Lecturalia Blog: reseñas, noticias literarias y libro electrónico 112.545 libros, 24.650 autores y 91.921 usuarios registrados

Juan Manuel Santiago (Página 7)

Tócala otra vez, Ozzy (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 15 de octubre de 2012 en Divulgación

Patti Smith - Éramos unos niños

Uno de los grandes clásicos del mes de octubre es el Premio Nobel de Literatura. Como todos los años, se desatan las cábalas, se elaboran las quinielas, suenan los nombres de rigor y se llega a la conclusión de que Bob Dylan está entre los favoritos. Entonces, como todos los años, vuelan los argumentos a favor y en contra, unos opinan que es el poeta más influyente del siglo XX (hecho relativamente fácil de demostrar) y otros lo tildan de simple músico y otras lindezas por el estilo.

Pues no sé qué decirles. Crecí en un piso cuyas estanterías albergaban los dos volúmenes de canciones y poemas de Bob Dylan, editados por Visor allá por 1971 y compartiendo espacio y colección con Blas de Otero, Arthur Rimbaud o Paul Eluard. Es decir, tuve acceso al Dylan de papel antes que al de vinilo: mis hermanos mayores eran más de los Stones, los Doors y, por supuesto, Patti Smith. Por algún motivo, siempre lo consideré literato a la par que músico e intérprete. No creo que la Academia Sueca se equivocase si le concediera el Nobel de Literatura, del mismo modo que me pareció un tremendo acierto el Premio Príncipe de Asturias de las Letras a Leonard Cohen.

Pero bueno, yo es que soy friki y rarito, y mi concepto de literatura engloba a Bob Dylan, Alan Moore o Rafael Azcona. No entiendo la polémica acerca de la conveniencia o no de darle un premio literario a un señor que ha escrito tantas o más páginas de buena poesía que otros galardonados con el Nobel.

Tampoco entiendo que alguien pusiera el grito en el cielo cuando le concedieron el National Book Award a Patti Smith por Éramos unos niños, la fascinante historia de su relación con Robert Mapplethorpe. La autora de la mejor primera estrofa de primera canción de disco de debut de toda la historia del rock (Jesús murió por los pecados de alguien / pero no por los míos) retrata con pasión al artista postadolescente y todo el ambiente neoyorquino de los años setenta. Es, al mismo tiempo, una biografía (la de Mapplethorpe), una autobiografía (la de Patti Smith) y un libro de historia de la cultura popular.

Menos lograda desde el punto de vista literario, pero no por ello menos disfrutable, es I am Ozzy, el libro de memorias de Ozzy Osbourne, que básicamente escribió Chris Ayres a partir de las transcripciones de las conversaciones que mantuvieron en la fase de preparación del libro. Muy metido en su personaje, Ozzy da muestras de ser un auténtico cachondo mental, y no puedes dejar de reírte a mandíbula mientras relata su paso por la escuela, siempre a un tris de caer en la delincuencia juvenil (puro Richard Lester, créanme), las alucinantes sinergias creadas con la hija del dueño de su discográfica (y futura segunda esposa) o el famoso episodio de la cabeza del murciélago arrancada de cuajo durante un concierto. Pero también nos arranca las lágrimas cuando refiere el accidente que le costó la vida a su guitarrista, o nos hace reflexionar sobre el precio de la fama cuando detalla los pormenores de Los Osbourne, el reality show de la MTV al que debemos engendros como Jersey Shore, Embarazada a los dieciséis o Mario y Alaska. El subtítulo Confieso que he bebido es, más que una licencia poética del (impecable) traductor Pablo Álvarez, una auténtica declaración de intenciones.

Pero claro, pensarán ustedes que las estrellas del rock son incapaces de escribir sin contar batallitas de sus años dorados. En absoluto: cuando se ponen, pueden escribir novelas más que estimables, como Y el asno vio al ángel, de Nick Cave, es un american gothic a lo Las colinas tienen ojos que no tiene desperdicio.

