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Víctor Miguel Gallardo (Página 21)

J.G. Ballard, mito del género fantástico

AutorVíctor Miguel Gallardo el 24 de abril de 2009 en Divulgación

Ballard

No es una exageración, o al menos no se lo parecerá a gran parte de los aficionados al género fantástico, afirmar que el británico James Graham Ballard, recientemente fallecido a la edad de setenta y ocho años a consecuencia de un cáncer de próstata, era una de las pocas leyendas del género que permanecían con vida. En menos de tres años han fallecido tres de los autores más importantes de ese movimiento, denominado New Wave (o Nueva Ola para los hispanohablantes), que renovó la ciencia ficción en las décadas de los sesenta y setenta: Kurt Vonnegut en 2007, Thomas Disch en 2008 y el propio Ballard. Esto, unido a otros decesos de escritores considerados imprescindibles en el fantástico (especialmente el de Stanislaw Lem en 2006, de gran impacto entre sus lectores), sirve para alimentar el pesimismo instalado entre los aficionados desde hace tiempo. La muerte de Ballard no hace sino confirmar que, dentro de no mucho, ya no quedará ni uno sola de las grandes voces de la ciencia ficción.

Esto sería asumible de existir un recambio generacional cualitativamente comparable, pero ahí radica el problema: la tan trillada máxima de “cualquier tiempo pasado fue mejor” se ha convertido, de un tiempo a esta parte, en la consigna suprema de muchos aficionados a la ciencia ficción. ¿Realmente no ha surgido, en todo este tiempo, una generación válida para reemplazar a los ancianos mitos? ¿No será el pesimismo al respecto de esta cuestión otra cosa más que una parte fundamental del discurso victimista que ciertos aficionados tienen a bien esgrimir?

Crash

Sea como fuere, lo paradójico es que, más allá de las distopías que lo hicieron famoso entre los seguidores del género fantástico, J. G. Ballard será recordado por una autobiografía, ambientada en la Segunda Guerra Mundial, titulada El Imperio del Sol, posteriormente llevada al cine de manera notable por Steven Spielberg. Ballard, nacido en Shanghai, estuvo recluido, efectivamente, en un campo de prisioneros japonés durante la guerra, hecho que reflejan la novela y la película. La popularidad del libro se multiplicó tres años después con la multi-nominada producción hollywoodiense (seis candidaturas a los premios Oscar), por lo que para el grueso del público, que desconocía la actividad literaria del autor durante las décadas anteriores, Ballard era un autor mainstream en toda regla (algo que se vería reforzado en novelas posteriores).

En la década de los 90 Ballard volvería por sus fueros, volviendo a adentrarse en mundos distópicos situados en un futuro que bien podría empezar mañana mismo: es el caso de sus comentadas Noches de cocaína (Cocaine Nights, 1996), Super-Cannes (2000) o Milenio Negro (Millenium People, 2003). En el caso de la primera, una excelente novela ambientada en la Costa del Sol malagueña, está por ver si, a día de hoy, deberíamos seguir considerándola una novela de ciencia ficción y no una obra realista en toda regla.

Con Ballard se nos ha ido uno de los más imaginativos autores del siglo XX, y también uno de los que más nos ha puesto en sobreaviso sobre problemas futuros (y presentes) de nuestra sociedad: la crisis de las clases medias, el peligro de la cultura del ocio en las clases altas, el impacto humano en el medioambiente, etc. No es difícil considerarle como un adelantado, en cierto sentido, a su tiempo, no tanto por algo parecido a la premonición sino por sus grandes dotes de observación de lo que le rodeaba. Que se dedicara fundamentalmente al género distópico nos dice muy a las claras que no le gustó demasiado lo que vio.

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Día del libro: ¿Por qué regalar siempre novedades?

AutorVíctor Miguel Gallardo el 23 de abril de 2009 en Opinión

Sol

Podría hacer lo que todo el mundo y recomendar, en este día tan especial, un puñado de novedades editoriales. Que las hay buenas, por supuesto. No obstante, ¿por qué se regalan siempre libros recién publicados? La respuesta es muy fácil: el libro es un regalo socorrido. No sólo se regalan a familiares y amigos libros que hemos leído y nos han gustado, también se regalan libros de los que hemos oído hablar (y que creemos que se amoldan a los gustos de la otra persona) o, directamente, cogemos el primero que nos llama la atención en las pilas de los centros comerciales o librerías. Estos tres factores explicarían en parte por qué siempre se compran los mismos libros, por qué la gente habla de los mismos títulos y por qué, al tiempo que se comenta que el mercado editorial no está viéndose afectado por la crisis, sino al contrario, muchas pequeñas editoriales están yendo a la quiebra.

No tanto por intentar ser original sino porque creo que hay libros, publicados hace años, que han de ser rescatados y releídos, me permito recomendar cinco libros nada recientes. También haré dos apreciaciones en caso de que estén descatalogados o sean inencontrables (cosa que dudo ya que algunos han sido reeditados con profusión): la primera, un buen libro de segunda mano puede ser el regalo perfecto para un lector empedernido; la segunda, pasar el Día del Libro en una biblioteca leyendo una buena novela no es una pérdida de tiempo, es una manera perfectamente válida de celebrar el día en el que lectores de todo el planeta celebramos nuestra afición común.

