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Juan Manuel Santiago (Página 4)

Tras Los Juegos del Hambre: Distopías juveniles (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 13 de mayo de 2013 en Divulgación

La Caza - Andrew Fukuda

El éxito desmesurado de ciertas obras consigue que, de repente, el mundo entero se detenga y tooooda la competencia se ponga a publicar novelas similares, vengan o no a cuento. Tenemos ejemplos para aburrir: la legión de imitadoras de Cincuenta sombras que están chorreando los escaparates de un tiempo a esta parte, las vampiradas que surgieron a la estela de la serie Crepúsculo, la cantidad de magos adolescentes que se dejaron ver después del éxito de Harry Potter, o la sospechosa cantidad de novelas de fantasía épica que «se parecen a» Canción de Hielo y Fuego, de George R. R. Martin. Sin embargo, tal vez se nos esté pasado por alto una veta temática que comienza a parecer una moda, más que una tendencia: las distopías juveniles. La responsable, evidentemente, es Los Juegos del Hambre, de Suzanne Collins, que ha conseguido «despertar el interés» de la competencia. He aquí dos ejemplos.

En primer lugar tenemos La caza, de Andrew Fukuda. Este fiscal estadounidense metido a escritor debió de pensar que si Soy leyenda, de Richard Matheson, molaba un montón, y Los Juegos del Hambre también molaba un montón, mezclar Soy leyenda con Los Juegos del Hambre debía de dar como resultado ¡¡¡la obra más molona del mundo mundial!!! Y bueno, lo cierto es que no, ni mucho menos, aunque juzgar La caza en estos términos tal vez sea un poco injusto por mi parte. Gene es un humano adolescente que se halla rodeado de vampiros… o unos seres que podrían serlo, ya que la palabra «vampiro» no se emplea en toda la novela. Ha aprendido a camuflarse entre ellos, a imitar sus gestos y su comportamiento, y a camuflar ciertos rasgos fisiológicos que podrían delatarlo (el sudor, por ejemplo), pero una vez desaparecido su padre se encuentra solo ante un peligro que va a más cuando el gobierno lo recluta para participar en la caza, un espectáculo que consiste en soltar a otros humanos (o hepers) en el desierto y cepillárselos de mala manera. Una vez en el Instituto de Hepers, Gene descubre que no es el único humano, y que ocultar su humanidad es una tarea tan complicada que uno se pregunta cómo no lo pillaron en la página 1 de novela. Por suerte, la segunda parte, El origen, va por otros derroteros, y se centra en la verdadera personalidad del Científico a quien idolatran los hepers, así como en lo que sucede cuando la utopía irrumpe en la distopía.

Ahora bien, se preguntarán ustedes, ¿cómo es que, con todo el bombo que se les está dando a las distopías juveniles, los autores españoles no se hayan lanzado como posesos a escribir las suyas? La respuesta nos la da Carlos García Miranda, el guionista de El barco y El internado: sí, hay una distopía juvenil española, y se titula Enlazados. El punto de partida es más similar a Los Juegos del Hambre que el de La caza. Solo vive en una sociedad dividida en distritos controlados por diferentes estamentos profesionales, que mantienen viva la Selección, una especie de primarias para elegir al futuro líder, pero a lo bestia: solamente puede quedar uno. Solo va más o menos enchufado, ya que es el hijo del actual líder, pero este tiene un oscuro pasado: tuvo que enfrentarse a la madre de él en la Selección en la que ganó… y, al parecer, la cosa acabó como el rosario de la aurora. Para añadirle más interés al asunto, la Selección de este año cuenta con una novedad: el distrito de Solo aporta un participante más, =Data, el mejor amigo de Solo, por lo que uno de los dos tendrá que morir. Y un aliciente añadido: Dana, una chica cañón capaz de hacer tambalearse las ideas, el cerebro y, en general, todas las vísceras de Solo. Diseñada a la perfección para ser una novela superventas, Enlazados flojea en el retrato de personajes, que son meros estereotipos (cosa que también le sucede a La caza: es imposible encontrar protagonistas más siesos a lo largo de la historia de la novela juvenil), así como en las descripciones explícitas pero demasiado acartonadas de escenas sexuales (y, llegados a este punto, uno no puede dejar de llevarse las manos a la cabeza: ¡ay, madrecita mía, cómo ha cambiado el género juvenil en los últimos años!). Quitando eso, Enlazados da exactamente lo que promete: acción a raudales, persecuciones sin fin, y la sensación de que la gran distopía juvenil española todavía está por llegar, y esta entrada tendrá entonces su continuación.

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Barcelona, paso a paso: la historia poco conocida de una ciudad fascinante

AutorJuan Manuel Santiago el 7 de mayo de 2013 en Divulgación

Barcelona pam a pam

Que el imaginario colectivo literario presentaba Barcelona como una ciudad decadente, sucia y llena de chulos y putas que les pasaban la mandanga a detectives sibaritas y un poco pirómanos quedó bastante claro durante toda la Transición. Barcelona era la ciudad del Makoki y la Fuga de la Modelo; la ciudad de un Barrio Chino con olor a orines y, como mucho, la ciudad quemada que había sobrevivido a una Semana Trágica, un emperador del Paralelo, varias huelgas y, sobre todo, bombardeos y posguerras en la plaza del Diamante. Todo ello, huelga decirlo, desde la perspectiva más estragantemente realista, como le corresponde al tradicional seny catalán.