Autores relacionados Autores relacionados:
Alan Moore
Arthur Rimbaud
Blas de Otero
Bob Dylan
Leonard Cohen
Libros relacionados Libros relacionados:
Confieso que he bebido
Éramos unos niños

Escritores en el púlpito

AutorJuan Manuel Santiago el 1 de octubre de 2012 en Divulgación

Escribir en la cama

No, no quiero hablar de la manía que tienen muchos escritores de convertir sus escritos en un púlpito, soltar sermones de manera indiscriminada y, en definitiva, pontificar como si el mero hecho de tener obra publicada (me encanta esta expresión) los situara varios peldaños por encima del común de los mortales.

(Bueno, sí que quiero, pero tampoco me parece que este blog sea el lugar más apropiado para hacerlo.)

En realidad, el título de esta entrada viene a cuento de las excentricidades a las que nos tienen acostumbrados algunos autores. Es cosa sabida que los escritores son más raros que un perro verde, y que cada uno tiene su superstición favorita. Que si solo pueden trabajar en horario de oficina. Que si solo pueden escribir en ayunas. Que si no consiguen completar ni una línea si no han hecho antes una caminata de tres horas. Que si…

A estas alturas, no debería extrañarnos ninguno de los peculiares hábitos de esa especie llamada escritor. Como, por ejemplo, el hecho de que algunos de ellos… ¡escriben de pie! ¡Pero qué mal tiene que andar esta gente de las varices, por favor! ¿Os imagináis a Tolstoi escribiendo Guerra y paz en postura vertical? Es mucho más descansado escribir tumbado en la cama, como hacía Marcel Proust, pero luego te sale lo que te sale: literatura propia de un burgués acomodado y un poquito hijo de mamá. No. Escribir es sufrir, para sacar el máximo partido a tus habilidades tienes que estar tenso y alerta, y adoptar una postura incómoda es un buen mecanismo para rendir más.

Este es el modus operandi de Eduardo Mendoza, quien, si le preguntan al respecto, añade que solo recurre a esta técnica para redactar los borradores de sus obras. Cuando escribe la versión definitiva deja de lado su pupitre elevado, copia de un escritorio alemán del siglo XVIII, y escribe sentado, como tiene que ser.

Mendoza no es el único. De hecho, hay autores que han ido más lejos que él. Por ejemplo, Ernest Hemingway mecanografió Por quién doblan las campanas de pie, descalzo (pero con los pies mulliditos, porque lo hacía sobre una alfombra hecha con la piel de uno de sus trofeos de caza), descamisado, en bermudas y en uno de los rincones más bulliciosos de su casa.

Más ejemplos. El golpe de genio (o de locura) que llevó a Fernando Pessoa a urdir su intrincada red de heterónimos le llegó un 8 de marzo de 1914, mientras escribía de pie: le salieron treinta y tantos poemas de una tacada, y allí nació Alberto Caeiro. Siempre lo consideró el día triunfal de su vida.

Hay más ejemplos. Philip Roth presume de escribir siempre de pie, desde que se dio cuenta de que eso lo ayudaba a liberar la mente. Y Vladimir Nabokov no solo escribía de pie, sino que también necesitaba que su lápiz estuviera siempre impecablemente afilado.

Vemos, pues, que escribir de pie no es tan extraño como pudiera parecer.

(De todos modos, me sigo quedando con el método de escritura de Marcel Proust.)

Autores relacionados Autores relacionados:
Eduardo Mendoza
Ernest Hemingway
Fernando Pessoa
León Tolstói
Marcel Proust

Baldomero Espartero, cazador de vampiros

AutorJuan Manuel Santiago el 7 de septiembre de 2012 en Divulgación

Historias naturales - Joan Perucho

Tal vez las legiones de lectores y espectadores que aguardan la llegada de Abraham Lincoln, cazador de vampiros como otro soplo de aire fresco y originalidad procedente del impecable tándem que forman Seth Grahame-Smith y Quirk Books (ya saben: el autor y los editores de Orgullo y prejuicio y zombis, respectivamente) consideren como el no va más de la originalidad el hecho de mezclar la guerra de Secesión (y, en general, la literatura e historia decimonónicas) con uno de los pesos pesados indiscutibles del género de terror: los vampiros. La imagen de un Abe Lincoln emancipando esclavos a golpe de patada voladora, y ristra de ajos en mano, resulta muy sugerente, y seguro que a más de uno se le ocurre el súmmum de la originalidad: trasplantar la idea a la historia de España. ¿Cómo no lo he visto antes?, se lamentará más de uno en cuanto lea estas líneas.

