Resumen y sinopsis de El arco iris de gravedad de Thomas Pynchon
Tyrone Slothrop, un militar norteamericano que trabaja para la inteligencia aliada en Londres, en 1944, padece un grave problema: siempre que cae una de las bombas autopropulsadas alemanas V-2, él tiene una erección. De niño, Slothrop fue sometido a experimentos pavlovianos por el profesor de Harvard Laszlo Jamf, un loco científico alemán que ahora trabaja para los nazis. Laszlo inventó el Imipolex G, un nuevo plástico útil en el aislamiento de los cohetes, y condicionó las partes pudendas de Tyrone para que respondieran a la presencia de ese nuevo plástico. Ahora, ya adulto, nuestro protagonista no puede evitar sentir la presencia del Imipolex en las bombas, y sus superiores militares están investigándolo. En una Alemania devastada por la guerra, Tyrone se enfrenta a legiones de extraños enemigos, de los que tendrá que huir haciendo cabriolas.
Ha participado en esta ficha: yiyolon
Lamento no recordar dónde oí o leí la lapidaria sentencia ―juro que no es mía― según la cual quien no tiene nada que decir y, pese a todo, se considera en la obligación de decir algo, acaba por decir tonterías.
En este espacio se suele aconsejar qué leer. Hoy, al contrario, intentaremos disuadir al lector de probar ―ni siquiera oler― ciertos brebajes que pasan por literatura. Quiero decir que son libros que podemos comprar, con los que las editoriales ganan dinero precisamente por eso, porque hay gente que los compra. Si después se leen, ya es harina de otro costal. Se me hace muy cuesta arriba que obras como la que hoy nos ocupa cuente con lectores, más allá de los obligados profesionalmente; y aun así...
Yo arrastro desde la adolescencia la torturante manía de leer los libros que compro del vilo hasta el pabilo: la mía fue una juventud de estrecheces extremas, y dejar un libro a medias me produce la misma desazón que tirar un bocadillo de embutido causaría a un muerto de hambre.
Solo así resulta comprensible que me haya tragado las 1.100 páginas de dos ladrillos de la peor literatura-basura; porque lisa y llana heroicidad es leerse El arco iris de gravedad, del inefable Thomas Pynchon.
No negaré que este hombre tiene su técnica, y que se ajusta a ella con fidelidad casi militar; es muy sencilla: una ocurrencia pegada a la otra, hasta la saciedad, hasta el vómito. Es este un recurso muy manido en la poesía contemporánea; en prosa, resulta más insufrible. Seré brutalmente sincero: tras las cinco primeras páginas ya sientes un irrefrenable deseo de obsequiarle con dos bofetadas. Para que esto no parezca un tosco juicio de valor, daré argumentos.
Hay un antecedente —mucho más honrado— de este tipo de escritura. Tal vez alguien haya oído hablar de la literatura fractal. Su creador fue, a principios del siglo pasado, Stephen Keeler, que tiene dos modestas joyas que aconsejo a quien solo pretenda para pasar el rato: Las gafas del señor Cagliostro y Hallad el reloj. El sistema de Keeler consiste en empezar cada novela con tres o cuatro ocurrencias descabelladas e inconexas y, a partir de ahí, esforzarse por hacerlas casar, creando una trama lógica y coherente. Un auténtico tour de force del que suele salir razonablemente airoso.
El sistema de Pynchon es más barroco: centenares de ocurrencias que vuelve y revuelve en la olla sin conseguir armazón argumental alguno. Esta sencilla y cómoda técnica da para mucho, para tanto como se quiera; por eso las obras de este sujeto no bajan de las mil páginas. Habrá quien dirá que esto es una estafa al lector. Lo es. Y lo es más si cabe porque la sarta de ocurrencias son de una frivolidad sonrojante.
En palabras de un crítico, quien, si no la totalidad, debió engullir buena parte del libro; de otra manera, no se explica su exasperación: "Palabrería desmadejada y alucinada, acoplamientos inverosímiles de sustantivos y adjetivos; marasmo de conceptos sin sentido, ni siquiera apelando a lo onírico, a lo lisérgico, ni a ambas cosas a la vez".