Por supuesto, hasta que llegaron los Juegos Olímpicos de 1992 y la recuperación urbanística y sociológica de la ciudad (léase «los turistas japoneses y las Erasmus borrachas»), lo que conllevó un movimiento de reivindicación de las raíces canallas de Barcelona, desde una perspectiva absolutamente desacomplejada, heterodoxa y, sí, lo diré, posmoderna. El género fantástico dejó de dar miedo, Roberto Bolaño era lo más, el Barrio Chino se convirtió en el Raval, cualquier mocoso podía consumir absenta sin que los de la secreta salieran de la nada para exigirle el carné, el boom urbanístico acabó con bastiones de la canallesca local como Can Tunis o la Ribera y, en resumen, y mal que les pese a los puristas, el paradigma de novela sobre Barcelona dejó de ser Últimas tardes con Teresa y devino en La sombra del viento. Todo el mundo escribía su novela de misterio y bibliofilia con mestizaje de thriller, fantástico y policíaco; algunos con más acierto que otros (por ejemplo, Julián Sánchez, con El anticuario), pero siempre teniendo presente quién era la protagonista total y absoluta de la historia: Barcelona.

Lo más curioso del caso es que todo este boom de la Barcelona eterna como materia literaria en sí misma se produjo en el intervalo de tiempo en que el libro emblemático sobre la ciudad estuvo agotado. En efecto, Barcelona pam a pam (Barcelona paso a paso), de Alexandre Cirici, es La Obra Que Tienes Que Consultar Si Quieres Conocer La Idiosincrasia De Barcelona. Editada en 1971, ofrecía un exhaustivo recorrido histórico por las calles barcelonesas, impecablemente fotografiadas por Oriol Maspons. Abundaban las explicaciones, barrio a barrio, sobre toda la Barcelona medieval y, en su tramo final, los ensanches decimonónicos y algunas localidades anexionadas y adyacentes. Pero, en líneas generales, era una guía impresionante de la Ciudad Vieja, que no se dejaba prácticamente ni una calle sin comentar… y que, a estas alturas, solo se encontraba de segunda mano o de viejo y, huelga decirlo, se había quedado muy desfasada.

Por todo esto es una grata noticia la reedición de la obra, con cubierta en color que sustituye a la tradicional en blanco y negro, además de un opúsculo de Itzíar González, Per no perdre peu (Para no perder pie), que actualiza esa Barcelona retratada por Cirici, víctima de remodelaciones internas no siempre acertadas, y la sitúa, literalmente, en el siglo XXI.

¿Que, aun así, Barcelona pam a pam no les interesa demasiado, porque no deja de ser una obra demasiado densa y con demasiadas plantas y alzados de edificios? No pasa nada: pueden complementarla con otra lectura tan deliciosa como la Guía secreta de Barcelona, de Josep Maria Carandell, que sí les cuenta con pelos y señales cómo martirizaron a santa Eulalia, dónde se dejaba ver la Moños y en qué lugares de la Ciudad Vieja se traficaba con carne humana, viva o muerta. Todo esto, claro está, si la encuentran: no se reedita desde 1982, cuando todo era como les he contado en el primer párrafo, y decir Barcelona equivalía a decir Tarzán Migueli, el asalto al Banco Central, y el Torete y el Vaquilla, alegres bandoleros.

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Libros para regalar el Día del Libro

AutorJuan Manuel Santiago el 22 de abril de 2013 en Noticias

Kipling

En el Día del Libro confluyen varios tipos de compradores. Por un lado están los que se dejan guiar por los dictados de la moda y regalan lo que ven expuesto en lugares destacados. También tenemos los hipsters de turno que se dejan guiar por el boca a boca. No podemos olvidarnos de los que van con prisas porque quieren quedar bien con la pareja y compran lo primero que ven, después de un interrogatorio superficial con el hastiado librero. Y, claro está, existen los compradores de exquisiteces, libros molones, regalables, casi siempre ilustrados y, ¡ay!, generalmente caros. A esta última categoría (los libros regalables, no los caros, me refiero) le dedicaremos la presente entrada del blog.

Vaya por delante que el Día del Libro no parece el más indicado para comprar un tocho de cinco kilos e ir cargando con él por media ciudad, pero allá cada cual. Yo solo doy ideas.
Puestos a comprar un libraco, háganlo a lo grande y, si son cinéfilos, recréense en las páginas de Los archivos de James Bond, de Paul Duncan. Ya me referí a esta colección cuando hablé de Pedro Almodóvar (y no se pierdan el libro dedicado a Stanley Kubrick), así que me perdonarán la insistencia, pero es que se trata de una edición cuidadísima, con fotografías impresionantes, un texto muy ameno e interesante, una temática lo suficientemente friki y, sobre todo, los elementos que lo hacen imprescindible como material cinéfilo regalable para el Día del Libro: es un tochazo, es carísimo, y mola.

