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Juan Manuel Santiago

Frederik Pohl (1919-2013): Adiós al humanista de la CF anglosajona (II)

AutorJuan Manuel Santiago el 26 de febrero de 2014 en Divulgación

Mercaderes del espacio - Frederik Pohl

El Pohl faneditor de la década de 1930, agente literario (el único que tuvo Asimov) de la década de 1940 y escritor contestatario de la década de 1950 le dio paso al editor profesional de referencia de la primera mitad de la década de 1960.

Bajo su batuta, las revistas Galaxy e If dejaron atrás los logros de la Edad de Oro que había propiciado el anterior director, Horace Gold (que le había publicado Mercaderes del espacio de manera seriada en Galaxy), los superaron de largo, y sentaron las bases de la verdadera revolución del género: la New Wave. Pohl comenzó a publicar a autores como Samuel R. Delany, e incluso, pese a que sus hechuras eran clásicas, aportó su granito de arena a las revolucionarias Visiones peligrosas de Harlan Ellison (quien, de este modo, le devolvía el inmenso favor de haberle publicado uno de los mejores relatos de la historia del género: ¡Arrepiéntete, Arlequín!, dijo el señor Tic-Tac), tras las que el género ya no volvió a ser lo que era.

Después del Pohl editor de referencia de la década de 1960 llegó, de manera similar a la trayectoria que estaba siguiendo su viejo amigo Isaac Asimov, la fase de vieja gloria multipremiada. A lo largo de la década de 1970, Pohl ve cómo su impagable novela Pórtico hace pleno (se lleva los premios Hugo, Nebula, Locus y J. W. Campbell). Aunque el resto de la saga de los Heechee, a la que dio origen, oscila entre lo meramente simpático y lo decididamente prescindible, Pórtico es una de las grandísimas novelas del género, un auténtico canto al sentido de la maravilla, la exploración espacial, los peligros de lo desconocido, los límites del amor y la amistad, la cobardía, el complejo de culpa subsiguiente y, por qué no, las miserias del psicoanálisis. La creación de un escenario inolvidable (tan solo equiparable, en aquella década, a la propuesta de Arthur C. Clarke con la serie de Rama) es casi lo de menos: Pórtico es una novela de personajes. Y Robinette Broadhead es, junto con el Mitchell Courtenay de Mercaderes del espacio, uno de los personajes mejor perfilados del género, así como el psicoanalista Sigfrid von Shrink es uno de los robots más conseguidos de la ciencia ficción.

Pórtico fue la mejor novela de su última etapa, pero en absoluto la única destacable. Tal vez Homo plus, una buena historia de colonización marciana protagonizada por un cíborg, haya envejecido mal con el tiempo, cosa que también le sucede a Jem, una estimable novela de colonización espacial con estados-megacorporaciones de por medio (naaada que ver con Prometheus), pero también recibieron su buena ración de premios. Más estimables son Los años de la ciudad, Chernobil o La llegada de los gatos cuánticos, novelas de buena factura e ideas más que interesantes. No obstante, donde Pohl echó el resto fue en la secuela de la mítica Mercaderes del espacio. En efecto, y aunque carece de la grandeza de la novela original, La guerra de los mercaderes retoma las mismas preocupaciones y temática, treinta años después, y consigue que funcionen sin que la cosa ni el paso del tiempo la hagan rechinar. No es poco mérito. Y, desde luego, es una novela tan entretenida como la primera.

Frederik Pohl nos deja, y con él, una época. Ha muerto el autor que fue la esencia misma del fandom estadounidense. Ni que decir tiene que, por encima de toda su obra, recomiendo encarecidamente Mercaderes del espacio y Pórtico, pero cada uno de ustedes tendrá su novela favorita, o incluso es probable que reivindique su nada desdeñable faceta de escritor de relatos. ¿Por qué obra recordarán a Pohl?