Al vuelo de este último juicio, una benevolente interpretación es la de que el hombre escribe bajo el efecto de las drogas. Bien, creo que no es tarea laboriosa identificar los pasajes que, por su extremo delirio, solo pueden ser hijos de un padre intoxicado.
Para introducir este matute, buen conocedor del percal, añade dos ingredientes de resultado probado en el mercado esnob: frecuentes escenas "fuertes" de erotismo y violencia, y guiños de persona con una cierta cultura. A poco que rasques un poco, esta cultura resulta una vulgar mistificación, propia del que habla de oídas. Con solo mencionar que sitúa a los brigadistas internacionales en el maquis español, nos ahorramos más amonestaciones.
Ya se sabe que el esnob no es persona sacrificada, por lo que dudo que esta tribu tuviera la bizarría de pasar de la página cincuenta de ninguno de sus tostones. Precisamente por ello, por no pasar de las primeras hojas, se les ocurrió apadrinar El arco iris de gravedad para el Pulitzer. Al rechazarlo, el jurado se permitió una serie de aseveraciones, la más piadosa de las cuales fue la de ilegible. Ya sería mucho pedir que supiera forjar personajes creíbles, con una mínima introspección. Eso no está al alcance de Thomas Pynchon, aun tomándose el tiempo que dan de sí miles de planas.
Pero si no puedes ser querido, sé temido —casi dijo Maquiavelo —; y si no sabes escribir, el camino más seguro para el éxito es convertirte en un "maldito". Nada mejor para ello que vivir encerrado en un apartamento de Manhattan, no conceder entrevistas y crear en torno de sí un halo de misterio y excentricidad. Dirán de ti que eres un segundo Salinger, un Rimbaud; y legiones de iletrados cool referirán maravillas aunque ninguno de ellos tengan las agallas de zamparse al completo ninguna de tus obras, que eso, como decíamos al principio, es harina de otro costal.
Sí, el malditismo es el refugio más seguro de los estafadores del arte, como Pasolini, Artaud, Cocteau, Gómez de la Serna, Robert Musil, Gide, De Sade, Juan Benet, Arrabal, y tantos otros y otras que nada tenían que decir, pero tuvimos la mala suerte de toparnos con su irreprimible verborrea*.
El crítico literario de Time, John Lacayo, comparó el grosor de una de sus obras (1.085 páginas) con las medidas de su tostadora. Introdujo una sutil diferencia: "al menos, mi tostadora es útil para hacer tostadas". Pues eso.
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(*) Se da el caso curiosísimo de Joris-Karl Huysmans, escindido entre una obra genial (Là-bas, 1891) y una frivolidad desmadejada (À rebours, 1884).
Un libro complejo que puede llegar a desesperar: por su estilo barroco, por sus tramas rocambolescas, porque al autor le gusta romper el hilo argumental y generar una cantidad infinita de personajes (más de 400 en este caso), por la extensión del libro... No obstante, con paciencia, un poco dejándose llevar, la lectura de este libro puede convertirse en una experiencia fascinante. Pynchon es capaz de hablarte de casi todos los temas: la guerra, el colonialismo, la balística, la psicología conductista, la guerra, postres y dulces raros ingleses, literatura, cine, y un larguísimo etc. El autor sabe transmitir el caos y la paranoia propios de las guerras (en este caso, de la Segunda Guerra Mundial), todo amenizado con su inagotable sentido del humor. En mi opinión, es un grandísimo libro.
El genio de Thomas Pynchon convierte esta novela en una pesadilla.
Podría haber sido una obra maestra pero se queda en una tortura para un lector que, apreciando el talento inconmensurable del autor norteamericano, sufre como puede el aluvión de palabras que le cae encima. Aún asumiendo la propuesta de delirium tremens, la sucesión de personajes es tan interminable y los saltos de tiempo y lugar tan imprevisibles, que desde la página 300 uno está deseando terminar (y ojo que son 1.100).