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Juan Manuel Santiago (Página 2)

Parodias literarias (I): Book-a-Minute

AutorJuan Manuel Santiago el 19 de septiembre de 2013 en Divulgación

Corpúsculo

Por suerte, el mundo de las parodias literarias es muy fecundo, hasta el extremo de que tal vez harían falta varias entradas como esta para esbozarlo, y aun así me quedaría corto. Entre cuentas de Twitter, perfiles falsos de Twitter, libros de parodias escritos «a la manera de» otros autores (ya llegaremos a ellos, pero apunten dos títulos para ir haciendo boca: Nueva historia universal de la infamia, de Rhys Hughes, y Guía del dragonstopista galáctico al campo de batalla estelar de Covenant en el límite de Dune: Odisea Dos, de David Langford), novelas o cuentos que les «toman prestada» la estructura o los personajes a otras obras y andanadas de profundidad varias, les aseguro que uno empieza y no acaba. Sin embargo, en esta entrada quería ceñirme a una sola página web que, a buen seguro, los colmará de solaz, risas y diversión.

Nacida en 1997 del choque de los talentos de David J. Parker, Samuel Stoddard, Geoffrey Brent y otros, Book-A-Minute («Libros en un minuto», en grosera traducción aproximada) parte de una premisa nada estúpida: vivimos en una sociedad cuyos tiempos son tan rápidos que apenas nos dejan un minuto libre, por lo que ¿para qué perder días o incluso semanas leyendo los grandes clásicos de la literatura si podemos tenerlos condensados en un solo párrafo o incluso en una sola frase? Ahora, con Twitter, la idea tal vez haya sido sobreexplotada, pero hablamos de mediados del Internet de la década de 1990.

Así pues, Book-A-Minute está estructurada en tres partes: ciencia ficción, cuentos infantiles y grandes clásicos de la literatura. Y además tiene una página hermana, Movie-A-Minute, dedicada a hacer lo mismo, pero con películas.

Por supuesto, cada cual tendrá sus favoritos, pero la idea es siempre la misma: descomponer el material de partida hasta su mínima expresión, para ridiculizarlo y, aunque parezca mentira, explicarlo a la perfección. Sorprende la lucidez que se desprende de las insensateces que llegan a leerse en esta página, sobre todo cuando destripan en una sola frase hilarante el sentido último de algún novelón trascendente.

Como todo esto es hablar por hablar, les ofrecemos algunos ejemplos, en traducción libérrima (el original está en inglés, y no nos consta que haya ni edición ni páginas web equivalentes en español), para que se hagan una idea de por dónde van los tiros.

Crepúsculo, de Stephenie Meyer
Edward Cullen: ¡Ay, omá, no sé si beberme tu sangre o darte un beso apasionado!
Bella Swan: Me has puesto cachonda.

Dune, de Frank Herbert
Frank Herbert: ¡Soy mucho más listo que vosotros! ¡Os reto a entender aunque sea uno solo de los párrafos de mi libro!
Lector: Veeenga, vaaaale, Frank Herbert, eres muy listo. Ni siquiera entendemos de qué va la trama.

Obras completas de Jane Austen
Protagonista femenina: Estoy enamorada en secreto del protagonista masculino, pero él no debe enterarse.
Protagonista masculino: Estoy enamorado en secreto de la protagonista femenina, pero ella no debe enterarse.
(Se enteran.)

Billy Budd, de Herman Melville
Capitán Vere: Billy Budd, como buen producto de la moda literaria, tus virtudes me recuerdan a las de Adán, padre de la humanidad.
(Está a punto de producirse un motín.)
John Claggart: La culpa de todo la tiene Billy Budd.
Capitán Vere: Ni por asomo: Billy Budd es inocente y puro. Pero colguémoslo de todos modos.
(Lo cuelgan.)

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Libros sobre editores y editoriales

AutorJuan Manuel Santiago el 29 de agosto de 2013 en Divulgación

Happiness TM

Como ya está explicando Alfredo Álamo en este blog, pegas una patada a un televisor y te aparece una serie ambientada en el mundo editorial o de la escritura. Con la narrativa sucede otro tanto, sobre todo desde que los autores transrealistas decidieron incluirse a sí mismos como elemento narrativo y anularon la delicada y no siempre delimitada barrera que separa la realidad de la ficción. Michel Houellebecq, Bret Easton Ellis o Philip K. Dick han creado trasuntos de sí mismos, en ocasiones llamados como ellos mismos, pero los ejemplos son incontables.

Sin embargo, ¿cuántas novelas, películas o series televisivas conocen ustedes que estén ambientadas en editoriales? Claro, en el mundo de la publicidad hay muchísimas, no necesariamente por el tirón de la serie Mad Men: podríamos remontarnos incluso a los relatos de ciencia ficción de Alfred Bester, que en la década de 1950 trabajaba en agencias publicitarias y dio buena fe de ello en algunas de sus historias. ¿Revistas? Las que quieran, desde Betty la Fea hasta Yo soy Bea, Sexo en Nueva York y, en general, un porcentaje sospechosamente elevado de narraciones de chick-lit. ¿El mundo de las imprentas? Denle un buen tiento a novelas como La noche a través del espejo o relatos como «Etaoin Shrldu», ambos de Fredric Brown. ¿Editoriales?