Laberinto de muerte, de Philip K. Dick

Una de las supuestas obras menores del genial escritor de Illinois, lo cual es discutible. Más conocido por novelas como Ubik o El hombre en el castillo, o por haber sido llevado al cine con asiduidad (como en Blade Runner, Minority Report y Desafío Total, por mencionar tres películas de las casi veinte basadas en su obra), Laberinto de muerte no es sólo una de sus novelas más complejas, escrita cuando el autor ya empezaba a obsesionarse con la teología, sino también de las más divertidas. Muy buena piedra de toque para todo aquel que desconozca a este nada olvidado genio de la literatura de ciencia ficción.

El imperio del sol, de J. G. Ballard.

Autobiografía del recientemente fallecido autor inglés. Alejándose de su tono habitual, Ballard nos cuenta un episodio importante de su infancia, su reclusión (junto a su familia) en un campo de prisioneros japonés durante la Segunda Guerra Mundial. Buena novela de tintes históricos.

El club Dumas, Arturo Pérez Reverte

Una pena que algunos conozcan esta obra de Pérez Reverte por la nefasta adaptación al cine que años después perpetraría Roman Polanski (todavía me sorprende que Garzón esté tardando tanto tiempo en abrir una causa contra él). Lejos del histrionismo de dicha adaptación, la novela refleja un juego entre bibliófilos magistralmente enhebrado en el que nada es lo que parece. Genial la caracterización de Lucas Corso, el protagonista.

Nimh

Rey Jesús, de Robert Graves

El autor de obras imprescindibles como Los Mitos Griegos es más conocido por Yo, Claudio o Las aventuras del Sargento Lamb, pero es en Rey Jesús en donde encontramos a un Graves en estado puro. La recreación histórica es intachable, aunque las excéntricas teorías acerca de la vida de Jesucristo hacen que esta novela no sea recomendable para fundamentalistas cristianos. No es de lectura fácil, lo cual se agradece en estos tiempos que corren.

La señora Frisby y las ratas de Nimh, Robert C. O´Brien

Muy buena novela juvenil protagonizada por las famosas ratas de Nimh y algunos ratones en apuros (entre ellos, la mencionada señora Frisby y sus hijos). De mejor factura que la película de animación de 1982 El secreto de NIMH, de Don Bluth (que veinte años después nos sorprendería con Titan A.E.), puede ser una buena lectura para todo tipo de público, no tan sólo el de pequeña edad.

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La Guerra Civil española y la literatura (y IV)

AutorVíctor Miguel Gallardo el 18 de abril de 2009 en Divulgación

Hemingway y su gato

Para terminar con esta serie de artículos sobre la Guerra Civil española hay que mencionar, más brevemente de lo que sería menester, el impacto que en la literatura no hispana tuvo la contienda, la mayor parte (no siempre) de la pluma de autores que vivieron de primera mano el conflicto.

Es el caso del estadounidense Ernest Hemingway, autor de clásicos de la literatura del siglo XX como Adiós a las armas (1929) o El viejo y el mar (de 1952 y ganadora del Premio Pulitzer al año siguiente). Una de sus novelas más conocidas, Por quién doblan las campanas (1940) está ambientada en la Guerra Civil, conflicto que el propio Hemingway observó in situ como corresponsal de guerra. El protagonista, Robert Jordan, es un joven estadounidense especialista en explosivos que se alista en las Brigadas Internacionales. Según la autobiografía de Iliá Stárinov, publicada en 1990, el personaje de Jordan podría estar inspirado en un judío estadounidense, adscrito a la unidad de saboteadores comandada por Stárinov, llamado Alex. En todo caso, son varios los hechos reales de la guerra que aparecen en la novela, entre ellos las batallas de Segovia y Brunete (la acción se desarrolla, precisamente, durante los preparativos para este acción bélica) o la ejecución de partidarios fascistas en Ronda, así como alusiones a personajes históricos de la guerra como La Pasionaria, Andrés Nin o Robert Hale Merriman, uno de los líderes de la brigada estadounidense (y otro del que se sospecha que pudo servir como fuente de inspiración a Hemingway para crear a Robert Jordan).

Cartel Poum

Muchos ignoran la importancia que tuvo en la obra de George Orwell, especialmente en sus dos obras más aclamadas (Rebelión en la granja y 1984), la Guerra Civil española. Alistado en una brigada de milicianos del POUM (el marcadamente anti-estalinista Partido Obrero de Unificación Marxista), Orwell fue herido en el cuello cerca de Huesca a mediados de 1937, durante su participación en las campañas del frente aragonés, justo cuando los comunistas y los agentes soviéticos conseguían criminalizar al POUM (les acusaron, entre otras cosas, de servir a los intereses de la Gestapo) e ilegalizarlo al tiempo que secuestraban y asesinaban a varios de sus dirigentes (entre ellos el ya mencionado Andrés Nin), llegando el escritor inglés a temer por su vida. Si bien su obra Homenaje a Cataluña está dedicada expresamente a aquellos meses de lucha junto a otros milicianos y brigadistas, su giro ideológico radical desde el comunismo hacia el anarco-sindicalismo, primero, y el socialismo democrático, después, nace precisamente en el tiempo transcurrido en España, en el que vivió de en directo los métodos que Stalin y sus agentes se gastaban con los disidentes del movimiento obrero soviético. De ahí la crítica despiadada al dictador georgiano que aparece en Rebelión en la granja, y de ahí la brutal distopía de 1984, un fiero alegato en contra del totalitarismo y de los métodos de negación de la realidad y sumisión total al régimen que, desde Moscú, Stalin inculcó durante décadas a millones de personas.

