Resumen y sinopsis de Las islas de Poniente de Julio Alejandre
Álvaro de Mendaña parte del Perú a la conquista de las islas Salomón y el descubrimiento de las Regiones Australes al mando de una flota. Un aprendiz de cirujano, preso de la justicia virreinal, se enrola, para escapar a su condena, en uno de los navíos: la nao Santa Ysabel. A bordo también viajan la dama por cuyo amor había sido apresado; un marinero fanático que, iluminado por una visión, confecciona una lista de los bienaventurados que se habrán de salvar en la travesía, y una tripulación de soldados y marineros, mujeres recatadas, atrevidas busconas, hidalgos aventureros y familias de colonos, todos en busca de fama, fortuna y una vida mejor en el otro confín del mundo.
Pero en medio del Pacífico una sublevación contra el capitán hace que la nao cambie el rumbo, se separe de la flota e inicie un viaje tan incierto como apasionante por mares y tierras desconocidos.
Las islas de Poniente es una apasionante novela de viajes y descubrimientos —entre ellos, el del continente australiano—, pero también una historia marcada por las traiciones, los crímenes, las penurias y las aventuras de un puñado de expedicionarios que, perseguidos por una fatídica profecía, luchan por el poder, la codicia o la mera supervivencia.
"Beques, celajes, calafate, flechastes, ancones, surgidero, morrión, escaupiles, zaragüelles, cofa, frazadas, jerife, restinga, pitanza, pallete, portulano, cofa, tahalí, embornales..."
Aquí tenemos sólo unos ejemplos cogidos a vuelapluma de la enorme riqueza léxica con que nos topamos en este, digámoslo ya desde el principio sin rodeos y a las claras, monumento a la literatura con mayúsculas.
Una riqueza léxica que evidencia otro mérito: el de una exhaustiva y rigurosa documentación histórica. Porque nos encontramos ante una novela del llamado subgénero histórico. Y si escribir bien, hacer buena literatura, atinar con los resortes exactos de este escurridizo arte es una tarea en general nada fácil, intuimos que construir un relato histórico no hace sino añadir dificultades al proyecto. Porque obliga a un proceso de investigación laborioso y necesario; cómo saber, si no, cuántos eran los ducados o escudos o reales o maravedís que se consideraban una gran fortuna en la época. Cómo acertar, si no, con la estructura, el funcionamiento y el manejo de una nao, un bergantín o una chalupa. Cómo tener la certeza, si no, de hasta dónde llegaba el conocimiento geográfico y cartográfico de los lugares en los que transcurre la peripecia. Cómo adivinar, si no, el peculiar repertorio de alimentos que se cargaban en la bodega, el extraño catálogo de ropajes de la época, masculinos y femeninos; el inventario de utensilios de un cirujano o barbero, su lista de cremas, ungüentos o brebajes, las intervenciones médicas posibles en ese momento histórico. Y tantos y tantos detalles a lo largo de tantas y tantas páginas.
Una novela no es un libro de historia, cierto. Pero a la vez es obvio que si alguno de estos elementos de documentación son erróneos o fallidos se da al traste con la verosimilitud (palabra clave) del relato, de la misma manera que un reloj de pulsera en la muñeca de un legionario convierte el más pretencioso péplum en una irrisoria película de serie B.
Y hay otro reto no menor en el género histórico: el estilo. ¿Cómo han de hablar los personajes, cómo ha de contar el narrador, cuál ha de ser el registro?
Porque se ha de andar fino y acertado en todo este andamiaje para conseguir esa verosimilitud que mencionábamos antes, lo que los ilustrados llamaban la ilusión escénica, esa paradoja milagrosa de la que hablaba Javier Marías: la de tomarse muy en serio, hasta el punto de reír y llorar, gozar y sufrir, con lo que sabemos que no son sino las ocurrencias llevadas al papel de alguien como nosotros sentado tranquilamente en su escritorio.
Y este nos parece que es otro de los grandes logros de esta gran novela, el estilo, que la hace creíble. Un estilo que se asemeja en ocasiones a la gracia y la agudeza del Quijote cervantino (y no se me viene a la memoria Cervantes por casualidad) y a la perspicacia del franciscano Guillermo de Baskerville. Ya el primer párrafo es una perla que deja constancia de lo que decimos:
"Los hechos de la vida, bien que regidos por Nuestro Señor desde los cielos, para nosotros los mortales, que los vemos y padecemos en la Tierra, se asemejan en su desarrollo y concatenación a la tela que fabrican las arañas, con hilos tan leves e invisibles que no se siente su peso ni se sospecha su existencia hasta que estamos presos en ella, sin posibilidad ni manera de escapar. Pareciera, pues, que la suerte de cada cual no se forja golpe a golpe, como consecuencia de los actos y decisiones presentes y pasadas, sino que hilo a hilo es tejida por una caprichosa providencia desde el mismo momento en que nacemos".
Con frecuencia se habla de la importancia que tienen las primeras líneas de una novela, pues bien, ¿se puede empezar mejor un relato de semejante género?, ¿no es suficiente este comienzo para tener la certeza de que se nos avecina una obra cautivadora de altura?, ¿no valdría, en fin, sólo este párrafo para justificar un oficio de escritor?