Repito: ¿editoriales?

Bueno, pues el caso es que no hay demasiado material; al menos, de ficción, claro. Si desean un punto de vista realista y comprometido de lo que es el mundo editorial visto desde dentro, no dejen de leer Editing. Arte de poner los puntos sobre las íes… y difundirlas, de Jacobo Muchnick, una conmovedora autobiografía laboral del que fue uno de los editores fundamentales de las letras en lengua española. Y es solo un ejemplo.

Como digo, no es que haya gran cosa. Supongo que el mundo editorial es demasiado aburrido per se, y los escritores ya tienen suficiente con el hecho de que los editores sean sus archienemigos como para que, encima, se les pase por la cabeza la mera idea de sublimarlos, mitificarlos o literaturizarlos, aunque sea para ponerlos a caer de un burro.

Porque los ejemplos más característicos de novelas ambientadas en el mundo editorial son, evidentemente, exagerados hasta la parodia. Veamos:

Por un lado, claro está, tenemos El diario de Bridget Jones (y su secuela, Sobreviviré), de Helen Fielding. Bridget trabaja en una editorial, al igual que la protagonista de ¿Quién te lo ha contado?, de Marian Keyes. Aparte del retrato del mundo editorial, resulta destacable el paralelismo con Orgullo y prejuicio, de Jane Austen, en un ejercicio de metaliteratura que no por evidente es menos meritorio. Pero aunque los personajes del mundillo están ahí, apenas son meros secundarios, lo importante es la historia de Bridget, que podría trabajar en cualquier otra cosa. El negocio editorial es una mera excusa.

Y aquí es donde Happiness, de Will Ferguson, marca la diferencia. Aun en el supuesto de que no quedara claro en los paratextos del libro, nos quedaría claro desde el principio que Ferguson ha editado libros de autoayuda, que conoce el mundo editorial muy bien, y que sus intenciones van más allá de la parodia: quiere hacer sangre, vengarse de ese mundo de locos. La persecución de un manuscrito rechazado por los basureros de la ciudad es una de las escenas más delirantes de la historia de la literatura moderna, así como la premisa de la novela: existe el libro de autoayuda definitivo, de verdad que puede ayudar a la gente… y, de paso, cambiar el mundo, no necesariamente para bien. Se le pueden disculpar las últimas cien páginas, duelo con autor demente incluido. Lo que importa es lo siguiente: es, tal vez, el libro más pasado de rosca que se ha escrito sobre el mundo literario, y uno de los que mejor lo retratan.

¿Se les ocurren más novelas, películas, series o cómics protagonizados por editores o ambientados en editoriales?

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¿Quién te lo ha contado?

Lecturas veraniegas: Trilogía de Nuestros Antepasados, de Italo Calvino

AutorJuan Manuel Santiago el 27 de agosto de 2013 en Divulgación

El barón rampante de Italo Calvino

Por algún motivo, El barón rampante siempre fue mi libro favorito de Italo Calvino, y siempre me pareció un libro «veraniego», de los que te lees en una tarde estival en tu casita de campo o el bosque más cercano, bajo la sombra de uno de esos árboles a los que, quién sabe, tal vez haya trepado algún niño rebelde, dispuesto a convertirse en el nuevo Cosimo Piovasco de Rondò.

La historia es la siguiente. Cosimo tiene doce años, es el heredero de una baronía situada en la Liguria del siglo XVIII, y un buen día se alza contra las imposiciones de su estricta madre y de su calzonazos padre. Para ello no se le ocurre cosa mejor que gritar que no le gustan los caracoles y trepar a un árbol, del que promete solemnemente no bajarse nunca. Promesa que, como veremos en las trescientas páginas que vienen a continuación, cumple.

Pero Cosimo no pierde el tiempo, ni se aísla del mundo. Todo lo contrario, es un actor determinante de los acontecimientos de su baronía: la Ilustración, las invasiones napoleónicas (el encuentro con Napoleón en persona es desopilante). Y, por supuesto, tiene tiempo para vivir, comer, leer… y amar. Todo ello, sin bajarse del árbol. Cosimo es una mezcla del Buen Salvaje de Rousseau, de Tarzán de los Monos y de buen gobernante ilustrado, y nos depara momentos de grata lectura y un final apoteósico que, ya digo, hace que esta sea mi obra favorita de Italo Calvino, por encima de sus inmensas novelas sobre la segunda guerra mundial (El sendero de los nidos de araña), sus inmensos homenajes a Jorge Luis Borges (Las ciudades invisibles) y sus inmensas muestras de erudición (El motel de los destinos cruzados).

Pero ¡ah! El barón rampante forma parte de una (falsa) trilogía histórica en la que Calvino se vale de la ambientación histórica para construir metáforas universales. Si El barón rampante es un optimista canto a la libertad a la par que una reescritura de Rousseau, El vizconde demediado es una novela mucho más sombría (y breve) sobre la dualidad de la naturaleza humana a la par que una escritura de El Dr. Jeckyll y Mr. Hyde de Robert Louis Stevenson, y El caballero inexistente nos habla de la alienación humana, el sinsentido de la vida, la nada que se esconde debajo de nuestra apariencia externa y, en resumen, todas las coordenadas de la novela existencialista tan en boga durante el segundo tercio del siglo XX.