Habría que mencionar por último a dos autores más, mucho más desconocidos, como son el francés André Malraux y el estadounidense Peter Wyden. Malraux participó activamente en la contienda española, burlando los tratados franceses de no intervención comprando material bélico francés a través de terceros y formando un batallón propio, la Escuadrilla España, que llegó a realizar más de veinte misiones de ataque durante la guerra. Posteriormente volvió a Francia, donde lideró la brigada Alsace-Lorraine de la resistencia francesa, siendo después uno de los miembros del gabinete de De Gaulle, llegando a ser Ministro de Cultura. Muchas de sus obras están impregnadas de un compromiso social que ya manifestó tanto en Indochina como en España, lugares en los que su literatura se vio visiblemente afectada. Por su parte, cabe recomendar encarecidamente la obra de Wyden La guerra apasionada, una de las más lúcidas narraciones sobre la Guerra Civil aunque no llega a hacer olvidar la excelente Día Uno – Así empezó la era atómica, en donde se incluye el estremecedor relato de los primeros días tras la caída de la bomba atómica para la población de Hiroshima.

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La no tan secreta Vida de las Abejas

AutorVíctor Miguel Gallardo el 13 de abril de 2009 en Divulgación

Vida secreta de las abejas

Es habitual quejarse de que, en España, existe una serie de temas recurrentes en la literatura, cine y televisión de los últimos treinta años que, de tanto repetirse, han acabado por hacerse cansinos. El principal de ellos (y más criticado, especialmente por el sesgo político que se le suele dar a las obras ambientadas en esos años) es la Guerra Civil de 1936-1939 y su ulterior posguerra, retratadas hasta la saciedad en relatos, novelas, largometrajes, cortometrajes y series de ficción para la pequeña pantalla. Otros de esos lugares comunes de la producción española de ficción histórica serían la transición democrática (con un subgénero relacionado, el de los “años de la movida”) y, en mucha menor medida, los años bajo la dinastía de los Austria y las obras de temática “colonial”.

El caso español no es, desde luego, único: en Alemania llevan ya un tiempo hablando mucho y muy bien, tanto en literatura como en cine, del nazismo, en Francia es habitual poder leer/ver dramas “de época” ambientados en Versalles o en los teatros del París dorado del XVIII y en Japón hablar de los yakuza o de la época del shogunato parece ser un valor seguro. No existen muchas obras japonesas que versen sobre el conflicto de las Kuriles por la misma razón que no existen muchas obras españolas que hablen sobre la dictadura de Miguel Primo de Rivera, la Guerra de Sucesión o los reinos godos. Y vaya si hubo reyes godos.

En Estados Unidos uno de esos temas recurrentes, más allá de guerras de Independencia, Secesión, Mundiales o de Vietnam, es el Sur (su Sur, quiero decir) y todo lo que ello implica: pequeñas comunidades rurales chapadas a la antigua, blancos latifundistas, negros explotados, caimanes en los pantanos y campos de algodón y tabaco sobre los que fácilmente podrían ondear banderas confederadas. Sin entrar de lleno en las razones de tal proliferación de obras de diversa índole ambientadas en ese puñado de estados “sureños”, está claro que, al igual que a muchos españoles la Guerra Civil les toca la fibra sensible (bien porque ganaron, bien porque perdieron, y en todo caso por los miles de muertos de uno y otro bando que cayeron en el conflicto), al estadounidense medio, ese que llena salas de cine y lee los últimos bestsellers desde un cómodo salón de Boston, Seattle o San Diego (nótese que no estamos hablando de ciudades enclavadas en antiguos estados esclavistas) le pirra sumergirse en el sur profundo de la Unión mientras asiste perplejo a una amagalma de situaciones estereotipadas. Poniendo por caso la recientemente adaptada al cine novela de Sue Monk Kidd La vida secreta de las abejas estas situaciones serían:

Libro abejas

Años sesenta del siglo XX, una época en la que, mientras el civilizado Norte y el libertino Oeste se llenaban de hippies drogados (otra constante de la literatura yankee), en el Sur parecía no haber pasado el tiempo.

Pequeña comunidad abandonada de la mano de Dios; aunque, paradójicamente, tendrá, para el correcto desarrollo de la historia, iglesias de diez confesiones cristianas distintas en cinco kilómetros a la redonda. Es inútil señalar que blancos y negros no van a los mismos templos, y que mientras las celebraciones religiosas de los blancos son serias y basadas en lecturas bíblicas sobre la acción del diablo y la corrupción humana, las de los negros son festivas y todos cantan.