Si lo que les va es la fotografía y el cajero automático de la Rambla no les deja sacar los dos mil quinientos euros que cuesta Sebastião Salgado. Génesis, no pasa nada: cualquiera de los títulos de la trilogía de Joaquín Araújo que forman Tierra, Agua y Aire merece la pena. Y, si son de los que piensan que un buen libro de fotografía no tiene por qué ser un libro caro de narices, quédense con esta referencia: Curiosidades y anécdotas de la Barcelona antigua, en el que vemos un centenar de imágenes de la Ciudad Condal tomadas en la primera mitad del siglo XX; es, al mismo tiempo, un buen libro de fotografía, de historia de Barcelona y de historia de los fotógrafos catalanes.

Pero no solo de libros y rosas vive uno: también hay que llenar el buche. Por eso suele ser buena idea regalar libros de cocina, algunos de los cuales tienen ediciones primorosas. Si la persona a quien se lo va a regalar es una cocinillas y ya no le basta con los recetarios al uso, busquen la última edición del Larousse gastronomique en español, una auténtica enciclopedia de referencia, con prólogos de Santi Santamaría y Andoni Luis Aduriz. Insisto: no es un recetario sino una enciclopedia; de nivel bastante avanzado, añado.

La infancia es un buen filón para regalar libros monos. En este aspecto, sus hijos, nietos, sobrinos o primitos agradecerán casi cualquier libro de la editorial Kalandraka, desde Kipling ilustrado hasta Diógenes. Y, si están pensando en niños demasiado pequeñitos como para leer, los cuadernos de mandalas que edita MTM están muy, pero que muy bien.

Por último, si lo que ustedes querían era regalar libros por el texto en vez de por las fotitos, y esta entrada les está decepcionando, no pasa nada: Galaxia Gutemberg y Círculo de Lectores tienen mucho material regalable que hará sus delicias. La primera acaba de realizar una edición definitiva del Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, y la segunda tiene unas cuantas perlas que de vez en cuando salen a la venta para no socios, y que merecen la pena por los cuatro costados. Si dejamos de lado las ediciones emblemáticas de toda la vida (el Quijote ilustrado por Antonio Saura y la Divina comedia ilustrada por Miquel Barceló son dos valores seguros), reconozco mi debilidad por El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, con ilustraciones de Ángel Mateo Charris.

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José Luis Sampedro (1917-2013)

AutorJuan Manuel Santiago el 10 de abril de 2013 en Divulgación

José Luis Sampedro

Con José Luis Sampedro me ocurría lo mismo que a los contemporáneos de Ed Wood con Bela Lugosi: durante casi toda la década pasada, cada vez que leía alguna entrevista o me enteraba de que sacaba nuevo libro, no podía evitar preguntarme: «Ah, pero ¿no había muerto»? Supongo que, de alguna manera, lo maté cuando padeció la grave enfermedad que lo llevó a escribir el que es mi libro favorito de todos los que escribió: Monte Sinaí. En él contaba, de manera breve, concisa, directa e implacablemente hermosa, los pormenores de su estancia en un hospital neoyorquino cuando padeció una grave dolencia cardíaca que casi acaba con él. Esta obra, con sus no recuerdo si ochenta o noventa páginas a tamaño de letra grandote, contiene más consuelo y alegría (y motivos) de vivir que toda la morralla de autoayuda que me había leído diez años antes, cuando padecí una enfermedad bastante seria. Siempre pensé que ojalá hubiera existido Monte Sinaí por aquel entonces, porque me habría ayudado de verdad a sobrellevar las sesiones de quimioterapia, no como las manidas páginas de La enfermedad como camino o Usted puede sanar su vida, que no hacían sino ponerme de mala leche por aprovecharse del dolor ajeno con fines comerciales.

La alegría de vivir y las ganas de transmitirla. Dos constantes en la vida y obra de José Luis Sampedro. Toda esa actitud que convierte Monte Sinaí en uno de mis libros de referencia se puede ver en La vieja sirena, Real Sitio o, sobre todo, La sonrisa etrusca. La aventura interior de un viejo cascarrabias que se amansa durante sus últimos meses gracias a un nietecito recién nacido es un buen resumen de ese José Luis Sampedro ancianito de barba profética, ese pope de las juventudes, ese abuelito que todos habríamos querido tener; en resumen, ese anciano con vocación de referente moral de las nuevas generaciones (tras las desapariciones de José Luis López Aranguren y Enrique Tierno Galván, que desempeñaban ese papel hasta los años ochenta). Quiso la fatalidad que Sampedro viviera una situación irónica: nada más escribir este delicioso canto a la vida y la aceptación de la muerte inminente, Sampedro pasó por el trance de la pérdida de su primera esposa.