La trilogía se puede disfrutar en conjunto o por separado, ya que se trata de novelas autoconclusivas, pero ya que estamos, les recomiendo que se las lean todas: de este modo, el placer de leer a Italo Calvino será triple.

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Maneras de inspirarse (I): Fredric Brown

AutorJuan Manuel Santiago el 19 de agosto de 2013 en Divulgación

Fredric Brown

Los escritores son gente rara, lo cual quiere decir que hay que aguantarles todas sus tonterías porque, en teoría, tienen una finalidad clara: no interrumpir su proceso creativo. Si eso implica levantarse a las tres de la mañana, escribir de pie frente a un atril o trabajar de vigilante en un hotel, pues bienvenido sea. Insistimos: el autor es un genio, ese es el método que ha escogido, y no vamos a interrumpirlo, pues ese cabeceo y esos ronquidos seguro que ocultan la inspiración para la enésima obra maestra, y los legos somos incapaces de entenderlo.

Son muchas las maneras que los escritores tienen de inspirarse, pero una de las más llamativas, sin duda, era la de Fredric Brown.

Brown detenta el honor de ser un maestro indiscutido en dos géneros no siempre bien delimitados aunque con unos fandoms bien diferenciados: la ciencia ficción y la novela policíaca. Aunque las idas y venidas entre géneros son frecuentes, y muchos escritores bordan ambos géneros cuando se adentran en ellos, es sumamente inhabitual que un autor sea considerado uno de los nombres de referencia del policíaco y de la ciencia ficción. El aficionado español actual tal vez no lo perciba así, ya que sus grandes obras policíacas están descatalogadas en su inmensa mayoría, mientras que sus obras de ciencia ficción, desde novelas capitales como Universo de locos y ¡Marcianos, largo de aquí! (o ¡Marciano, vete a casa! o ¡Marcianos, go home!, dependiendo de la edición) hasta sus relatos cortos (recopilados en Ven y enloquece y Luna de miel en el infierno) han sido reeditadas. Es una verdadera tragedia que novelones como La trampa fabulosa, La bestia dormida o La noche a través del espejo no se puedan encontrar en catálogo.

En todo caso, la trayectoria vital de Fredric Brown fue azarosa. Después de trabajar como corrector de pruebas y tipógrafo en una redacción de periódico, su delicada salud lo obligó a mudarse a Taos (Nuevo México), cuyo clima seco calmaba sus problemas respiratorios. Sin embargo, Brown incurría con demasiada frecuencia en los bloqueos creativos, agravados por su contumaz alcoholismo, que conjuraba de una manera poco provechosa para su salud: se pasaba las tardes en el bar del pueblo, donde, entre farra y farra, pergeñaba algunos de sus magistrales relatos cortos. No es difícil ver la huella del delirium tremens en historias como Pesadillas y Geezenstacks.

Pero el alcohol y el bar no siempre eran suficientes, y los plazos de entrega se le echaban encima. ¿Qué hacía Brown en esos casos? Pues, según cuenta su mujer, se dedicaba a hacer todo tipo de locuras, desde hacerle la vida imposible a su gato hasta agarrar el primer autobús de línea de la compañía Greyhound que pasara por Taos, dejarse llevar hasta donde la carretera lo condujese y, pertrechado siempre con su inhalador y por su botella de licor, pasar varios días recorriendo la geografía del Oeste de los Estados Unidos, observar, observar y observar a su alrededor y regresar, de manera casi infalible, con el argumento de una nueva obra maestra en la cabeza.

No podemos recomendarle este método a todo el mundo, pero es evidente que a Brown le funcionaba. Su extensa y brillante obra lo atestigua.

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Cinco grandes cuentistas olvidados de la ciencia ficción

AutorJuan Manuel Santiago el 17 de agosto de 2013 en Divulgación

Cordwiner Smith

Como todo género literario que ha crecido gracias a la difusión de la cultura popular y la consolidación de las revistas durante las primeras décadas del siglo XX, la ciencia ficción no puede entenderse sin los relatos, sobre todo hasta la década de 1970. La historia de la ciencia ficción, al menos hasta el último tercio del siglo pasado, es la historia de las revistas y de los relatos de ciencia ficción. Muchos de sus autores gozan hoy de un prestigio bien merecido, tanto si solo cultivaron la ficción breve como si se adentraron en la novela: basten los nombres de J. G. Ballard, Alfred Bester, Ray Bradbury, Fredric Brown o Philip K. Dick. Todos ellos son, por así decir, patrimonio de la humanidad, referencias inexcusables en la cultura popular del siglo XX.

No obstante, las revistas especializadas produjeron muchas otras luminarias que hoy han caído en el olvido y que, sin embargo, son plenamente reivindicables. Casi sin excepciones, estos autores están descatalogados y, casi sin excepciones también, apenas se los tiene en cuenta al escribir la Historia con mayúsculas de la literatura fantástica. Hay muchos más, por supuesto, pero allá van cinco nombres que considero imprescindibles, y que tal vez alguien debería reeditar porque merecen la pena, aunque sea por completismo.