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Frederik Pohl (1919-2013): El humanista de la CF anglosajona (I)

AutorJuan Manuel Santiago el 25 de febrero de 2014 en Divulgación

Frederik Pohl

El año 2013 causó estragos entre los escasos autores supervivientes de la Edad de Oro de la ciencia ficción. En apenas cuatro meses fallecieron Jack Vance, Richard Matheson y, luego, Frederik Pohl. De todos ellos, este último tal vez fuera el autor más consistente e influyente; entre otras cosas, por su doble condición de escritor y editor.

En efecto, Frederik Pohl es uno de los personajes de referencia de la ciencia ficción anglosajona. Si alguien tuviera que escribir la historia del fandom estadounidense, Pohl sería el hilo conductor. Nacido en 1919 en Nueva York, Pohl siguió la trayectoria típica del aficionado al género que se acaba profesionalizando: comenzó editando sus fanzines siendo aún imberbe, de ahí dio el salto a las revistas profesionales, vio publicados sus relatos y, más tarde, sus novelas, y terminó representando y editando a otros autores; al final de su trayectoria se convirtió en una vieja gloria, se permitió algunos caprichitos como editar blogs a la tierna edad de noventa años, y falleció como había vivido: entre el respeto y la admiración de toda la comunidad fandomita mundial.

Pero claro, el fandom de la década de 1930 estaba aún en pañales, por lo que, en puridad, Pohl fue uno de los inventores del itinerario existencial que acabo de describir en el párrafo anterior, y que tan frecuente es hoy en día. Y, claro está, fue uno de los impulsores del movimiento asociativo del género, que es la esencia misma del fandom.

La idea de aficionados relacionados por intereses comunes, huelga decirlo, no partió de él, pero fue uno de los fundadores de los míticos Futurians, el grupito de amigos metidos a escritores que dominó el fandom de finales de la década de 1930 (Isaac Asimov, James Blish, Damon Knight, Judith Merrill, Donald Wolheim y, por supuesto, su inseparable Cyril M. Kornbluth). Su filiación izquierdista (Pohl llegó a militar en las Juventudes Comunistas hasta que Stalin pactó con Hitler en 1938) tuvo un efecto negativo a medio plazo: los pusieron de patitas en la calle en la primera convención mundial de ciencia ficción (la WorldCon de 1939) y un efecto más que positivo a largo plazo, y a este punto quería yo ir a parar: las novelas de Frederik Pohl de la década de 1950, sobre todo las que escribió a cuatro manos con Cyril M. Kornbluth, y en particular Mercaderes del espacio y Abogado gladiador, son dos de las distopías más perdurables que se han escrito desde el fandom. Me explico. Distopías perdurables las ha habido, y mucho más famosas entre el gran público, pero por lo general las escribieron autores que no tenían nada que ver con las publicaciones especializadas. Orwell, Huxley, Çapek, Wolfe o Zamiatin no eran fandom; Pohl y Kornbluth, sí, y ello se nota en la hechura de estas novelas, mucho menos trascendentes que 1984, Nosotros o Un mundo feliz, más pensadas como entretenimiento del bueno que como novelas de tesis y, sin embargo, tremendamente vigentes y dotadas de una mala leche antológica. En efecto, tan solo La guerra de las salamandras y Limbo, entre las utopías clásicas, tienen una carga satírica y un sentido del humor equiparables a los de Mercaderes del espacio. Este despiadado alegato contra los peligros de la felicidad (el mundo de la publicidad, llevado al extremo, puede conseguir que nos hagamos adictos de por vida a nuestro café soluble favorito, y que nos importe un carajo, porque total, nos sale más barato seguir consumiéndolo que desintoxicarnos) está al mismo nivel doctrinal, de advertencia y de vigencia que Un mundo feliz. Dicho de otro modo: es una de las pocas, poquísimas novelas de la Edad de Oro de la ciencia ficción que no solo no se le cae a uno de las manos cuando lo relee sino que además gana enteros a cada relectura.