Contaba Sampedro que, cuando él era joven, los jóvenes leían y comentaban los escritos de Unamuno o de Ortega y Gasset, como sabios que eran. Añadía que le aterraba la idea de que lo consideraran un sabio, porque no era esa su intención. En realidad, esta parte de su biografía, los últimos tres o cuatro años en los que fue el pope español de la literatura indignada, podrían titularse Sabio por accidente. El motivo: haber escrito el prólogo de ¡Indignaos!, de Stéphane Hessel, con quien lo unían muchos elementos en común, y haber escrito parte del ensayo colectivo Reacciona, una de las biblias del movimiento 15-M. Si La sonrisa etrusca lo convirtió en el abuelito ideal de los jóvenes de la generación X y Monte Sinaí lo convirtió en el héroe de todo aquel que haya padecido una enfermedad seria, sus últimos ensayos lo convirtieron en un icono pop, el último superviviente de una generación (Francisco Ayala, Medardo Fraile y pocos más) de moral inconmovible y ética a prueba de bombas. Los paralelismos entre Hessel y Sampedro son evidentes: ambos pertenecieron a dos bandos enfrentados (Hessel, alemán nacionalizado francés, participó en la Segunda Guerra Mundial como dirigente destacado de la Francia Libre; Sampedro, más modesto, combatió en ambos bandos y vivió en el Marruecos colonial), desarrollaron una trayectoria profesional impecable durante la posguerra (Hessel, como coautor de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre; Sampedro, como catedrático y lector de economía en varias universidades españolas y anglosajonas), explotaron como ideólogos de masas ya en su novena década, a base de contar, de manera breve y sencilla, verdades como puños… y, para rematar el paralelismo, fallecen ambos con apenas un mes de diferencia. No sabemos cómo le sentaba esta notoriedad a Hessel, pero a Sampedro le resultaba cargante y, de hecho, fue su deseo expreso que la noticia de su fallecimiento no trascendiera hasta después de haber sido incinerado, para evitar el circo mediático y necrófilo consustancial a los fallecimientos de gente mediática.

Muere el hombre, a los noventa y seis años, pero nos queda la obra. Es un topicazo del tamaño de cualquiera de esos árboles que transportaban Tajo abajo los gancheros de El río que nos lleva, pero, en el caso de alguien como José Luis Sampedro, es una invitación a leer magníficas novelas como La sonrisa etrusca o La vieja sirena, confesiones sinceras hasta la lágrima como Monte Sinaí, o ensayos necesarios y veraces como Reacciona.

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Todo se aprovecha (II)

AutorJuan Manuel Santiago el 9 de abril de 2013 en Divulgación

Chandler, Black Mask

En una entrada anterior veíamos el problema tan tonto que se buscó Jonah Lehrer por autoplagiarse, es decir, copiar y pegar artículos suyos ya publicados y tratar de colocarlos como material inédito en el blog de The New Yorker. Acabó costándole la dimisión de la revista, y es más que seguro que su carrera como periodista científico.

Pero bueno, busquémosle el lado lúdico al asunto. Amigos escritores que me están leyendo, siempre pueden canalizar su pereza y desidia de maneras más creativas, como por ejemplo canibalizando textos a la manera de Raymond Chandler, quien, es cosa sabida porque él mismo lo convirtió en una de sus señas de identidad, se dedicó a reconvertir sus relatos pulp de las revistas Black Mask y Dime Detective Magazine nada menos que en novelas tan emblemáticas como El sueño eterno, Adiós, muñeca, La ventana siniestra, La dama del lago o La hermana pequeña. Claro está, hablamos de formatos diferentes, y aunque la alambicada mente de Chandler hizo que algunas novelas fueran canibalizaciones de diferentes partes del mismo relato, no dejó de haber una labor de ampliación y de trabajo extra. Que se lo curró, vamos.

Algo similar hizo el Philip K. Dick más desquiciado de la década de 1960, los de las fiestas en las que alardeaba de haberse tomado hasta cien pastillas y los años en los que tranquilamente podía escribir media docena de novelas. En La pistola de rayos, por ejemplo, a la trama general le añade nada menos que un relato entero que pasaba por ahí, Veterano de guerra, y varios fragmentos de otros relatos.

Queda una última manera de aprovechar material propio como quien se hace los canelones el día de san Esteban (lo que nos llevaría a hablar de canelonización, como guiño a la canibalización chandleriana), mucho más cansada pero también más constructiva. Supongamos que has escrito un tecnothriller de mil páginas bastante ramplón, pongamos por caso El quinto día, en el que, a la manera de una peli apocalíptica de Roland Emmerich o de Michael Bay, el alemán Frank Schätzing nos narra un sinfín de catástrofes originadas por el escaso cuidado que le profesamos al medio marino. (Nótese el uso indisimulado de la teoría de Gaia; ya saben, la Tierra es un ser vivo que toma sus propias decisiones y nos va a eliminar como a parásitos molestos si le tocamos los ecosistemas.) Pues bien, Schätzing tomó una decisión que aplaudimos: después de haberse pasado unos cuantos años acumulando bibliografía sobre geología y biología marinas, escribió un monumental ensayo de divulgación científica, Noticias desde un universo desconocido, que es una auténtica maravilla para lectores profanos como yo y, supongo, ustedes. Bien narrado, supongo que bien documentado y, sobre todo, muy útil. Schätzing no llega a autoplagiarse (bastante tiene con la denuncia del biólogo marino y periodista alemán Thomas Orthmann, quien afirma que le ha fusilado unos cuantos artículos palabra por palabra), pero aprovechó los centenares de obras que leyó mientras preparaba El quinto día para escribir una obra relacionada (spinoff, dirían los más modernos) que es, a todas luces, mucho mejor que la novela original.

¿Qué más casos conocen ustedes de autoplagios, autoanarroseos, canibalizaciones y canelonizaciones literarios?