Stanley G. Weinbaum (1902-1935). Durante la década de 1930, cuando el factótum de la ciencia ficción era Hugo Gernsback, las revistas Astounding y Wonder Stories todavía no hacían prever la revolución que iba a llevar a cabo J. W. Campbell y, en definitiva, Flash Gordon y Buck Rogers eran lo más representativo que había producido el género, el joven Weinbaum dinamitó el género para siempre gracias a un relato, Una odisea marciana, en el que presentaba al primer marciano realmente «marciano» (es decir, no humanoide) muy simpático y creíble. Apenas año y medio una veintena de relatos después, Weinbaum murió de cáncer de pulmón a la simbólica edad de treinta y tres años, y solo cuatro décadas después aparecieron varias novelas suyas, de las que solo La llama negra se ha traducido al español. Pero su esencia está en Una odisea marciana, el primer gran cuento aparecido en revistas especializadas de ciencia ficción.

Henry Kuttner (1915-1958). Otro autor que murió de manera prematura, pero que escribió una obra mucho más abultada, tanto de ciencia ficción como de terror, gran parte de ella en compañía de su mujer, Catherine L. Moore, con seudónimos como Lewis Padgett. Su cuento más famoso es Las ratas del cementerio, un brillante homenaje a su colega H. P. Lovecraft, pero debería ser recordado por otro curioso homenaje, este a Lewis Carroll: Mimosos se atristaban los borlóboros. Ni se molesten en buscar su antología Lo mejor de Henry Kuttner, más que descatalogada.

Cordwainer Smith (1913-1966). Junto con Robert A. Heinlein y Jack Vance, tal vez el autor de ciencia ficción que despierta desencuentros más viscerales: o lo amas o lo odias. No hay puntos intermedios. Cordwainer Smith era el seudónimo de Paul Linebarger, un destacado fontanero de la Casa Blanca (fue asesor del presidente Kennedy), políglota, tuerto, as de la inteligencia militar especializado en guerra psicológica y en el Lejano Oriente, y personaje bastante de derechas que, en un momento dado, urdió uno de los universos referenciales más fascinantes de la historia del género: la Instrumentalidad, cuyas treinta y pocas narraciones recopiló en cuatro volúmenes Ediciones B (en una edición, sí, lo adivinan, absolutamente inencontrable en la actualidad). Historias como Alpha Ralpha Boulevard, El juego de la rata y el dragón o Los observadores no viven en vano nos trasladan a un futuro irreconocible, postcatastrófico, poblado de telépatas y con gente que, definitivamente, no piensa como nosotros.

James Tiptree, jr. (1915-1987). Al igual que Smith, un personaje tan absorbente como su obra, y cuya biografía se merece una entrada aparte en este blog. Alice Bradley, llamada Alice Sheldon tras su matrimonio con Huntington Sheldon, era una chica de buena familia que hizo sus pinitos como pintora, fue psicóloga experimental, trabajó para la CIA cuando dicha agencia los captó a ella y su marido, y revolucionó el género con los seudónimos Raccona Sheldon y James Tiptree, jr. Durante diez años publicó desde el más absoluto anonimato (incluso engañó a autores como Robert Silverberg, que estaban convencidos de que era un hombre), se llevó los premios más importantes del género y a mediados de la década de 1970 se descubrió su verdadera identidad. Sus recopilaciones Mundos cálidos y otros y Cantos estelares de un viejo primate, que contienen obras maestras de la narrativa del siglo XX como Houston, Houston, ¿me recibe? o Amor es el plan el plan es la muerte son de lectura obligada. E imposibles de encontrar, claro está.

William Tenn (1920-2010). Seudónimo de Philip Klass, profesor universitario y brillante historiador del género, se caracterizó por un empleo de la sátira más propio de la tradición de sus islas Británicas natales que de la literatura al uso en sus Estados Unidos adoptivos. En los cuentos de las (ejem, ejem, descatalogadas) Tiempo anticipado y Mundos posibles podemos leer media docena de obras maestras, entre ellas Tiempo anticipado y La enfermedad.

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Las cinco mejores novelas de Philip K. Dick

AutorJuan Manuel Santiago el 16 de agosto de 2013 en Divulgación

Los tres estigmas de Palmer Eldritch - Philip K. Dick

En realidad, esta entrada podría titularse Cinco novelas recomendables de Philip K. Dick, sin ningún motivo particular; vaya, que son las que me apetece recomendar, y ya, pero sería un título demasiado extenso… y, además, la etiqueta de «lo mejor de» siempre motiva más al lector que vaguedades en plan «lo más recomendable» o «lo que más me mola».

Dicho esto, convengamos en que Philip K. Dick (1928-1982) es uno de los autores de referencia de la narrativa anglosajona del siglo XX, es tal vez el autor de ciencia ficción más influyente a fecha de hoy (gracias, sobre todo, a las adaptaciones cinematográficas de sus obras), ha creado escuela (no hace falta explicar que el adjetivo «dickiano» se refiere a toda aquella trama en la que se pone en duda de manera sistemática el concepto de realidad tal y como lo conocemos) y, en resumen, tiene una obra tan abultada y brillante como irregular, por lo que nunca viene mal desbrozar lo bueno de lo malo. Otro día, si eso, les obsequio con una entrada sobre sus cinco peores novelas.