Familia blanca desestructurada con ama de llaves, criada o cocinera negra. Si el marido es alcohólico, mucho mejor. Si hay una niña, o un niño, o directamente una parejita de lindos mocosos de raza caucásica, perfecto. Si uno de los niños protagonistas, o dos, o todos, consideran como mejor amiga a la ama de llaves/criada/cocinera negra (o al jardinero, siempre y cuando sea negro también), miel sobre hojuelas.

Indispensable un conflicto étnico latente: tal vez el ama de llaves/criada/cocinera tiene un hijo en la cárcel. Tal vez su difunto marido falleció en circunstancias no muy claras después de un encontronazo con la autoridad (o con un grupo de furibundos blancos, para el caso es lo mismo).

No me cabe la menor duda, sin haber leído la novela ni haber visto la recién estrenada película, que La vida secreta de las abejas tiene esto y mucho más, además de muchas situaciones de congoja y llanto contenido del lector o espectador, además de tiernos momentos en los que la blanca niñita protagonista descubre el valor de la amistad más allá del color de la piel. Lo de siempre.

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La Guerra Civil española y la literatura (y III)

AutorVíctor Miguel Gallardo el 12 de abril de 2009 en Divulgación

Alberti

Muchos fueron los escritores que, ya fuera durante la Guerra Civil o inmediatamente después, se vieron en la obligación de abandonar España, ya fuera por temor a ser encarcelados o para huir de la extrema pobreza y del fascismo. Sin duda, al hablar de los exiliados, un nombre se nos viene a la cabeza por encima de todos: el del genial poeta portuense Rafael Alberti.

Desde principios de los años treinta la obra de Alberti se había ido politizando al tiempo que él se convertía en un activo militante comunista. Durante la Guerra luchó en el bando republicano, llegándose a decir incluso que estuvo al mando de una checa en Madrid. Tras la victoria nacional, hubo de huir junto a su mujer, María Teresa León (también escritora), a América, residiendo en Argentina hasta 1962 para trasladarse posteriormente a Roma. Amigo personal de Stalin y de Fidel Castro, siguió siendo comunista durante su exilio, lo que le imposibilitó volver a España hasta 1977, dos años después de la muerte de Francisco Franco. Ya aquí llegó a ser elegido diputado por Cádiz tras las primeras elecciones democráticas, representando al PCE.

Manuel Altolaguirre huyó de España durante la guerra, residiendo en Francia, Cuba y México, donde se convirtió en un importante autor cinematográfico al amparo de su amigo Luis Buñuel, llegando a ganar en 1952 el Premio de la Crítica al mejor argumento en el Festival de Cine de Cannes. Quiso la mala fortuna que regresara a España en 1959 para presentar una película en el Festival de Cine de San Sebastián, muriendo en Burgos en un accidente de tráfico.

Max Aub tuvo que huir a Francia en enero de 1939, después de haber desarrollado numerosas funciones dentro del gobierno republicano (diplomático y secretario del Consejo Nacional del Teatro, entre otros). En Francia fue acusado de comunista e internado en varios campos de detención como el de Roland Garros o el de Vernet, siendo después expulsado primero a Marsella y posteriormente a Argelia. Desde Argelia pudo pasar a Marruecos, donde embarcó rumbo a México, país en el que pasaría el resto de su vida y del que tomaría su cuarta nacionalidad (ya que era francés de nacimiento, alemán por ascendentes y español por la naturalización de su padre siendo él menor de edad). No volvió a España hasta 1969.

El granadino Francisco Ayala, sempiterno candidato español al Nobel desde hace lustros, había residido en Berlín desde 1929 a 1931, años en los que el nazismo cobraba importancia capital en Alemania. De vuelta a España, trabajó para el gobierno republicano como letrado de las Cortes y funcionario del Ministerio de Estado, por lo que tuvo que huir a Argentina al caer la República. De Argentina pasó a Puerto Rico, primero, y Estados Unidos después. Vuelve a España en 1960, y aunque no da el paso de hacerlo definitivamente, desde ese momento y hasta su definitivo traslado a Madrid en 1976, sus viajes entre América y Europa serán constantes.

Sender

Otros exiliados famosos serían Alejandro Casona (que viajó a Argentina en 1937 y no pudo volver hasta 1963, dos años antes de su muerte), Américo Castro (que fue diplomático republicano y que huyó hasta Estados Unidos), Luis Cernuda (que residió en Reino Unido y Estados Unidos antes de establecerse en México), Rosa Chacel (que, aunque residió en parte en Estados Unidos y Argentina pasó la mayor parte de su exilio en Brasil), León Felipe (que tras la guerra volvió a un México que conocía muy bien, en donde fue diplomático del Gobierno Republicano en el exilio, único reconocido en aquellas fechas por el país americano), el ideólogo socialista Fernando de los Ríos (que pasó los últimos diez años de su vida en Nueva York), Ramón Gómez de la Serna (que aunque fue fundador de la Alianza de Intelectuales Antifascistas y permaneció en Argentina durante la posguerra ayudó económicamente al bando nacional durante la contienda), Jorge Guillén (que vivió en Estados Unidos e Italia), Juan Ramón Jiménez (que se trasladó a Estados Unidos en 1936, pasando después a Puerto Rico que lo vio morir años más tarde), Salvador de Madariaga (Ministro de Educación y Ministro de Justicia durante la República, tuvo que exiliarse en Inglaterra) o Pedro Salinas (que también residió, como Ayala y Juan Ramón Jiménez, en Puerto Rico y Estados Unidos).