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Pedro Almodóvar, escritor

AutorJuan Manuel Santiago el 5 de abril de 2013 en Divulgación

Patty Diphusa

No voy a entrar a analizar si los palos que le están cayendo a Los amantes pasajeros, de Pedro Almodóvar, están justificados o no, entre otras cosas porque este es un blog literario, pero el estreno de la película del director manchego es una buena excusa para hablar de su faceta literaria, esa que, al parecer, ha descuidado en este último guion.

Almodóvar, como buen hijo cultural de la transición y artífice de la Movida madrileña, bebió de todas las fuentes literarias, cinematográficas y culturales de la España del tardofranquismo. Ello le sirvió para crearse un imaginario que hoy llamaríamos kitsch, petardo y gay, que explotó con rabia y sin complejos en los cortometrajes en Súper 8 que dirigió durante la década de 1970, y que tuvo continuidad en aventuras como el grupo musical Almodóvar & McNamara, las incursiones narrativas a las que nos referiremos a continuación y, por supuesto, sus primeras comedias urbanas: Pepi, Luci, Boom y otras chicas del montón y Laberinto de pasiones. Después de darle un giro melodramático a su obra con Entre tinieblas (que considero su primera gran película), alcanzó la celebridad nacional con ¡Qué he hecho yo para merecer esto! y La ley del deseo, y la celebridad mundial con Mujeres al borde de un ataque de nervios.

A esas alturas (y hablamos de toda la década de 1980 y de sus siete primeras películas), el consenso entre la crítica era que Almodóvar era un magnífico director pero un mal guionista. Lo cual es a todas luces injusto, pero no anda desencaminado, y me explico. Lo que la crítica cinematográfica llamaba ser un mal guionista no era sino poner el dedo en la llaga de su verborrea, de esa incontinencia narrativa, de las ganas de meterlo todo a presión aunque no viniera a cuento y, en resumen, de unos altibajos que hacían que sus primeras películas fueran tan irregulares porque ese caos narrativo acababa pesando más que su brillante uso del encuadre o su extraordinario talento como director de actrices. Luego llegaron Átame y, en especial, Todo sobre mi madre, Hable con ella y Volver, y el debate quedó zanjado: Almodóvar consiguió demostrar que, a fin de cuentas, era, también, un gran guionista. Y hasta le dieron un Oscar por ello. Eso sí, nunca se le negó que fuese un narrador nato. De hecho, Almodóvar fue uno de los autores destacados de la escena underground de la transición, como atestiguan Fuego en las entrañas y Patty Diphusa.

Sobre la primera tal vez no se pueda hablar en serio, pero tiene su valor literario y, por supuesto y por encima de todo, como hija de su época, de aquellos años tan mitificados como despendolados de la Movida. Publicada por La Cúpula (la editora de El Víbora, que daba rienda suelta a sus fotonovelas porno, como Toda tuya), e ilustrada por el hoy famoso Javier Mariscal, Fuego en las entrañas era una vuelta de tuerca, cañí y desprejuiciada como ella sola, a novelas como Con las mujeres no hay manera, de Boris Vian. Por volver a la crítica cinematográfica, durante estos días se le ha reprochado mucho a Almodóvar el guion petardo de Los amantes pasajeros con comentarios en plan «es que han pasado muchas cosas desde Fuego en las entrañas», lo cual es cierto, pero me da pie a pensar que la jugada maestra del manchego tal vez debería haber consistido en liarse la manta a la cabeza y haber adaptado esta obra suya seminal. Nos habríamos reído más. Bueno: nos habríamos reído, y punto.

Más redonda desde el punto de vista literario es Patty Diphusa, que apareció serializada en la revista La Luna de Madrid y se titula así por el álter ego femenino que Almodóvar se creó, y que a su vez, en la ficción, se creó un álter ego masculino llamado Pedro, en un giro escheriano y vacilón que da mucho juego, sobre todo en forma de diálogos entre ambos. Patty es una estrella del porno que desgrana sus confidencias con gran desparpajo, un uso inapropiado de las mayúsculas y las palabras gruesas, y un retrato desopilante del Madrid de la época. En la reedición de Anagrama se puede leer abundante relleno, como lo denomina el propio Almodóvar, en forma de autoentrevistas y reflexiones sobre el cine, que nos muestran a un cineasta con todas las letras.

Sin embargo, el texto definitivo de y sobre Almodóvar es Los archivos de Pedro Almodóvar, publicado hace año y medio por Taschen, coincidiendo con el estreno de La piel que habito. Aparte de los certeros textos sobre las películas (con unas impagables introducciones, generalmente escritas por Gustavo Martín Garzo), vemos agudas reflexiones del propio Almodóvar acerca del proceso de creación de sus películas, así como retazos de las dos obras ya citadas, muchas autoentrevistas (que no falten) y emotivos relatos de su infancia en esos colegios de curas represores que tan bien diseccionara en La mala educación. Eso sí, se trata de una obra para coleccionistas, de modo que prepárense para apoquinar ciento y picos euros. Pero el libro se merece el desembolso, se lo aseguro.

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Todo se aprovecha (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de abril de 2013 en Divulgación

Imagine

Seguro que han oído hablar (e incluso han leído alguna obra) de Jonah Lehrer, un prestigioso columnista científico de la revista The New Yorker que inmoló su carrera en 2012 al descubrirse que se autoplagiaba. Bueno, se preguntarán ustedes, ¿a qué viene tanto escándalo? A fin de cuentas, uno tiene temas recurrentes, y un copia y pega de algún texto previo no le hace mal a nadie, ya que la autoría está clara.