Puestas así las cosas, aclaro que este listado de novelas más que recomendables de Philip K. Dick no es inmutable, y que mañana podría reescribir esta entrada y ofrecerles otras cinco novelas, sin repetir ninguna. Porque, a fin de cuentas, el lector medio estará esperando que tire por lo predecible y les hable de las novelas más célebres de Dick: El hombre en el castillo, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Tiempo de Marte, Ubik o Valis. Pues no, hoy no toca. Es la ventaja de hablar de un autor con al menos una docena de obras maestras incontestables… más los relatos, terreno que merecería otra entrada similar a esta.

Por orden cronológico de escritura, estas son las cinco afortunadas.

Tiempo desarticulado (escrita en 1958 y publicada en 1959). Fuente de inspiración indisimulada de El show de Truman (y, de manera algo más disimulada, de las secuencias paranoicas de Una mente maravillosa), nos muestra a un Philip K. Dick que aún escribía novelas realistas de tapadillo, pero introduciendo elementos de ciencia ficción para poder venderlas en un mercado que tenía asegurado. La premisa (que un señor como Raggle Gumm pueda subsistir gracias a su capacidad de ganar todos los días el premio en metálico reservado a quien acierte el pasatiempos del periódico) conecta directamente con el centenar de relatos que escribió en la década de 1950, por lo que, en cierto modo, también se trata de una novela-gozne con su brillante producción breve. Sin duda, la primera gran novela de Philip K. Dick.

Clanes de la luna Alfana (escrita en 1963 y publicada en 1964). Viene avalada con la etiqueta casi eterna de «la mejor de las novelas menores de Philip K. Dick», lo cual es rigurosamente cierto hasta que te la relees y descubres que, ¡qué narices!, es un pedazo de novelón. Fue escrita en la época en la que Dick se zampaba hasta un centenar de pastillitas al día y escribía cuatro o cinco novelas al año, lo que no hace sino acentuar su mérito. La idea de que un planeta habitado por tribus o clanes cuyos componentes padecen diferentes trastornos mentales es tan desquiciada que parece condenada al fracaso, pero Dick consigue que funcione y, de paso, nos regale más momentos deslumbrantes que en muchas de sus novelas supuestamente grandes (léase la reunión del primer capítulo, con sorpresa final). Uno de esos Dick a los que no te queda más remedio que tenerles cariño, mucho cariño.

Los tres estigmas de Palmer Eldritch (escrita en 1964 y publicada en 1965). Ahora la venden con el reclamo de «novela que previó el cambio climático», aunque, por supuesto, la intencionalidad de Dick apuntaba en otra dirección: nos hallamos ante su primera novela religiosa, verdadera precursora de Valis y de sus últimas obras, y en ella se pueden percibir muchísimas de las obsesiones de juventud del autor (la máscara de Palmer Eldritch no es sino una sublimación de la careta antigás de la primera guerra mundial con la que el padre de Dick asustaba a su hijito de tres años). Cuentan las leyendas urbanas que John Lennon quiso adaptarla al cine, lo que da una idea del predicamento que comenzaba a tener Dick en los ambientes contraculturales de la década de 1960.

Una mirada a la oscuridad (escrita en 1973 y publicada en 1977). Aquí no hay excusa que valga: es la novela fundamental de Dick, por el momento en que la escribió y por las cosas que cuenta en ella, nada menos que el proceso en el que tocó fondo en el mundo de la droga, así como su rehabilitación paulatina. El epílogo, dedicado a sus amigos muertos o con secuelas por culpa de la droga (entre los cuales se cuenta él mismo), es tan estremecedor que uno se queda sin palabras. La adaptación al cine, más que digna, ayudó a cimentar su fama entre los nuevos lectores de Dick, que llegaban sin prejuicios a la novela de ciencia ficción más hippie de Dick, o la novela beatnik más cienciaficcionera, según se mire.

Radio Libre Albemut (escrita en 1976 y publicada en 1985). Novela póstuma, se trata de un borrador de la más que famosa Valis, la novela en la que Dick reconoce de manera descarnada y sincera que estaba loco de atar, y que no era buena idea chutarle pentotal sódico cuando iba al dentista. A diferencia de esta, Dick se recrea más en la trama política, en vez de tirar por la vertiente autobiográfica, lo que hace un poco incomprensible el que la novela fuera rechazada por su editor: es muy entretenida y reivindicable, y lleva al paroxismo la paranoia del autor con su bestia negra, Richard Nixon, convertido aquí en Ferris F. Fremont, un anticristo capaz de montar un sistema opresor que nos permite considerar esta novela como una de las distopías orwellianas más estremecedoras del último cuarto del siglo XX, en la que, además, parece que, al fin y al cabo, el Imperio sí podría tener fin.