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Los cinco mejores cuentos de J. G. Ballard

AutorJuan Manuel Santiago el 27 de diciembre de 2013 en Divulgación

Cuentos de Ballard

En este blog ya hemos hablado de la reciente edición de los cuentos completos de James Graham Ballard, el canto del cisne de la colección Literatura Fantástica de RBA que está llamado a ser uno de los acontecimientos editoriales del año, y no solo para los lectores de género. En otra entrada vimos cuáles eran, en mi modesta opinión, las cinco mejores novelas del británico, pero la producción breve de Ballard es tan brillante que aquella entrada no reflejaba en absoluto qué era lo mejor que había escrito el visionario autor.

Vaya por delante que los Cuentos completos de J. G. Ballard constan de más de mil páginas, y que es prácticamente imposible decantarse por solo cinco relatos, habida cuenta de que muy bien podría haber escrito… ¿cuántas?, ¿veinte obras maestras? Este es, por fuerza, un listado subjetivo, y mañana podría hablar de otros cinco cuentos, pero allá vamos.

Por orden cronológico de escritura, comienzo con Tiempo de paso. Podría considerarse una humorada, pero, visto el tirón que películas y novelas como El curioso caso de Benjamin Button y La mujer del viajero del tiempo, da la impresión de que es un relato precursor, y vaya por dios, ya les he hecho el spoiler. Sin embargo, Ballard sabe deconstruir esta temática para llenarla de humor e ironía, dobles sentidos y ese distanciamiento tan de cirujano que aplica el escalpelo sobre el cuerpo yerto del paciente y no encuentra nada digno de emocionar hasta el llanto, sino desarrollos lógicos e implacables de una historia que solo puede acabar de una manera. Aún no tenemos al Ballard maestro incontestable de la narrativa breve, pero este es un primer aviso en toda regla.

Siempre he considerado El gigante ahogado el mejor cuento de J. G. Ballard. La provocación permanente, las ideas visuales e impactantes y la manera de retorcer tramas hasta exacerbar la incomodidad del lector hallan aquí uno de sus máximos exponentes. Los seres humanos, se nos viene a decir, no somos más que turistas y carroñeros dispuestos a desmantelar un cadáver mastodóntico de alguien que podría ser dios, y que de hecho acaba convirtiéndose en algo que podría ser una catedral, o un parque de atracciones. Somos una versión hooligan de los liliputienses de Jonathan Swift. Nunca volverán a ver imágenes de ballenas varadas en la playa sin pensar en este cuento.

El índice es una vuelta de tuerca que, si te la cuentan de viva voz, prácticamente resulta imposible que salga bien. Y, sin embargo, Ballard la salda con uno de esos no-cuentos que, sintiéndolo mucho, hacen que este articulista vaya a dejar fuera de esta entrada algún relato de Vermillion Sands o de los múltiples relatos llenos de imágenes chungas que nos muestran las ruinas de los alrededores de Cabo Kennedy. La biografía tumultuosa y facetada de Henry Rhodes Hamilton, una especie de mesías británico típicamente ballardiano, solo puede reconstruirse de una manera: con un índice temático que, sin embargo y pese al aparente caos, adquiere todo su sentido leído en orden alfabético. Expresiones como tour-de-force parecen hechas para cuentos como este.

Teatro de operaciones es, lisa y llanamente, el cuento con más mala leche que surgió de la mente calenturienta de Ballard, que ya es decir. Nos habla de una hipotética guerra civil en un Reino Unido que, cuando Ballard escribió esta historia, se hallaba sumido en una época turbia y conflictiva en la que no habría sido de extrañar que la cosa se saliera de madre, como atestiguan las letras de los Sex Pistols o de los Clash. ¿Y qué hace nuestro autor para acentuar el efecto de advertencia? Ni más ni menos que poner en las bocas de todos los personajes de la trama (primeros ministros británicos, opositores marxistas y fuerzas de intervención estadounidense) las palabras auténticas y literales de los protagonistas de la guerra de Vietnam. Perverso y (si se sabe leer entre líneas) divertidísimo a partes iguales.