Pues sí, pero no. Resulta que la mayoría de los contratos de edición dejan bien claro que la obra que se contrata debe ser original, por lo que un autoplagio, aunque sea eso, fusilar contenido propio, es un incumplimiento contractual como la copa de un pino, y causa de rescisión de contrato. Todo ello sin entrar a analizar las implicaciones éticas de estar cobrando por escribir material que lleva años publicado, incluso en otras revistas (o, ya puestos, en un fanzine que imprimió doscientas copias y lleva veinte años agotado). El caso es que las columnas que Lehrer publicaba en su blog de The New Yorker ya habían aparecido en lugares tan poco ignotos como The Wall Street Journal, Wired o The Guardian. Para colmo de males, el periodista Michael C. Moynihan descubrió que la mayor parte de las citas que Lehrer le atribuía a Bob Dylan en su última obra, Imagine: How Creativity Works, eran apócrifas. Que se las había sacado de la chistera, vamos. Fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de The New Yorker, que forzó la dimisión de Lehrer, y de su editorial, Houghton Mifflin Harcourt, que se apresuró a retirar del mercado todas las copias en papel y en e-book de Imagine.

Ni que decir tiene que Lehrer está frito, y no es previsible que vuelva a publicar en el circuito editorial establecido, al menos durante una buena temporada.

Olvidémonos de la segunda parte de esta sórdida historia (las citas inventadas) y centrémonos en la primera (el autoplagio). Como ya he explicado, esta práctica, aparte de ser éticamente reprobable, suele entrar en conflicto con la mayor parte de los contratos de edición, que no obstante guardan un silencio sepulcral acerca de otras formas de picaresca, muy comunes entre los periodistas que escriben ensayo, como por ejemplo el copia y pega de artículos ajenos, y el posterior procesamiento por un traductor automático. Siempre que surge este asunto saco a colación una anécdota real. En cierto libro de ensayo que estaba corrigiendo me encontré con una referencia al vértice de Londres. Después de pasarme varias horas dándole vueltas al asunto, probé a buscar la frase entera en Google y… ¡bingo!, di con un artículo original en inglés en el que se hablaba de la Cumbre de Londres (London Summit) que el G-20 realizó en 2009. Así pues, mis sospechas se confirmaron: aquel texto era un copia y pega de un artículo que ni siquiera se mencionaba en la bibliografía, y que se había traducido a cascoporro. Qué quieren que les diga, esta práctica me parece más censurable que el autoplagio, con el añadido de que está bastante extendida.

Las mejores novelas históricas juveniles (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 2 de abril de 2013 en Divulgación

La catedral, César Mallorquí

Tal vez los lectores de este blog se las ven y se las desean para conseguir que sus hijos estudien historia de España, o están mohínos porque en vísperas de examen prefieren quedarse enganchados a Isabel, Hispania, Águila Roja o Bandolera, y luego no hay manera de que relacionen lo que han visto en sus series televisivas favoritas con los contenidos de la asignatura. No pasa nada. Aprovechamos esta entrada para recomendarles algunos títulos de novela juvenil con temática relacionada con la historia de España, sin vocación alguna de exhaustividad, que pueden resultarles la mar de entretenidos y, de paso, ayudarlos a aprobar la asignatura o, al menos, lucirse en exámenes puntuales. Se lo dice alguien que obtuvo un sobresaliente en un examen de historia antigua, al que había ido bastante pez, porque, ante una pregunta un tanto estrambótica como «Organización y funciones de los templos como mecanismo de redistribución económica en Sumer y Acad», tuvo los reflejos suficientes como para contar de pe a pa el argumento de Gilgamesh, el rey, de Robert Silverberg. Nunca se sabe cuándo puede venir bien haber leído estos libros.

Una novela juvenil histórica que siempre me ha encantado es La colina de Edeta, de Concha López Narváez. Nos cuenta la amistad de tres muchachos (el hijo de un comerciante griego y dos íberos, un chico y una sacerdotisa) con el trasfondo histórico de la ocupación cartaginesa por parte de Aníbal Barca y la llegada de Publio Cornelio Escipión. En resumen, el preámbulo de la romanización de Hispania. Aparte de desarrollar temas habituales en la literatura juvenil, como la amistad, la solidaridad y los beneficios mutuos del choque cultural, López Narváez consigue describir de manera muy acertada una ciudad íbera como Edeta (la actual Llíria, en Valencia), así como identificar a los actores principales del conflicto que se avecinaba.

Si saltamos a la Edad Media, tenemos bastante donde elegir, desde La espada y la rosa, de Antonio Martínez Menchén, hasta La catedral, de César Mallorquí. Esta última es más espectacular, en el sentido de que nos relata el periplo de Telmo Yáñez, un aprendiz de ingeniero, en una suerte de peregrinación inversa desde Estela hasta una catedral en construcción en Bretaña. Al oficio incuestionable de Mallorquí hay que añadirle la sólida documentación sobre la francmasonería, el Camino de Santiago, los templarios y la construcción de catedrales. Y luego, claro está, tenemos el componente fantástico, que estas cosas atraen lo suyo.