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Perseguidos por su éxito (I): Arthur Conan Doyle

AutorJuan Manuel Santiago el 14 de agosto de 2013 en Divulgación

El mundo perdido

Muchos escritores son incapaces de sobreponerse al éxito de determinadas obras suyas, y terminan encasillándose, aunque no les apetezca. A fin de cuentas, una vez que has triunfado resulta difícil no ceder a la tentación de seguir haciendo más de lo mismo. Por expresarlo con símiles musicales, lo difícil no es hacer un Bad después de haber triunfado con un Thriller, sino embarcarte en un Achtung Baby o un Automatic for the People después de haberlo petado con un The Joshua Tree o un Out of Time.

El caso paradigmático de escritor víctima de su propio éxito es Arthur Conan Doyle. Su obra es ingente, el autor le dio a todos los palos literarios posibles, desde la novela histórica hasta la ciencia ficción avant-la-lettre, pasando por esos últimos y sonrojantes años consagrados a buscar hadas… pero todo el mundo lo recuerda por la inmortal creación del detective Sherlock Holmes y su ayudante el doctor Watson. Consciente de que Holmes era un lastre para su carrera literaria, y de que lo que realmente le gustaba era la novela histórica, Doyle llegó todo lo lejos que se puede llegar, y mató a su criatura, en contra del consejo de su madre, que le había advertido de que los lectores no se lo iban a tomar bien.

¿Qué sucedió? Lo previsible: los lectores no se lo tomaron bien. Cuando Doyle precipitó a Sherlock Holmes y su archienemigo Moriarty por las cataratas de Rochenbach en el relato El problema final, de 1893, la reacción de sus lectores fue aún más dura de lo que había previsto la madre del autor, y hace que a su lado las diatribas de los espectadores de Juego de tronos y los lectores de Canción de Hielo y Fuego contra George R. R. Martin sean casi reconfortantes. Consecuencia: Doyle resucitó a Sherlock Holmes en La casa deshabitada y, de paso, escribió algunas de las mejores obras surgidas de su pluma.

Pero Holmes no dejó de ser una carga impuesta por el éxito seguro. En realidad, lo que le gustaba a Arthur Conan Doyle era la novela histórica. Una de sus mayores decepciones fue comprobar que el público desdeñaba obras tan maravillosas como La Compañía Blanca, ambientada en la Aquitania de la guerra de los Cien Años y protagonizada por los entrañables Juan de Hordle, Samkin Aylward, Alleyne Edricson y sir Nigel Loring, que habría de protagonizar la llamémosle precuela, Sir Nigel, que cosechó un fracaso aún más rotundo que su predecesora. No le fue mucho mejor con Las hazañas del brigadier Gerard y Aventuras de Gerard, ambientadas durante las guerras napoleónicas y tan trepidantes y divertidas como las dos novelas ya citadas.

Si hubo una obra que resarciera a Doyle del fracaso (relativo) que supuso haber vivido y escrito a la sombra del éxito del omnipresente y absorbente Sherlock Holmes, esa fue la serie del profesor Challenger, que dio obras tan entretenidas como El mundo perdido, un pequeño clásico de la literatura fantástica del cambio de siglo.

En cuanto a los coqueteos de Arthur Conan Doyle con el espiritismo y lo que hoy llamaríamos magufismo, corramos un tupido y piadoso velo.

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Escritores y sin embargo hermanos (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 12 de agosto de 2013 en Divulgación

El desencanto

En una entrada de este blog hablábamos de Gerald Durrell, y de cómo su inmenso talento como zoólogo queda ensombrecido (aunque, para quien esto escribe, tal vez no tanto) por el de su hermano mayor Lawrence. No es el primer caso de hermanos escritores, ni el último. Aunque los estilos, temáticas e intereses de ambos Durrell se parecían como un huevo a una castaña, lo cierto es que haber crecido en el mismo sustrato cultural ayuda a adquirir aficiones o profesiones similares.

Muchas veces, estos hermanos pueden crecer como literatos a la sombra de un padre omnipresente, como en el caso de los Panero, cuya existencia conoce la mayoría gracias al díptico fílmico formado por El desencanto (Jaime Chávarri, 1976) y Después de tantos años (Ricardo Franco, 1994) o la canción de Nacho Vegas, pero cuyas obras tal vez no sean tan conocidas, por desgracia. Leopoldo Panero, poeta áulico del régimen franquista y hermano asimismo de otro poeta, Juan, se casó con la también escritora Felicidad Blanc y engendró tres hijos que acabaron siendo escritores: Juan Luis, el ya mentado Michi y, por supuesto, el divina y locamente genial Leopoldo María.

Las sagas literarias son habituales. Si los Panero se convirtieron en una metáfora del franquismo porque la sombra de un padre estricto que encarnaba los valores de un régimen opresivo los desarraigó y convirtió en malditos (no me lo invento yo, lo dicen ellos en El desencanto), los Goytisolo no les van a la zaga. El detonante de la poética de la familia Goytisolo es la muerte de la madre, Julia Gay, en 1938 durante uno de los durísimos bombardeos franquistas a Barcelona. Ello explica el exilio voluntario de Juan en París y Marraquech, y el enfoque de la realidad española que realiza en Señas de identidad o Reivindicación del conde don Julián. También explica la trayectoria poética del mayor de los hermanos, José Agustín, que le dedicó a su madre uno de los poemas más famosos de la Generación de los 50: Palabras para Julia. Y, por supuesto, explica los artificios literarios del pequeño de la saga, Luis, quien se atrevió a enmendarles la plana nada menos que a Stanislaw Lem, James Joyce y Patrick Hannahan.

