Resumen y sinopsis de La impudicia de Marguerite Duras
La impudicia, primera obra de Marguerite Duras, publicada en 1943, es una novela de pasiones que se entrecruzan en el seno de una familia. Por la trama de tensiones que va tejiendo entre los personajes, por los brutales conflictos que los enfrentan, por la atmósfera a la vez cálida y distante que se crea entre ellos, los críticos de la época la compararon con la obra de François Mauriac. Pero la voz que ya hablaba del paso del tiempo, lento y fluido a la vez, o de la sorda presencia de las cosas, como la del «rumor del mar», o de la soledad, iba ya claramente abriéndose paso, pese a todo, en un texto del todo clásico. A los ya numerosísimos admiradores de esta extraordinaria escritora francesa les interesará sin duda conocer mejor su evolución literaria desde los orígenes y, sobre todo, comprobar cómo de una escritura convencional, respetuosa de las normas establecidas, pasó a esa escritura tan particular que hoy todos reconocemos como suya, y sólo suya.
La primera de las muchas novelas de Duras es una obra enteramente convencional y alejada del experimentalismo que caracterizaría a la autora, de ahí que quizá no sea precisamente lo más representativo que tenga. Ahonda en las lógicas perversas de una familia disfuncional, los Grant, cuyos miembros no dejan de atormentarse entre sí y sin embargo se mantienen siempre unidos y dependientes en extremo. Maud, de veinte años, vive en mitad de un fuego cruzado. La madre es débil de carácter, el padrastro permanece ausente, pero quien sobresale no es otro que el hermano mayor, una presencia, la suya, dominante y manipuladora que chantajea a su progenitora, quien solamente ve lo bueno en él, y que les utiliza a todos para sus fines egoístas; posiblemente la mejor creación de la novela, un individuo en verdad indeseable pero en el fondo también débil y patético a causa de su indolencia, de su carencia de personalidad. El hermano menor es una figura secundaria, quizá desaprovechada, cada vez más corrompido por el mayor. Tremendo panorama el que configura la joven Duras, violento pero a la vez extrañamente pacífico, cerrado, de una tensión sostenida, la de un juego suspicaz que cada uno juega a su manera, muy cerca pero a la vez muy lejos los unos de los otros. Por otra parte, son el dinero, la economía y los aspectos más vilmente materiales los que en el fondo no dejan de regir los destinos de todos los implicados.
No deja de ser una historia de despertar juvenil durante de un verano que dará paso a un otoño, desvaneciéndose el tiempo de la infancia para abrir paso a un presente incierto. Está plasmado con minuciosa prosa el mundo rural y provinciano francés, en especial el paisaje, una naturaleza que adquiere un aspecto desbordado, semejante a un encuentro con lo real, frente al poco saludable encierro, los interiores donde se desarrollan los siempre difíciles encuentros de Maud con su gente. Comienza ya a abrirse paso en ella esa soledad interior. A examen la burguesía local, sus pretensiones y bajezas, las murmuraciones. Las mujeres como eslabón más débil y poco menos que moneda de cambio. Más que de la emancipación personal, el gran dilema que se postula es el del peligro de ser una libre, de romper esas cadenas, frente a la inercia que te inclina a ser fiel a los tuyos, aún pudiendo ser sujetos despreciables; tiene que ver aquí la moral pudorosa de la época, opuesta a esa “impudicia” del título. No hay idealización alguna del primer amor, más semejante a algo que llega con brusquedad, sin avisar, no del todo definido y desde luego problemático. En este panorama de familias venidas a menos, la propiedad ruinosa en el campo, desmoronada sin remedio, irrecuperable, es símbolo elocuente de esa decadencia, la de unos seres destacables por su mediocridad, abúlicos y culpables, espabilados pero solo para lo malo.