Mención aparte merece Ramón J. Sender por todas las vicisitudes que padeció (esa es la palabra) durante la Guerra. Combatiente republicano y esposo de una mujer asesinada por las tropas nacionales, a duras penas recuperó a sus hijos en Francia para pasar de nuevo a España y seguir luchando hasta que, cansado de las disputas internas republicanas, abandonó la lucha, no sin antes dar con sus huesos en un campo de concentración. Pasó posteriormente a México y Estados Unidos, y no volvería a España hasta los años setenta, aunque murió en San Diego sin cumplir su sueño de volver a establecerse en España.

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La Guerra Civil española y la literatura (II)

AutorVíctor Miguel Gallardo el 10 de abril de 2009 en Divulgación

Buero Vallejo

Terminada la contienda fraticida en 1939, empezó una etapa, conocida como Posguerra, que algunos historiadores han alargado hasta finales de los años sesenta y otros circunscriben tan sólo a la década de los cuarenta. Puestos a colocar fechas de forma aleatoria para delimitar un período marcado por la autarquía y el aislamiento internacional, se podría delimitar la Posguerra española entre el fin de la guerra, 1939, y el fin de la autarquía económica, 1959, sin olvidar que España fue admitida en la ONU, primer paso para acabar con el mencionado aislamiento. En el terreno literario esto nos llevaría a hablar de dos generaciones, la del 36 y la del 50.

La Generación del 36, o Primera Generación de Posguerra, fue definida por el escritor y crítico astorgano Ricardo Gullón, perteneciente a ella. Formarían parte de ella, según las directrices explicitadas por el leonés, todos aquellos escritores que ya publicaban más o menos asiduamente en el año de inicio de la contienda, sin olvidar su edad, los medios en los que publicaban, o la relación entre ellos. Muchos de ellos fueron afines al gobierno republicano, y se posicionaron claramente durante la guerra en contra del alzamiento fascista. Uno de los casos más llamativos es el de Miguel Hernández, combatiente republicano y poeta comprometido, que fue apresado por la policía portuguesa tras salir del país y entregado a las autoridades españolas, que lo condenaron a muerte. Por intercesión de varios intelectuales (como José María de Cossío) y del vicario general de la Diócesis de Orihuela, de donde era vecino Hernández, la pena capital fue conmutada por treinta años de prisión que nunca llegaría a cumplir. Preso en una cárcel alicantina, enfermó de tifus, bronquitis y tuberculosis y falleció en 1942 a los treinta y un años de edad.

Compañero suyo de celda en Alicante fue el dramaturgo alcarreño Antonio Buero Vallejo, también combatiente republicano. Tras ser liberado se convirtió en uno de los autores teatrales más importantes de la historia de la literatura española, aunque algunas de sus obras, de fuerte contenido social, no pudieron ser estrenadas debido al veto de la censura franquista.

El propio Ricardo Gullón también fue encarcelado tras la guerra acusado de colaboracionismo con el gobierno republicano. Aunque fue liberado de forma rápida, se le inhabilitó profesionalmente por un período de tres años.

Tres de los más importantes prosistas de la historia de España pertenecerían a esta generación: hablamos nada menos que de Camilo José Cela, Miguel Delibes y Gonzalo Torrente Ballester. Ninguno de los tres fue republicano, perteneciendo dos de ellos al menos (Cela y Torrente Ballester) al bando nacional: Cela, casi apasionadamente; Torrente Ballester, como mal menor.

Juan Goytisolo

Torrente Ballester, falangista por conveniencia (se afilió durante la guerra siguiendo el consejo de un sacerdote amigo de su familia), pudo desarrollar su carrera literaria con relativa comodidad, aunque tuvo, como casi todos los escritores de su época, múltiples problemas con la censura. En relación con él hay que hablar de Pedro Laín Entralgo, que en 1941 fundó la revista Escorial perteneciente a Falange Española. Fue una de las puntas de lanza de un movimiento que, desde la oficialidad franquista, intentó acabar con la falta de calidad (más allá de la alabanza al régimen y al caudillo) que poblaba las publicaciones de la época. El llamado “Grupo de Burgos” estaba compuesto, además de por él, por otros intelectuales como Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco o Dionisio Ridruejo.

A la Generación del 36 siguió la del 50, autores que se autodenominaban “hijos de la Guerra Civil”. El existencialismo de la anterior generación da paso al realismo social y al intimismo, dando importantes poetas como Ángel González, Jaime Gil de Biedma, José Ángel Valente o Francisco Brines. En prosa, la pujanza de la novela social fue definitiva para conformar una literatura que, a media voz, hablaba de las penurias de un país asolado y empobrecido a través de escritores tan válidos como el propio Cela (con la famosa novela La Colmena), Luis Martín-Santos, Juan Goytisolo, Luis Romero o Josep Maria Castellet.