La unidad de cuidados intensivos es una feroz diatriba contra la institución familiar, que Ballard trata con auténtica saña. El viejo adagio de que la familia que se odia unida permanece unida alcanza aquí su máxima expresión, pero a la manera de Ballard: con la intromisión permanente de lo audiovisual, y con una reflexión muy seria sobre la incomunicación física en el seno de una pareja, e incluso de una familia completa. A todos aquellos que lo flipan con la serie Black Mirror y la consideran el no va más de lo moderno y el futuro de la televisión les recomiendo que lean este cuento… de hace treinta y cinco años. Todo, absolutamente todo, las dos temporadas enteras de la serie, está en este relato. Y no exagero, créanme.

¿Cuáles son sus relatos favoritos de Ballard? Opinen en la zona de comentarios, por favor.

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Dos libros sobre panes

AutorJuan Manuel Santiago el 6 de diciembre de 2013 en Divulgación

Pan

En este blog ya nos hemos referido a dos de los libros de cabecera de los llamados «panarras», es decir, los amantes de la fabricación casera de pan: Aprendiz de panadero, de Peter Reinhart, y Hecho a mano, de Dan Lepard. Ambos son modélicos a su manera; el primero, un compendio y manual para la elaboración de buen pan, y el segundo, un viaje sentimental por Europa y sus panes más emblemáticos. Pero palidecen al lado del libro que, con toda justicia, puede considerarse la biblia de los panaderos profesionales: El pan. Manual de técnicas y recetas de panadería, de Jeffrey Hamelman. Digo «profesionales» porque, en origen, este inmenso (en todos los sentidos) libro estaba dirigido a personal especializado; baste con mirar las recetas, en las que se nos habla de máquinas amasadoras y de cantidades superiores a los 20 kilos. Sin embargo, en la segunda edición estadounidense, que es la que ha vertido al español la recién nacida Libros con Miga gracias a una intensa campaña de crowdfunding, Hamelman adapta las cantidades y el enfoque al público general, de modo que las recetas aquí presentes se puedan hacer en casa y con menos parafernalia. El estilo de Hamelman, un señor autodidacta de Vermont, oscila entre lo barroco (es capaz de citar a T. S. Eliot y a Pablo Neruda), lo técnico (pese a que aclara, e ironiza al respecto, que no es científico, ni ganas) y lo arrebatadoramente lírico (en esos incisos que pueden y deben leerse a modo de autobiografía).

Hamelman nos habla sin tapujos: la profesión de panadero es dura y solitaria, pero sabe transmitirnos toda su mística y su magia, consigue transportarnos a la Alemania de entreguerras en la que un pumpernickel de centeno te podía alimentar durante varios días, asombrarnos con las recetas de panes decorativos o ponernos los pies en el suelo cuando insiste en cosas prácticas que nadie te suele contar cuando haces panes, como la importancia de adoptar la postura correcta para no machacarte las lumbares. En suma, Hamelman nos entrega uno de los ensayos clásicos no ya de la fabricación de panes sino de la gastronomía en general, un canto a una profesión solitaria y esforzada, artesana más que artística y que, no obstante el signo de los tiempos, se resiste a caer del todo en la mecanización y la compartimentación absurdas. Hamelman nos habla del pan como un viaje interior de autoconocimiento…