Pues a ver, la idea es buena, pero lamentamos comunicar que no es en absoluto novedosa, como demuestra Flux, de Fernando Royuela, uno de los mejores relatos de Steampunk, la antología retrofuturista seleccionada por Félix J. Palma. Cierto es que Royuela se deja llevar por las implicaciones ucrónicas y steampunks de la historia, pero los elementos clave están allí: aúna, y lo hace muy bien, la parafernalia fantástica y la primera guerra carlista. Allí donde los otros relatos destacables de esta antología (Gringo Clint, de Fernando Marías, London Gardens, de Juan Jacinto Muñoz Rengel, y Dynevor Road, de Luis Manuel Ruiz) juegan a recrear tópicos y convenciones anglosajones de la literatura decimonónica, Royuela nos traslada a un episodio de la historia de España, lo que, curiosamente, destaca la originalidad del relato, en vez de conseguir que el lector se identifique con el escenario.

Las guerras carlistas simbolizan la lucha entre liberalismo y absolutismo o, lo que es lo mismo, prefiguran el pulso entre progreso y reacción que caracterizó todo el siglo XIX español. Fueron nuestra guerra de Secesión, aunque dividida en tres episodios y prolongada por espacio de cuarenta años, y nos proporcionaron un repertorio de héroes, próceres, espadones y villanos que llevaron las riendas de la vida política española durante los siguientes años. ¿Qué tendría, pues, de extraño que en medio de aquel caos tuvieran lugar acontecimientos oscuros y proliferaran criaturas malignas? ¿Por qué no mezclar la historia de la España decimonónica con las novelas de vampiros? Pues bien, eso es lo que hizo, nada menos que en 1960, uno de los escritores españoles más singulares del siglo XX: Joan Perucho. Las historias naturales hace aparecer a personajes históricos a diestro y siniestro (los generales Prim, O’Donnell y Espartero, o la escritora George Sand, por ejemplo), y nos proporciona una línea argumental basada en una premisa fantástica: la misteriosa enfermedad que hizo que el general Cabrera no pudiera culminar la ofensiva carlista que iba a arrancar de la sierra del Maestrazgo para adentrarse en Cataluña fue, en realidad, un intento de vampirización perpetrado por un siniestro noble y su creadora, húngara ella. Perucho desgrana los acontecimientos con admirable precisión histórica, a la par que traza maravillosas descripciones de las tareas científicas que realiza el protagonista, el enamoradizo naturalista Antonio de Montpalau.

¿Cómo? ¿Qué el lector no conoce esta novela? ¡Pecado mortal! ¡Pero si figura en el canon occidental de Harold Bloom! Ya puede encargársela a su librero habitual… si consigue encontrarla, claro está. A ver, no es que Las historias naturales esté descatalogada; de hecho, hay al menos dos ediciones en el mercado, pero apenas quedan ejemplares disponibles. Y es una lástima, porque el efecto arrastre de Abraham Lincoln, cazador de vampiros, unido a la moda retrofuturista y steampunk que nos invade, podría asegurarle una vida comercial razonable.

Autores relacionados Autores relacionados:
Félix J. Palma
Fernando Royuela
Fernando Marías
Harold Bloom
Joan Perucho i Gutierres Duque
Libros relacionados Libros relacionados:
Abraham Lincoln. Cazador de Vampiros
Las historias naturales
Steampunk: antología retrofuturista

Desde el cariño: las vendettas literarias

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de septiembre de 2012 en Divulgación