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La Guerra Civil española y la literatura (I)

AutorVíctor Miguel Gallardo el 5 de abril de 2009 en Divulgación

Miliciano

El pasado 1 de abril se cumplieron setenta años del fin de la Guerra Civil Española, conflicto que se desarrolló durante los años treinta del siglo XX y que, para muchos, fue un preludio de la Segunda Guerra Mundial que debía empezar en el verano de 1939.

La Guerra Civil de 1936-1939 es, sin lugar a dudas, la contienda bélica desarrollada en nuestro territorio que más ha influido en las Artes y las Letras españolas en toda la historia, sólo equiparable (aunque matizándolo) con el impacto que tuvo la Reconquista. Sin embargo, la trascendencia de ambos hechos históricos no es comparable: por ejemplo, las diferentes fases de la Reconquista no son consideradas habitualmente como un conflicto entre españoles, sino entre estos e invasores extranjeros. Así, aunque ha habido casos puntuales de loa de algunos líderes españoles de origen árabe, ya fueran políticos (como Abderramán III) o militares (como Almanzor), así como de científicos o poetas andalusíes, el Arte y la Literatura españolas no han estado divididos en bandos irreconciliables de los que han centrado su labor artística en torno a los conquistadores (o, más concretamente, sus ideologías) o a los conquistados; esta condición, que sí se da en los años posteriores a la Guerra Civil, no es gratuita.

La creación artística en torno a la Reconquista, pese a no haber conflicto de ideologías y valores, se mantuvo y cobró importancia en su momento, pero su trascendencia es más limitada porque la base histórica no se discutió y no hubo una lucha interna entre la clase “artística”. Aunque no sea obvio, no es menos cierto que, aparte de las siempre presentes luchas estilísticas, las luchas ideológicas hacen que autores de diversa índole (escritores, pintores, escultores) puedan realmente desarrollar todo su potencial. En este caso, la Reconquista no fue, para España, lo que la Reforma para el norte de Europa o la Contrarreforma para los países católicos. Así, el arte y la literatura españolas que han trascendido de aquellos siglos es fundamentalmente de carácter religioso, con pequeñas excepciones.

Tuvo que llegar el siglo XIX y el Romanticismo para que se reescribiera, por primera vez en muchos siglos, una historia a favor de la España musulmana, lo que motivó reinterpretaciones de la cultura española que ponían en su justo sitio la influencia que Al-Andalus ejerció en las posteriores Letras, Artes y Ciencias españolas bajo los Austria y aun los primeros Borbones.

Cartel

La Guerra Civil Española de 1936 es diferente: se originó entre dos bandos bien diferenciados, fue corta en duración y larga en consecuencias. Tampoco hubo una asimilación cultural del vencido por parte del vencedor, sino una erradicación casi total de toda ideología y manifestación cultural que proviniera de los elementos afines a la República. Esto tuvo muchas consecuencias: en primer lugar, la huida a otros países de los más destacados literatos, artistas y científicos de ideología contraria al nuevo régimen, especialmente a América (México, Argentina) o a Francia. En segundo lugar, la implantación en el territorio español de una cultura (o, mejor dicho, de una manera de poder expresarse “culturalmente”) oficialista unida a unos instrumentos de control de la misma (autocensura, censura gubernamental, prohibición o semi-prohibición de algunas lenguas españolas, medidas legales para los que se extralimitaran, etc.). En tercero, y en respuesta a esto, surge un importante fenómeno, no reglado y de carácter casi personal, que trata de adecuar la expresión artística (una novela, una película, un puñado de poesías) a las normas pero sin someterse a ellas.

Para no extenderme, creo que sería interesante hablar de estos tres puntos, centrándome particularmente en la Literatura. Es decir:

Literatura española en la Posguerra (tanto la “oficialista” como la que evitó la censura).

Literatura española del exilio.

Considero más importante la influencia ideológica en los autores españoles tras la Guerra que la creación literaria en torno al conflicto. Las únicas obras referentes a la Guerra en sí misma de las que hablaré serán de autores extranjeros, lo que supondrá un tercer y último capítulo en esta mini-serie de artículos, el de la literatura extranjera y la Guerra Civil.

Segundo centenario del nacimiento de Larra

AutorVíctor Miguel Gallardo el 23 de marzo de 2009 en Divulgación

Larra

Quiso la fortuna que Mariano José de Larra, ese madrileño al que le dolía España (la frase no es suya pero el sentimiento era más que evidente) descanse junto a otro madrileño universal, Ramón Gómez de la Serna, en la Sacramental de San Justo, la más literaria de las necrópolis de la ciudad de la Cibeles y San Isidro. ¿O fue una broma pesada de las autoridades franquistas que repatriaron en 1963 el cadáver del inventor de las greguerías? Porque Larra, del que el día 24 de marzo se cumplen dos siglos de su nacimiento, merecería un compañero de viaje sustancialmente diferente.