Por no hacer interminable la relación (y por dar pie a futuras entradas con más material), concluiremos con las Crónicas Mestizas de José María Merino, compuesta por El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido y Las lágrimas del sol. En estas novelas vemos el viaje de Miguel Villacé Yólotl, hijo de un soldado de Hernán Cortés y de una india mexicana, a través de una Nueva España que prácticamente seguía sin conquistar ni cartografiar. Merino demuestra haber leído y asimilado las crónicas de Indias, y presenta de manera ejemplar una temática muy propia de la novela juvenil como es el mestizaje de culturas.

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A propósito de Trueque mental, de Robert Sheckley

AutorJuan Manuel Santiago el 30 de marzo de 2013 en Divulgación

Trueque mental

Una buena noticia para los aficionados a la ciencia ficción: RBA acaba de reeditar Trueque mental, una novela de Robert Sheckley (1928-2005) que no debería pasar desapercibida, y que debería leerse con algo más que la simpatía inherente que suscita el autor, y la condescendencia que otorga la etiqueta de clásico menor.

Pongo en antecedentes a quienes no conozcan a Sheckley. Allá por la década de 1950, la ciencia ficción vivió la llamada Edad de Plata gracias a publicaciones como la Galaxy que dirigía Horace H. Gold y The Magazine of Fantasy and Science Fiction de Anthony Boucher, que igualaron en capacidad de influencia y superaron en logros literarios a la mítica Astounding de J. W. Campbell. Los autores ya establecidos se dieron cuenta de que la ciencia ficción no solo podía ser un vehículo de transmisión de ideas sino también un medio para publicar buena literatura subversiva (en sus páginas se publicaron algunas de las mejores obras de Isaac Asimov o Theodore Sturgeon), y surgió una nueva generación de autores todoterreno, con un estilo muy depurado, una capacidad de fabulación asombrosa y un talento impresionante para la ficción breve.

A esta categoría pertenece Robert Sheckley, un judío de Brooklyn criado en un pueblecito de Nueva Jersey (como Marvin Flynn, el protagonista de Trueque mental) que venía de desarrollar un voluntariado en Corea justo antes de que estallase la guerra, y de ejercer toda la plétora de profesiones que suelen conformar al escritor medio estadounidense. Sheckley se pasó toda esa década publicando una obra maestra detrás de otra, a ser posible en Galaxy, cuya línea editorial parecía hecha a medida de su talento y sus aptitudes. Quien quiera leer esa sucesión milagrosa de relatos (los más destacados, Un pasaje a Tranai, Ciudadano del espacio o El motín del bote salvavidas) con los que le dio lustre a la ciencia ficción de la década de 1950 puede adquirir (de segunda mano, eso sí, ya que todas ellas están descatalogadas) recopilaciones como Ciudadano del espacio, Peregrinación a la Tierra, El arma definitiva o La séptima víctima, cuyo relato epónimo es el origen de todos los Battle Royale, Juegos del Hambre e inventos similares, gracias a la exitosa adaptación cinematográfica de Elio Petri (1965), titulada La décima víctima y protagonizada por Marcello Mastroianni y Ursula Andress. El propio Sheckley se encargó de novelizar la película… y a ese punto queríamos llegar.

Las novelas de Sheckley. No es que sean malas. Trueque mental no lo es, en absoluto, como tampoco lo son Los viajes de Joenes, Dimensión de milagros, Dramocles o, ya puestos, La décima víctima. Lo que sucede, por un lado (y esto se nota mucho en Trueque mental), es que muchas veces dan la impresión de estar formadas por relatos independientes hilvanados a costurones a una novela con la que no siempre guardan relación (véase la subtrama de Juan Valdez y de la búsqueda de Cathy, que es una novela dentro de la novela). Por otro lado, durante la década de 1960 Sheckley perdió el toque, como él mismo decía, redujo de manera drástica su producción de ficción breve, no supo adaptarse a la creciente mercantilización del mercado editorial (que pasaba, de manera inevitable, por dejar de escribir relatos y publicar novelas), se embarcó en una vida un tanto dispersa y alocada (que lo llevó a casarse cuatro veces y vivir a lo hippie en Ibiza durante largas temporadas) y, para cuadrar números, se vio abocado a aceptar proyectos, reescrituras y franquicias a cual más garbancera. Las más presentables son las novelitas de la franquicia de Bill, héroe galáctico de Harry Harrison (En el planeta de los cerebros embotellados) y algunas novelas de Star Trek y Babylon 5. Por resumir mucho, Sheckley se pasó quince años forjando una sólida reputación que lo convirtió en uno de los (¿cinco?, ¿diez?) mejores cuentistas de toda la historia de la ciencia ficción, y treinta años cayendo en barrena, al borde de la indigencia, hasta el punto de que sus últimos meses fueron todo un suplicio. Enfermó de gravedad en una convención en Ucrania, y solo se lo pudo repatriar gracias a lo que hoy en día llamaríamos crowdfunding de aficionados de todo el mundo, pero ya era demasiado tarde: Sheckley solo sobrevivió seis meses.