Pan casero

… y su traductor al español, Ibán Yarza, nos habla de todo lo contrario en su primera obra como autor: Pan casero. Recetas, técnicas y trucos para hacer pan en casa de manera sencilla. Para Yarza, hacer pan es, sobre todo, compartir una experiencia: con los consumidores finales (sobre todo si se hace en casa) y con los panaderos (sobre todo si trabajan en lugares recónditos de la geografía española). Yarza adopta un lenguaje mucho más llano y accesible, pues la obra está dirigida a los panaderos aficionados y nos ofrece un recetario muy general que abarca prácticamente todo lo que huela a pan, ya sea fermentado o no, sea cual sea su composición, y necesite horneado o no. Allá donde Hamelman nos ofrecía el valor añadido de su experiencia personal, Yarza nos ofrece el de su experiencia docente y viajera. Por un lado, y acabados los preceptivos apartados sobre materiales y recetas, viene a plasmar en papel el espíritu de su blog La memoria del pan (que daría para una serie en plan Un país en la mochila, créanme) y nos ofrece una docena de semblanzas en las que retrata a otros tantos panaderos y panaderías importantes en la eclosión y desarrollo de la moda panarra, desde los mediáticos Xavier Barriga, Xevi Ramon y Anna Bellsolà hasta artesanos que trabajan en pueblecitos castellanos como Félix Arribas, pasando por iniciativas tan encomiables como la extremeña Ecotahona de Ambroz. Por otro lado, nos ofrece un consultorio sobre problemas concretos, titulado «Dr. Pan», en el que soluciona esas dudas que le han surgido a todo el mundo mientras hacía pan en casa. En suma, se trata de una obra asequible y amena, con consejos realmente útiles, recetas razonablemente fáciles de hacer (olvídense de los panes de centeno al 80 por ciento con masa madre natural y harina de centeno escaldada o de las trenzas de siete cabos de Hamelman, y descubran en su lugar el pan de soda y los bollitos de cardamomo) y muy buenas ideas para divertirse haciendo pan.

Entiéndanme: no estoy diciendo que un profesional no pueda disfrutar con el libro de Yarza ni que un principiante no pueda adquirir de la lectura de Hamelman los rudimentos que necesita para iniciarse en la fabricación del pan. Cada uno en su ámbito, estos dos libros son más que recomendables. Uno es un clásico contrastado, y el otro podría llegar a serlo. Para empezar, está alcanzando unas cifras de ventas realmente notables, buena prueba de que el boom panarra aún no ha tocado techo.

Qué hay que leer si se quiere escribir (III)

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de diciembre de 2013 en Divulgación

Ortografía y gramática para dummies

En dos entregas anteriores vimos algunos títulos necesarios para todo aquel que aspire a escribir de manera profesional. En realidad debería haber enfocado el asunto de una manera más amplia, haberle dedicado esas entradas a todo aquel que aspire a escribir correctamente, sin más. Una novela mal escrita puede clamar al cielo, pero también un mensaje de correo electrónico, un estado de Facebook o, ya puestos, una carta de amor. Imagínense que alguien se les declarase con haches que no deberían estar allí, comas entre sujeto y verbo o errores de concordancia por doquier. ¿Acaso no se lo pensarían dos veces antes de dar el sí? El problema inherente a este intento de dirigirse a todo tipo de lectores es que la gramática o la ortografía a palo seco podrían resultar muy áridas, los manuales de estilo y de dudas demasiado amplios, y los diccionarios temáticos extremadamente especializados. Es difícil llegar al lector general sin pasarse de técnico o dar la impresión de que lo tratamos como a un estudiante de primaria. Por todo ello hay que saludar la publicación de Ortografía y gramática para Dummies, de Pilar Comín Sebastián, que pese a que aparece en la colección Para Dummies no considera tontos a sus lectores, y perdonen el chiste fácil.

Como todos los títulos Para Dummies, este libro puede leerse como un manual ameno y asequible que, sin embargo, no renuncia al rigor. Pilar Comín es una profesional solvente que ha trabajado como correctora, traductora, redactora y editora, por lo que conoce muchas facetas de la escritura y del lenguaje. Sabe de lo que habla, y ofrece una visión actualizada y seria de la gramática y la ortografía de la lengua española, sin renunciar a darles un componente lúdico del que, a todas luces, carecen los manuales clásicos. Eso sí: desde el primer momento deja claro que no hay por qué leer este libro de una sentada ni en orden secuencial. Debemos abordarlo, más bien, como una lectura pausada y un libro de referencia al que recurrir cuando nos surjan dudas concretas.