No obstante, Larra le habría dedicado a esta situación uno de sus artículos de costumbres, con seguridad viéndola sintomática de un país que, ciento veintiséis años después de su muerte, seguía haciendo las cosas al revés, con cansancio, como dejándose llevar por la corriente de tradiciones inventadas por historiadores de baratillo y los políticos de turno. Se habría reído mucho, eso seguro, de la definición de España, ese país que nunca comprendió (o quizás el problema fue el contrario, que lo hizo demasiado bien), como “Faro de Occidente”. ¿Faro de qué? ¿Acaso no es de necios el vanagloriarse por la dejadez, la apatía y la falta de estímulo para el progreso, se podría haber preguntado él?

Seguimos en el mismo punto en que Larra lo dejó, tanto en el día de su muerte como en el de la asignación de De la Serna como camarada en lo obscuro. Sigue habiendo historiadores farsantes que reescriben nuestro pasado al compás que marcan los ideólogos en las sombras, y sigue habiendo políticos que toman como bueno cualquier panfleto pseudohistórico para reafirmar sus tesis centrípetas o centrífugas. Da igual el signo político, da igual si todo responde a un afán bienintencionado o estamos ante una trama de demagogia y falseamiento plenamente estudiada: Larra sabía que España es así, como años después lo supieron Unamuno y otros muchos. Más o menos como lo sabemos nosotros ahora, dos siglos después.

Tumba de Larra

Hablar de Larra como un hombre comprometido con su tiempo o como un dubitativo absolutista que cultivó la sátira política y social es mencionar sólo una parte de su hecho vital. Larra fue, ante todo, un enamorado de la tragedia, de su tragedia y su dolor. Su enamoramiento por la amante de su padre, su desgraciado matrimonio y la tormentosa relación con Dolores Armijo, a la sazón casada y bien posicionada en la sociedad madrileña de la época, no hicieron sino acentuar, año tras año, su desazón, la misma que lo llevaría al suicidio en el número tres de la calle Santa Clara tras una reunión con la ya mencionada Armijo, Señora de Cambronero.

Larra fue todo lo que se presupone al Romanticismo español y mucho más. Ambiguo en su ideología y exaltado en sus opiniones, iracundo ante el desplante a todo lo que los afrancesados habían intentado acometer en España y trágicamente inmerso en variopintos escarceos amorosos que no podían llegar a buen puerto. Repasando su biografía y leyendo sus artículos y el resto de sus obras (un drama y una novela histórica) uno puede hacerse una idea muy acertada de la España de su tiempo y extrapolarla al tiempo actual. Ahí reside gran parte de su valor como escritor.

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A ciegas: Meirelles adapta a Saramago

AutorVíctor Miguel Gallardo el 22 de marzo de 2009 en Divulgación

A ciegas

Hace tiempo que muchos aficionados al cine, entre los cuales me incluyo, consideran al paulista Fernando Meirelles como uno de los directores más importantes de lo que va de siglo XXI, lo cual es todo un mérito teniendo en cuenta que, en lo que iba de milenio, sólo habían visto la luz dos largometrajes y un puñado de trabajos para televisión. No importa: cuando alguien es capaz de filmar dos joyas del cine contemporáneo como Ciudad de Dios (Cidade de Deus, 2002) o El jardinero fiel (The Constant Gardener, 2005), intachables en sus respectivas ejecuciones, no parece arriesgado que un observador incauto (por ejemplo, yo) pueda llegar a afirmar que Meirelles es algo más que un director prometedor.

Tampoco sería justo, por otra parte, llamar “prometedor” a un cineasta de más de cincuenta años por muy con cuentagotas que nos hayan llegado sus trabajos.

Estos dos trabajos mencionados de Meirelles son, asimismo, adaptaciones de sendas novelas: Ciudad de Dios de Paulo Lins; El jardinero fiel de John Le Carré. Paulo Lins fue un muchacho que creció en la favela que da nombre a novela y película, y poco a poco se ha ido convirtiendo en una de las voces que, desde su literatura (de primera mano, ya que habla de lo que vivió en aquel suburbio de Río de Janeiro), más ha denunciado la extrema pobreza, marginación social y crimen que azota a gran parte de la población urbana brasileña. El éxito de la novela propició su adaptación al cine y su conversión en una de las películas más importantes de la última década. El propio Lins, al respecto, deja bien clara su postura sobre las razones de su repentina popularidad:

Llamó la atención porque yo soy negro, intelectual y favelado. Es una cosa casi imposible. Fue un éxito por una especie rara de racismo: ‘¿Cómo puede un negro escribir un libro tan largo?’ se debían de preguntar. (1)

Adaptar a John Le Carré ya es harina de otro costal: la obra del autor inglés, uno de los máximos exponentes de la literatura de espías, ha sido tantas veces llevada al cine, y con tan desiguales resultados (valga mencionar La Casa Rusia o El sastre de Panamá), que maravilla toparse con algo tan magnífico como lo que consigue Meirelles. Porque, y ahí reside la grandeza de este director, Meirelles adapta, no copia. Consciente de que lenguaje literario y lenguaje cinematográfico, aunque emparentados, ni son sinónimos ni son intercambiables, Meirelles y sus guionistas transformaron las obras originales, de mayor o menor valía más allá de la denuncia social (Lins) o el entretenimiento con trasfondo político (Le Carré) en obras de arte. No estaría mal que el cineasta brasileño diera clases a, entre otros, Zack Snyder o Ron Howard, por poner dos ejemplos sangrantes.