Confesiones de un chef

En crudo. La cara oculta de la gastronomía y Confesiones de un chef confirman a Anthony Bourdain como la némesis de los cocineros endiosados que pululan por un hábitat sobrado de egos. Bourdain pone al descubierto las miserias de una profesión en la que los connoisseurs y, claro está, los propietarios de restaurantes con estrellas Michelin lo consideran un arribista. Sin embargo, donde a Bourdain le falta genio culinario le sobran mala leche y dotes como escritor. Pero ¿cuán fiable es su texto? ¿Debemos aceptarlo como la verdad sobre un mundo, el de la alta cocina, en el que (nunca mejor dicho) vuelan los cuchillos o, por el contrario, es una visión sesgada que toleramos y aceptamos porque, a diferencia de los chefs reconocidos, Bourdain escribe bien? Este ajuste de cuentas ¿lo convierte en un chivato vengativo digno de aparecer en la Historia natural de la infamia, de Jorge Luis Borges, o en un cachondo mental a quien hacerle la ola? Es más, ¿resulta original esta manera de proceder?

La respuesta es, evidentemente, que no. Como comprobó el pobre Lucio Sergio Catilina, nada te salvará del juicio lapidario de la historia si esta se escribe con plumas tan afiladas como las de Marco Tulio Cicerón y Cayo Salustio Crispo. Hasta el estudiante más lerdo de historia de Roma o de lengua latina sabe que las Catilinarias y La conjuración de Catilina son una ristra vergonzosa de atrocidades inventadas e imposibles de contrastar, pero ¿acaso importa? ¡Están tan bien escritas…! Y total, a Catilina ya le dan un poco igual los daños morales que pueda sufrir su imagen.

Que quede claro: Cicerón y Salustio se pasaron con Catilina porque este militaba en el bando contrario, mientras que Bourdain se ceba con sus competidores por dos motivos diferentes, y más prosaicos: han puesto en duda su profesionalidad como cocinero, y escribe tan bien que puede permitírselo. He aquí un rasgo definitorio de las vendettas literarias: quienes las perpetran saben que el resto del mundo dará por buenas sus versiones, o bien por su calidad literaria intrínseca o bien porque son más chulos que un ocho o bien por pura psicología aplicada: venderás más cuanto más famoso sea el blanco de tus iras. No es lo mismo permitirse la pequeña maldad de dar la localización exacta (ciudad, calle, número, piso y letra) donde se celebra una fiesta llena de drogas y sexo en el turbulento mundillo de la crítica musical retratado por Juan Sardá en Dinámica de los cuerpos eléctricos que tirar por elevación, como hace Arturo Pérez-Reverte en Territorio comanche, y proporcionar los nombres de todos y cada uno de los corresponsales de TVE con quienes salió tarifando cuando cubría la guerra de los Balcanes, como si de la letanía nocturna de Arya Stark se tratase.

No nos engañemos: lo que da morbo son los objetivos reconocibles. Intuimos que Happiness, de Will Ferguson, es la venganza de un currito resentido con el sector editorial, pero lo que desata nuestras carcajadas es cómo destroza al arquetipo de autor odioso de libro de autoayuda, una especie de Carlos Castaneda que parece salido de una película de los hermanos Coen o de Terry Gilliam. Pero a Ferguson le falta algo: el glamur de la chick lit. Y eso es lo que aporta Lauren Weisberger en El diablo viste de Prada. Anna Wintour, la editora jefa de Vogue, debe de estar arrepintiéndose de todas las vejaciones a las que sometió a su joven y mangoneable asistenta. ¿Existe, pues, la justicia poética que nos pone a todos en nuestro sitio? A juzgar por el éxito de El diablo viste de Prada, sí, pero, si nos ceñimos al estrepitoso fracaso de la continuación, Cómo ser lo más de Nueva York, tal vez no. Lo cual nos lleva a lo que decíamos más arriba: para vengarse en condiciones hay que poder permitírselo.

Autores relacionados Autores relacionados:
Salustio
Anthony Bourdain
Arturo Pérez-Reverte
Juan Sardá
Lauren Weisberger
Libros relacionados Libros relacionados:
Catilinarias
Confesiones de un chef
Conjuración de Catilina. Guerra de Jugurta. Fragmentos de las historias. Cartas a César. Invectiva
Dinámica de los cuerpos eléctricos
El diablo viste de Prada