Después de una primera parte consagrada a los rudimentos de la gramática, dedica las dos siguientes a la ortografía pura y dura, y la cuarta a los tipos de oraciones. Para terminar, incluye un apéndice con conjugaciones verbales y, por supuesto, los inevitables decálogos de esta colección, en los que se nos solucionarán dudas recurrentes para legos y expertos (qué palabras llevan tilde, cuáles son los errores de puntuación más habituales, palabras rimbombantes que no vienen a cuento y los horrores gramaticales de los que pueden amargarle la lectura al lector más paciente y al escritor más autocomplaciente; ya saben: esos «a nivel de», «en base a», «detrás mío» o «han habido». Si, llegado el caso, se consideran buenos escritores y no encuentran nada extraño en estos cuatro últimos ejemplos, háganme caso: necesitan leer este libro. Una vez lo hayan hecho, y asimilado los rudimentos básicos de ese valiosísimo patrimonio común que es nuestro idioma, los lectores se lo agradecerán.

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La vida no es tan bella

AutorJuan Manuel Santiago el 14 de noviembre de 2013 en Divulgación

Sin destino

Gracias a (o por culpa de) películas como La vida es bella, podría creerse que los campos de concentración no fueron tan espantosos como los pintaban, y que incluso había lugar en ellos para la infancia, los juegos y la imaginación. Lo cierto es que, al margen de la opinión que merezca la película, nos abría una nueva perspectiva sobre la temática del Holocausto: el punto de vista del niño condenado a vivir (y, lo más probable, morir) en un campo de concentración.

Lejos estaban los retratos descarnados de los grandes clásicos de esta temática, como Si esto es un hombre (y, de refilón, La tregua), de Primo Levi, o El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. John Boyne vino a incidir en esta vena temática con El niño del pijama de rayas, pero añadiendo un componente que le daba mayor dramatismo a la historia: qué pasaría si el hijo de un nazi acabase dentro de un campo de exterminio. Si no han leído la novela ni visto la película, no les digo nada, pero digamos que la vida no es tan bella como la pintaba Roberto Benigni.

El mundo de la infancia y primera juventud en medio del sinsentido del nazismo alcanza su máxima expresión en el Diario de Ana Frank, sobre todo por su carácter de historia narrada de primera mano y en directo, sin artificios literarios ni la perspectiva distanciada que ofrece el paso del tiempo. No obstante, si buscan más libros en la onda de esta obra imprescindible, no podemos por menos que recomendarles una magnífica novela infantil, Cuando Hitler robó el conejo rosa, en la que Judith Kerr rememora su huida de la Alemania nazi ante el inminente holocausto y su periplo por media Europa.

Uno de los aspectos más llamativos de la novela de Kerr era el sólido retrato de la madre abnegada, y pone de relieve el papel femenino en el holocausto, a veces injustamente tratado, por no decir omitido por completo en los grandes clásicos de esta temática. Por este motivo, un equipo de TV3 indagó acerca de las mujeres catalanas que fueron internadas en el campo de Ravensbrück, el único que los nazis tenían abierto exclusivamente para mujeres y niños. Fruto de aquel documental nació el libro Ravensbrück, el infierno de las mujeres, que recoge los testimonios de trece de las supervivientes. El retrato de la crueldad ejercida por las guardesas y kapos del campo pone los pelos de punta. Como también los pone el desolador retrato semiautobiográfico del álter ego de Imre Kértesz, Premio Nobel de Literatura de 2002, en la acongojante Sin destino, que narra su primera adolescencia en Auschwitz y Buchenwald. Allí debió de coincidir con Thomas Buergenthal, quien andando el tiempo habría de convertirse en juez del Tribunal Penal Internacional de La Haya, y que en su autobiografía, Un niño afortunado, efectúa un retrato tan desapasionado como equitativo de los años que pasó en el gueto de Kielce y los campos de Auschwitz y Sachsenhausen. Cita, como de pasada, que se libró de acabar en el horno crematorio porque, a diferencia de otros niños judíos, no andaba ocioso, ya que un oficial nazi lo había «contratado» para aparcar bicicletas; la única conclusión a la que llega al respecto es que tal vez le recordara a alguno de sus hijos. También le quita parte del tono lúgubre a la tristemente célebre enfermería del campo, donde no es capaz de asegurar que lo tratase el siniestro doctor Mengele en persona. Tal vez peque de comedido, en su afán de ser objetivo, cosa que no se puede decir de Tommy, el retrato del pequeño Buergenthal que escribió, años después, otro célebre prisionero del campo de Sachsenhausen: Odd Nansen, uno de los fundadores de Unicef.