Ceguera

Ahora bien, adaptar a Lins y Le Carré es una cosa, atreverse con una de las obras más controvertidas de los últimos tiempos, nada menos que el Ensayo sobre la ceguera de José Saramago, es lanzar un órdago a todos los seguidores tanto de su filmografía como de la obra del único Nobel de Literatura lusófono. Saramago, aparte de autor comprometido e iberista más o menos militante, posee uno de los estilos, digámoslo claramente, más farragosos de la literatura actual. Su obsesión por las oraciones kilométricas, su falta de ortodoxia para con la puntuación o la omisión en muchas de sus obras de nombres propios para protagonistas y secundarios, todo ello reflejado fielmente en la novela (¿o es realmente, como su nombre indica, un ensayo?) de la que hablamos.

Pese a los recelos de Saramago para vender los derechos de la obra, ya está recién estrenada en España A ciegas (Blindness). Ahora sólo cabe comprobar si todo el clima de violencia que el libro retrataba de forma tan sobrecogedora ha sido igualado, mejorado, o si nos encontramos con el primer gran batacazo de la filmografía de uno de los directores más importantes de nuestro tiempo.

(1) Entrevista para el diario argentino Página12, 8 de mayo de 2005.

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Friendo la cebolla: Günter Grass publica Payaso de Agosto

AutorVíctor Miguel Gallardo el 14 de marzo de 2009 en Noticias

Payaso de Agosto

Se han vertido ríos de tinta desde que en 2006 se publicó la obra autobiográfica Pelando la cebolla, en la cual el autor alemán Günter Grass relata, de forma fragmentaria, sus años de juventud desde el inicio de la Segunda Guerra Mundial (cuando contaba con once años) hasta la publicación de la que es su libro más universal, El tambor de hojalata (en 1959, con treinta y dos años). Lo especialmente reseñable de esta biografía es que, por primera vez, Grass reconoció haber luchado con las Waffen-SS durante la contienda. Hasta entonces era de dominio público que con diecisiete años había ingresado como voluntario en el ejército, pero su pertenencia al más mortífero y sanguinario cuerpo de élite del Reich y, sobre todo, el silencio al respecto durante más de sesenta años sentaron muy mal en gran parte de sus críticos y lectores, sobre todo en Alemania, país especialmente sensibilizado ante la cuestión nazi.

No tiene nada de especial el ingreso de un muchacho de una región deprimida de la Gran Alemania (Danzig, actualmente en Polonia) en una organización que, en 1944, era vista por la población alemana como el instrumento más válido para la defensa de la nación contra el enemigo exterior, especialmente el soviético. Como dice el mismo Grass en Pelando la cebolla:

Debí de considerar a la Waffen-SS como una unidad de élite, que entraba en acción cada vez que era necesario abrir un frente. […] Además las Waffen-SS tenían un aire europeo: agrupados en divisiones luchaban juntos franceses, flamencos, […] en el frente del Este […] para salvarnos de una oleada bolchevique.

Tampoco fue consciente de la labor oculta de la SS:

Durante mi entrenamiento para el combate con tanques no supe nada de crímenes de guerra […]. Pero mi llamada ignorancia no puede encubrir el hecho de que pertenecí a un cuerpo, un sistema, que planeó y organizó la destrucción de millones de seres humanos. Aunque yo mismo no me considerara culpable, siempre queda algo en la conciencia que no se puede limpiar, eso que solemos llamar con frecuencia responsabilidad compartida. Es seguro que tendré que vivir con ello para el resto de mi vida.

Grass

El recién publicado poemario Payaso de agosto recoge, con ilustraciones del propio autor, poemas basados en aquel verano de 2006 en que pasó de ser uno de los escritores de izquierdas más reputados de Europa a un apestado para según qué círculos. El título de la obra hace referencia a su percepción, mientras cierto sector de la prensa se cebaba en él, de no ser más que un payaso de circo que actuaba contra su voluntad.

Grass ha cargado en diversas entrevistas publicadas en las últimas semanas en Europa contra los medios de comunicación que lo acusaron de ser un hipócrita (cuando no descaradamente de tener un pasado nazi que sólo trató de ocultar después de la derrota) y, en algunos casos, de airear su turbio pasado para volver a estar en boca de todos y no sólo de los medios especializados. Ahora también surge la duda de si Payaso de agosto no es más que una venganza contra todos los que le vilipendiaron hace dos años y medio, una manera para convertirse en la víctima de la desagradable situación vivida y no en un escritor que basó su carrera en una mentira, como exageradamente se dijo dentro y fuera de Alemania.

“No siento ninguna necesidad de justificarme” comenta Grass en una entrevista recogida en el diario El País. “A estos críticos sólo les pediría una cosa muy sencilla: que lean los poemas.”