Aunque claro, para hermanos literatos, los Machado, Antonio y Manuel. Puestos a convertir familias en metáforas, los Machado lo son de las dos Españas, de la que ha de helarte el corazón y de la otra, pues la guerra civil los enfrentó: Antonio quedó en el bando republicano, y Manuel, en el nacional. La peor parte, en lo personal, se la llevó Antonio, claro está, que falleció en el exilio de Collioure pocas semanas después del fin de la contienda, aunque justo es reconocer que los méritos literarios de Manuel son innegables y, en ocasiones, no tienen nada que envidiar a los de Antonio. En todo caso, también nos quedan sus colaboraciones, que las hubo. Y ese será el asunto de otra entrada de este blog: la de los hermanos literatos que escriben en coautoría.

Pero puestos a rizar el rizo, acá va un póker de hermanos escritores: Charlotte, Emily, Anne y el benjamín Branwell Brontë, autores de Jane Eyre, Cumbres borrascosas, Agnes Grey y… y…, bueno, ¿quién se acuerda?, respectivamente.

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AutorJuan Manuel Santiago el 9 de agosto de 2013 en Divulgación

La isla de hormigón - J. G. Ballard

Lo ideal habría sido hablar de las cinco mejores antologías de relatos de J. G. Ballard, pero el anuncio de la próxima publicación en castellano de sus cuentos completos hace ociosa esta tarea (de todos modos, no desesperen: seguro que escribo acerca de sus cinco mejores cuentos), por lo que nos centraremos en sus novelas. Como sucedía en la entrada sobre las cinco mejores novelas de Philip K. Dick, estas cosas van según el día que tenga uno: seguro que si hubiera escrito este artículo mañana, o ayer, estaría hablándoles de otras cinco novelas, como por ejemplo El mundo de cristal, La sequía, Rascacielos, El imperio del sol o Noches de cocaína, todas ellas magistrales. El caso es que las obras mencionadas en esta entrada son plenamente recomendables, y nos permiten hablar de uno de los autores visionarios que ha ayudado a redefinir el espacio interior de miles de lectores de todo el mundo.

El mundo sumergido (publicada en 1962). El Londres poscatastrófico que nos presenta esta novela, en la que el mundo regresa a su estado prehistórico y los instintos humanos se rebajan al cerebro reptiliano, se puede sondear en obras tan dispares como El club de la lucha, de Chuck Palahniuk (con las proclamas de Tyler Durden hablando de cómo será el mundo después del triunfo de su revolución), o la película Doce monos, de Terry Gilliam, en la que vemos como el paisaje interior, el subconsciente reprimido, emergen al mundo exterior y pueblan las calles con nuestros miedos y sueños en forma de animales de zoológico huyendo en desbandada. Ballard va más allá de las novelas de catástrofes y nos ofrece un alucinante viaje interior y exterior hacia un mundo descabellado y fascinante a partes iguales. Además, Kerans es un prototipo de personaje ballardiano, individualista e insondable.

Crash (publicada en 1973). Tal vez la más conocida de las novelas de Ballard, gracias sobre todo a la impecable adaptación que realizó David Cronenberg en 1995, Crash siempre ha sido objeto de debate: ¿es o no es ciencia ficción? En mi opinión, sí lo era en el momento de su escritura, y tal vez en el de la aparición de la película, pero ahora es realismo puro y duro. Cosa que, por otro lado, es muy frecuente en la obra de Ballard. El tratamiento que da de la sexualidad mutante propiciada por el elemento tecnológico, con arreglo al cual somos unos cíborgs incapaces de excitarnos sin ayudas externas y mecánicas, unos seres que jamás alcanzaremos el orgasmo si no median accidentes de coche y celebrities, es de lo más enfermizo que se ha escrito nunca… lo cual incluye libros muy enfermizos del propio Ballard, como la recopilación de relatos La exhibición de atrocidades.

La isla de hormigón (publicada en 1974). ¿Cómo? ¿Que estoy equivocado y su verdadero título es La isla de cemento? Pues depende. En la edición antigua de Minotauro, sí; pero en la última reedición de RBA el título es La isla de hormigón. En todo caso, se trata de la «robinsonada» más extrema de la historia de la literatura: Maitland, el protagonista, queda encallado en una isla situada en la ronda de circunvalación de Londres. Los automóviles de paso, incapaces de reparar en nada que no sea la carretera, lo separan de una ciudad de ocho millones de habitantes, lo cual acentúa su soledad (y la nuestra, por ende), y lo condena a formar su propia sociedad, apartado de todo y, sin embargo, apenas a unos metros de la civilización. Una metáfora brutal de la soledad y la incomunicación a las que nos somete la tecnología moderna.