¿Qué otros relatos, autobiográficos o de ficción, recuerdan de niños internados en campos de concentración nazis?

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Después del terremoto, de Haruki Murakami

AutorJuan Manuel Santiago el 8 de noviembre de 2013 en Reseñas

Después del terremoto - Haruki Murakami

Las redes sociales se cebaron este mes con Haruki Murakami debido a que, para variar, partía como favorito en todas las quinielas del Premio Nobel de Literatura y, para variar, no se lo llevó. Un tuitero particularmente inspirado estableció un paralelismo con la condescendencia de la candidatura olímpica de Madrid con respecto a la de Tokio, y se valió, en tono mordaz, del argumento definitivo por el que nos hicieron creer que la capital japonesa no contaba con posibilidades: la tragedia de Fukushima. Debo reconocer que el tuit me hizo gracia, y además me da pie a hablar de esta antología de relatos: tal vez no le hayan dado el Premio Nobel a Murakami por culpa de la catástrofe de Fukushima, pero no cabe la menor duda de que se merecería ganar el premio literario más prestigioso del mundo por el solo hecho de haber escrito esta recopilación de relatos cuyo nexo de unión es el terremoto que destruyó Kobe en 1995.

Que nadie se llame a engaño: Después del terremoto no habla del seísmo propiamente dicho, sino del impacto que este ejerció sobre las vidas de media docena de japoneses, tantos como relatos ha escrito Murakami. No veremos salvamentos heroicos ni escenas de bandidaje, sino a personas solitarias para las que el terremoto no es sino una manera aún más extrema de perder las raíces; personas a las que, tal como expresa de manera muy gráfica la fotografía de la cubierta, la tierra se ha abierto y los ha hecho caer al abismo, de manera tanto literal como metafórica. Las acciones de los relatos transcurren poco antes o poco después de que se haya producido un terremoto que en ningún momento recibe el tratamiento de fenómeno de la naturaleza, sino que aparece dotado de atributos casi humanos. El terremoto es el protagonista al que no vemos pero de quien lo sabemos todo (y no sabemos nada) en función de los testimonios y vivencias de terceros, a la manera de las primeras páginas de El tercer hombre, de Graham Greene, que nos preparan para la aparición de un Harry Lime que se había pasado media novela fuera de foco y que, evidentemente, no es como nos lo esperábamos. El terremoto ejerce un efecto catártico sobre los protagonistas de estos relatos, es una manera de mejorarlos o empeorarlos como personas, de redimirlos de sus grises existencias o enfangarlos hasta lo indigno.

A Komura, el protagonista de «Un ovni aterriza en Kushiro», le sirve para sobrellevar un divorcio y, quién sabe, tal vez echar una canita al aire.

A Junko, la de «Paisaje con plancha», le regala el don de la amistad del señor Miyake, en una historia donde confluyen dos tipos extremos de fatalismo existencialista, el de la adolescente emo y el anciano vacío de vida.

A Yoshiya, el de «Todos los hijos de Dios bailan», lo curte y lo prepara para vivir una experiencia religiosa.

A Junpei, el de «La torta de miel», lo enfrenta a un trío amoroso imposible y una relación paterno-filial más imposible todavía, al tiempo que le hace ver los mecanismos del bloqueo creativo y la diferencia entre talento y genio literarios.

A Katagiri, el gris oficinista de «Rana salva a Tokio», lo pone en la tesitura de convertirse en un superhéroe gracias a un ser que parece salido de una película de Miyazaki.

