edulcorado y empalagoso hasta lo indecible. Capítulo hay que hace honor preciso a esta descripción y del que es mejor no acordarse porque resulta perfectamente suprimible sin que la novela sufra rasguño argumental alguno. Era preciso que los malos acabasen de la peor forma posible y los buenos de la mejor imaginable. Nuestro protagonista, al que tanto esfuerzo ha hecho nuestro autor por hacerlo aparecer inteligente, cae inesperadamente en el más estúpido de los errores frente a su perseguidor, al confesarle cómo había podido burlarse de él, pero cuando ya es tarde para que éste pueda mandarlo apresar. Tras dejarlo escapar, vuelve de nuevo en su búsquedaa hasta América, donde se ha instalado nuestro feliz protagonista. ¿Vuelve? ¿cómo que vuelve? ¿Por qué no lo apresó antes? ¿Qué necesitaba? ¿Por qué se obliga al protagonista a acabar lejos de Cádiz en América? ¿Es ésta la tierra libre que pregona el título de la novela? ¿Dónde queda realmente el espíritu de los revolucionarios liberales en toda esta historia? ¿En el casamiento con una rica hacendada americana, que parece ser el epítome de la libertad? ¿En la deserción de la tierra amada? ¿No debió finalmente morir como murieron otros por sus ideas? ¿No debió tal vez sobrevivir para impulsar y protagonizar las incansables insurreciones contra el poder que se sucederían hasta 1820? Una sola nota buena aclara todo este embrollo intragable que estropea y desluce el brillante desarrollo central de la novela. Y es la figura de Simón Bolívar. Aquel esclarecido general, del que el autor, gran conocedor de la Historia, no lo dudamos, hace una semblanza en primer plano. Se agradece el atrevimiento de poner palabras en boca de estos personajes, como ocurre con los regidores de la ya por entonces bulliciosa Boston, hasta donde se desplaza también la acción de la novela en algún capítulo. Vaya pues el homenaje a ese libertador que pergeñó para la América del Sur una unión inquebrantable que habría sido digno fruto de los constitucionalistas de 1812. Y con esta reflexión histórica me quedo, pues la novela en sí no tiene otro fruto más provechoso que el de invitarnos a reflexionar a pesar de los nubarrones que la recorren.