Trueque mental, como decimos, es una novela digna, tal vez caótica y dispersa pero llena de hallazgos, con personajes entrañables, la socarronería típica de Sheckley (la misma que lo convierte en una de las fuentes de inspiración más o menos reconocidas de series como Futurama y relatos emblemáticos de la ciencia ficción española como Cuestión de oportunidades, de Gabriel Bermúdez Castillo, y que lo habría convertido en un autor tan célebre como Kurt Vonnegut si hubiera perseverado), un buen ejemplo de una época en la que se podían escribir novelitas de doscientas páginas sin necesidad de estirarlas hasta lo absurdo, y toda la magia, el toque, que Sheckley dijo haber perdido no mucho después de escribirla. Marvin Flynn es el prototipo del personaje inquieto que sale del pueblo gracias a una agencia de intercambio de cuerpos para descubrir que el marciano con quien se ha intercambiado es un delincuente en busca y captura, y embarcarse en una aventura que lo lleva de Nueva Jersey a Marte, y de ahí hacia el infinito y más allá. En el camino tenemos comedia de enredo, novela de espionaje, picaresca a saco, policíaco metafísico, novelón romántico, un western y una vuelta al hogar digna de la de la Dorothy de El mago de Oz. Y todo eso, no lo olvidemos, y aun reconociendo que los bruscos giros argumentales deslucen un poco el resultado, en solo 256 páginas. Hoy en día se necesitarían varias trilogías para contar tantas cosas.

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¿Qué fue de la fantasía de cachava y boina?

AutorJuan Manuel Santiago el 16 de marzo de 2013 en Divulgación

Cachava y boina

Hacia finales del siglo pasado, la irrupción de nuevas publicaciones especializadas en fantasía, ciencia ficción y terror produjo algunas obras que se cuentan entre las más originales del género jamás publicadas en español. Esta pequeña edad de oro se tradujo en el surgimiento de algunos autores hoy plenamente consolidados, pero también de otros que prometían mucho y cayeron en el olvido. A lo largo de la década de 1990 se constató la existencia de una tendencia «cañí», de carácter claramente localista, que bebía de fuentes como la serie de las Tierras Vagas, de Enrique Lázaro, Los cuentos del Sabio Loco de Majadahonda, de Ignacio Romeo, y novelitas ye-yé como Viaje a un planeta wu-wei, de Gabriel Bermúdez Castillo, en la que la capital del mundo era una Toledo de apenas ochenta habitantes, y en la que se editaba un periódico llamado El Clarinazo Matinal y el Avisador Irregular de la Gran Región Europea. Todo este sustrato estalló en forma de nova con la publicación de un relato singular de César Mallorquí, El mensaje perdido. A orajabiá suncai e Gedeón Montoya, en el que un gitano del Sacromonte adquiría el don de la omnisciencia. Después de aquello se publicaron obras como Estado crepuscular, una de las primeras incursiones narrativas del hoy muy famoso Javier Negrete, que también jugaba con las connotaciones fantásticas más cañís de la España profunda.

Por fuerza, todo este caldo de cultivo tuvo que traducirse en un movimiento que, de manera harto irónica, se dio en llamar de cachava y boina, por contraposición a la fantasía de espada y brujería (o a las películas de katana y gabardina). Fruto de estas inquietudes fue una antología absolutamente inencontrable hoy en día y que, pese a ser bastante irregular y haber quedado superada por el tiempo, conserva no obstante cierto valor histórico y literario, más allá del de mera curiosidad: Cuentos españoles de la España profunda, editada por José Miguel Pallarés. En ella se citaban los autores más destacados de aquel subgénero, desde José María Faraldo hasta Eugenio Sánchez, pasando por Ramón Muñoz, Elia Barceló, Javier Cuevas y Daniel Mares. Después de aquella antología parecía como si el subgénero fuera a hacer fortuna y consolidarse, pero nada más lejos de la realidad: apenas si consiguió despegar, y las publicaciones de género fantástico con componente castizo quedaron muy atenuadas, tal vez por la globalización del cambio de milenio y las posibilidades comerciales, hasta entonces inéditas, que empezaron a acompañar al género. Así pues, novelas como El enfrentamiento, de Elia Barceló, se quedaron en hitos excepcionales, y la corriente de la cachava y boina fue diluyéndose, cultivada, si acaso, por algún autor (casi siempre aragonés) como Óscar Bribián, Roberto Malo o Carlos Martínez Córdoba, pero en todo caso nada que justificase una segunda parte de la antología fundacional. El peso del género basculó hacia el terror y la ciencia ficción distópica, y de este modo las apariciones de la España rural en el género fantástico pasaron a convertirse en algo meramente decorativo, en vez de plantearse como parte de la premisa argumental. Las únicas excepciones de fuste ya no eran novelas de cachava y boina, sino obras de género fantástico en las que la España profunda formaba parte de la razón de ser de la novela, pero sin elementos exóticos o chuscos. ¿Ejemplos? Fin, de David Monteagudo, o Cenital, de Emilio Bueso. Resultaban impensables si no se ambientaban en la España profunda, pero estaba claro que no eran fantasía centrada en elementos tradicionales o cañís.

Y así fue como murió, sin haber llegado a nacer del todo, lo que podría haber sido un subgénero propio y distintivo, a la manera de las piernas amputadas que se entierran en Las sombras peregrinas, de Ramón Muñoz. Y así fue, también, como la única referencia válida de la cachava y boina española, después de tantos años, es una película inmortal y atemporal: Amanece, que no es poco, de José Luis Cuerda.

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