Furia feroz (publicada en 1988). Esta novelita corta, que tardó dios y ayuda en aparecer publicada en español, es la piedra angular de la última etapa de Ballard. Sin ella no existirían ni Noches de cocaína (que es la novela que casi todos habríais incluido en este listado, como representante de la última etapa de Ballard, ¿a que sí?) ni Super Cannes ni Milenio Negro. La historia entrecruzada de un asesinato múltiple en una urbanización de lujo con la desaparición y posterior aparición de sus habitantes más jóvenes nos habla de un mundo instalado en el aquí y el ahora, sin ningún maquillaje ni decorado tecnológicos o naturales que nos distraigan: el futuro, evidentemente a peor, está gestándose aquí y ahora, y tiene protagonistas a los hijos de las clases acomodadas. Los pijos heredarán la tierra… no sin antes liarla parda. Una novela que de verdad, de verdad que quita el aliento.

La bondad de las mujeres (1991). Las novelas autobiográficas de J. G. Ballard son las grandes incomprendidas de su producción literaria, acaso por la larguísima sombra de la predecesora de esta, El imperio del sol (1984), que todos conocemos gracias a la película de Steven Spielberg. Pero lo bueno, lo realmente bueno, comienza cuando el pequeño Jim sale de Shanghái y aterriza en un Reino Unido de posguerra que, a decir verdad, era mucho más marciano que la China invadida por los japoneses. Vemos aquí los veinte siguientes años en la vida de Jim, y todo el proceso que lo lleva a convertirse en J. G. Ballard, escritor alucinado, visionario imprescindible, mitómano femenino impenitente, y frágil padre viudo de familia. Tal vez lo cuente mejor en Milagros de vida, pero se trata de una autobiografía, mientras que La bondad de las mujeres es una novela autobiográfica. No es lo mismo, y esta entrada versa sobre las novelas de Ballard.

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Lecturas veraniegas: Unas cuantas de piratas

AutorJuan Manuel Santiago el 5 de agosto de 2013 en Divulgación

Historia de la piratería

Aunque la franquicia de la Disney (ya saben, la de Johnny Depp) y algunas novelas como En costas extrañas de Tim Powers llevan un par de décadas intentando resucitar el género de piratas, lo cierto es que esta temática no parece levantar cabeza, ni ser sombra de lo que fue. De hecho, y si exceptuamos de manera colateral el videojuego Monkey Island, a duras penas podríamos afirmar que las novelas y películas de piratas formen parte de la educación sentimental de cualquiera que tenga menos de cuarenta y tantos años. Atrás quedaron las películas de Burt Lancaster y Errol Flynn, la teleserie Sandokán, o incluso la película de Roman Polanski que, intuyo, intentaba relanzar el género y no hizo más que echarle la paletada definitiva a su tumba, hasta que Johnny Depp lo resucitó.

Sin embargo, no quiero hablarles de novelas de piratas, sino de la bibliografía en la que suelen basarse estos. En efecto, casi todas las narraciones de piratas escritas de siglo y medio para acá beben, en mayor o menor medida, de dos ensayos monumentales, creo que bastante accesibles y muy entretenidos que merece la pena leer. Y de una autobiografía, no sabemos si fiable pero igualmente entretenida.

Por un lado tenemos la Historia general de los robos y asesinatos de los piratas más famosos, obra de 1724 firmada por un tal capitán Charles Johnson y que suele atribuirse a Daniel Defoe (sí, el de Robinson Crusoe, Diario del año de la peste y Moll Flanders), aunque también podría ser de un tal Nathaniel Mist. Se trata de una cuarentena de biografías, desde Barbanegra hasta William Kidd, que vienen a describir lo mejor de cada casa, sobre todo si esta casa estaba en el mar Caribe. Para bien y para mal, este ensayo configuró la idea general que tenemos de los piratas, ya que sirvió de inspiración para La isla del tesoro, de Robert Louis Stevenson…

… hasta que llegó Philip Gosse y nos regaló la Historia general de la piratería (1932), una obra muchísimo más documentada, fidedigna y, si me quieren entender, próxima al realismo sucio, que configuró la idea general que los narradores de la segunda mitad del siglo XX se formaron de los piratas, no solo de los caribeños sino también de los mares del Sur. Tal vez no sea tan entretenida como la de ¿Daniel Defoe?, pero sí es mucho más erudita, e igualmente disfrutable.

Pero claro, estas dos obras no dejan de ser ensayos basados en opiniones de segunda mano. Si quieren un testimonio directo y fidedigno de lo que era la vida pirata, no dejen de leerse la autobiografía de uno de ellos… o, más bien, del médico de a bordo de un barco pirata. Bucaneros de América, de Alexandre Olivier Exquemelin, apareció nada menos que en 1678, cuando la piratería británica y holandesa se encontraba en el apogeo de su actividad y ponía en peligro real (¡y de qué manera!) la economía española. Exquemelin nos cuenta cómo es secuestrado por unos piratas, llevado a la isla de la Tortuga y, una vez allí, se da a la vida pirata, como cirujano de a bordo del famosísimo pirata Morgan. La parte en la que narra el asedio de Panamá es de traca, créanme. Imposible encontrar más épica y más barbaridades en tan pocas páginas.

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