Eso me dijiste, Tomás, después de contarme el argumento de este libro. No sé qué te contesté. Creo que te dije algo así como “con esa historia podrías escribirlo en vigésimo novena persona”.
Hoy pienso (¡qué fácil es hablar a posteriori!) que tal vez ese sea el aspecto más discutible del libro. La segunda persona es una voz difícil de trabajar y, por inusual, no pasa desapercibida y le quita protagonismo a la historia. Hoy pienso —casi que lo sé, Tomás— que si lo hubieses hecho en tercera persona, con distanciamiento, usando las técnicas objetivistas que se estilaban por entonces, el resultado hubiese sido más impactante.
Pero ¡qué diablos! Estabas en el mejor momento de tu carrera; te habían otorgado el Premio Nacional de Literatura (1954) y todavía coleaba lo del Nadal (finalista en 1951) y lo del Ciudad de Barcelona (1953). Tenías todo el derecho del mundo de hacer lo que te diera la gana con la historia: hacerla en segunda persona, dotarla de un fino y hábil humor, ocultar al lector el meollo del argumento hasta bien pasada la mitad del libro, jugar con la ambigüedad del destino de los personajes (tan afortunados y tan desgraciados a la vez) o incluso plantear la estructura del libro como una “Divina Comedia” invertida, en la que hay que descender varios niveles físicos y experienciales para alcanzar la redención frente al infierno de la culpa.
Has creado unos personajes inolvidables, muy literarios; personajes que, teniendo todo a su favor para caer antipáticos, provocan en el lector ternura, comprensión y sentimientos entrañables. Y lo has hecho utilizando caminos difíciles y conmovedores, huyendo de recursos fáciles, mostrando la arbitrariedad de la justicia divina y el jodido entendimiento de la vida que nos va haciendo personas.
Está anocheciendo, Tomás. Aquí suelto este libro-juguete para que lo recoja otro.
HURGANDO EN EL DOLOR SIN IRA
—Voy a hacerlo en segunda persona.
Eso me dijiste, Tomás, después de contarme el argumento de este libro. No sé qué te contesté. Creo que te dije algo así como “con esa historia podrías escribirlo en vigésimo novena persona”.
Hoy pienso (¡qué fácil es hablar a posteriori!) que tal vez ese sea el aspecto más discutible del libro. La segunda persona es una voz difícil de trabajar y, por inusual, no pasa desapercibida y le quita protagonismo a la historia. Hoy pienso —casi que lo sé, Tomás— que si lo hubieses hecho en tercera persona, con distanciamiento, usando las técnicas objetivistas que se estilaban por entonces, el resultado hubiese sido más impactante.
Pero ¡qué diablos! Estabas en el mejor momento de tu carrera; te habían otorgado el Premio Nacional de Literatura (1954) y todavía coleaba lo del Nadal (finalista en 1951) y lo del Ciudad de Barcelona (1953). Tenías todo el derecho del mundo de hacer lo que te diera la gana con la historia: hacerla en segunda persona, dotarla de un fino y hábil humor, ocultar al lector el meollo del argumento hasta bien pasada la mitad del libro, jugar con la ambigüedad del destino de los personajes (tan afortunados y tan desgraciados a la vez) o incluso plantear la estructura del libro como una “Divina Comedia” invertida, en la que hay que descender varios niveles físicos y experienciales para alcanzar la redención frente al infierno de la culpa.
Has creado unos personajes inolvidables, muy literarios; personajes que, teniendo todo a su favor para caer antipáticos, provocan en el lector ternura, comprensión y sentimientos entrañables. Y lo has hecho utilizando caminos difíciles y conmovedores, huyendo de recursos fáciles, mostrando la arbitrariedad de la justicia divina y el jodido entendimiento de la vida que nos va haciendo personas.
Está anocheciendo, Tomás. Aquí suelto este libro-juguete para que lo recoja otro.