"Está viejo y melancólico", dice de sí mismo Jiménez Lozano en el capítulo de este libro que remeda el escrutinio de la librería de Alonso Quijano. Esa puede ser la razón por la cual se pone a escribir narraciones naïf, como dice el solapista. Viejo y melancólico, añora la visión ingenua de la infancia, y escribe una redacción escolar sobre mi pueblo, como lo hubiera hecho un chico de cinco años pero sin su torpeza, claro. Personalmente me crispan los nervios esos cuentos, o novelas, que te empiezan "Pepín lo pasaba muy bien en el corral de su tío, donde había un perro que se llamba tal, y unos conejos, y tía X salía con su delantal y nos llamaba a merendar, y entonces el perro ladraba, guau guau, y Pepín se ponía muy contento..." ¡Qué peste, señor! Es lo que odio del autor de los "Grandes relatos" (ni puñetera gracia la ironía), que, en sus peores momentos, no es más que un discípulo del Delibes de Viejas historias de Castilla la Vieja. En fin, a lo que iba al principio. Es un relato contado adrede con un punto de vista infantil, donde junto al regodeo con los detalles cotidianos aparece el toque mágico: muñeco que habla, jardín encantado, el Tigris y el Eúfrates en la provincia de Ávila, Etiopía y París a la vuelta de la esquina, nostalgia de la inocencia, en suma. Dije discípulo de Delibes y podría decir también de Jorge Guillén en su reduccionismo optimista. Sólo la guerra ("una guerra que hubo") ensombrece el panorama, pero poco.
"Está viejo y melancólico", dice de sí mismo Jiménez Lozano en el capítulo de este libro que remeda el escrutinio de la librería de Alonso Quijano. Esa puede ser la razón por la cual se pone a escribir narraciones naïf, como dice el solapista. Viejo y melancólico, añora la visión ingenua de la infancia, y escribe una redacción escolar sobre mi pueblo, como lo hubiera hecho un chico de cinco años pero sin su torpeza, claro. Personalmente me crispan los nervios esos cuentos, o novelas, que te empiezan "Pepín lo pasaba muy bien en el corral de su tío, donde había un perro que se llamba tal, y unos conejos, y tía X salía con su delantal y nos llamaba a merendar, y entonces el perro ladraba, guau guau, y Pepín se ponía muy contento..." ¡Qué peste, señor! Es lo que odio del autor de los "Grandes relatos" (ni puñetera gracia la ironía), que, en sus peores momentos, no es más que un discípulo del Delibes de Viejas historias de Castilla la Vieja. En fin, a lo que iba al principio. Es un relato contado adrede con un punto de vista infantil, donde junto al regodeo con los detalles cotidianos aparece el toque mágico: muñeco que habla, jardín encantado, el Tigris y el Eúfrates en la provincia de Ávila, Etiopía y París a la vuelta de la esquina, nostalgia de la inocencia, en suma. Dije discípulo de Delibes y podría decir también de Jorge Guillén en su reduccionismo optimista. Sólo la guerra ("una guerra que hubo") ensombrece el panorama, pero poco.