Y a Satsuki, la protagonista de «Tailandia», la sumerge en una durísima reflexión sobre el poder del odio y el papel catártico del complejo de culpa.

Es imposible desentrañar más detalles de este relato sin contar aspectos decisivos de la trama; baste decir que es uno de los relatos más opresivos y desesperanzados que este reseñador haya leído jamás, y probablemente el mejor de la trayectoria de Murakami, una verdadera obra maestra que hace indispensable esta recopilación.

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Recetas literarias de cocina

AutorJuan Manuel Santiago el 7 de noviembre de 2013 en Divulgación

Festín de Hielo y Fuego

Podría parecer que los libros, esos objetos planos en los que fijas la vista en una pantallita o un libro, no exaltan ni despiertan algunos sentidos como el gusto o el olfato (salvo que tengan ese evocador olor a libro viejo), y son más táctiles y, por supuesto, visuales. Sin embargo, sus páginas pueden estimular los sentidos y hacernos salivar de mala manera. Por supuesto, no hablo de los libros de cocina al uso, sino de esos recetarios que se nos cuelan de tapadillo, entre las páginas de ensayos o novelas, y que hacen que nos rujan las tripas por lo que estamos leyendo, y casi, casi, sintamos que nos estamos dando un auténtico festín al tiempo que los personajes de los libros.

La cocina es una magnífica manera de entender el contexto en que se desarrolla la obra: antes de la globalización, pocas cosas había tan características de una sociedad como su manera de comer. Los autores de las novelas históricas, de aventuras o de fantasía, así como de los libros de viajes, se valen de lo que comen los personajes para mostrarnos las diferencias culturales entre los viajeros y los aborígenes, entre el pasado o el futuro remotos de la narración y el presente del lector. Esto se puede hacer extremando el humor, como hace Stanislaw Lem en uno de los relatos de Ijon Tichy presentes en Diarios de las estrellas. Viajes, en el que confunde al embajador de un planeta con una lata de refrescos y, de paso, provoca el primer conflicto interestelar de la humanidad, pero también se puede hacer con un afán detallista que nos introduce en situación y nos hace comer (y, por lo tanto, pensar) igual que los personajes: baste leer cualquier novela con ambientación histórica para saber de qué hablo. ¿Un ejemplo? Amada de los dioses, de Javier Negrete, cuya acción transcurre en la Grecia clásica y que deja con ganas de fidelizarse a la dieta mediterránea para los restos.

La cocina puede ser un elemento circunstancial de la narración, pero también su razón de ser. A Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, o Chocolat, de Joanne Harris, los remito, si quieren ver los efectos del estimulante chocolate en obras de ficción. Pero también puede ser el hilo conductor de libros de ensayo, como es el caso de La mafia se sienta a la mesa, de Jacques Kermoal y Martine Bartolomei, que plantea un recorrido por la historia de la Cosa Nostra a ambos lados del Atlántico, planteado a través de los menús más significativos para los eventos más destacados de su historia. No verán, claro está, las albóndigas que el emparanoiado Ray Liotta prepara durante el cuarto de hora más desquiciado de Uno de los nuestros, de Martin Scorsese, pero sí se les detallará la receta del menú con el que los primeros capos agasajaron a un inocentísimo Garibaldi que estaba convencido de que liberaba Sicilia del yugo opresor, en vez de entregársela a la mafia para siempre, o qué comía Don Vito Cascio Ferro entre matanza y matanza, o cuáles eran los caldos favoritos de Lucky Luciano. Antropología, historia, crimen, cocina, ensayo y psicología unidas en un libro la mar de curioso y recomendable.

Dejamos para el final el nivel supremo de frikismo culinario: las recetas inspiradas en obras de fantasía o ciencia ficción. El bibliófilo que se mueva en el mercado francófono podrá dar con un recetario de cocina basado en las obras del recientemente fallecido Jack Vance, cuya referencia exacta he sido incapaz de encontrar pero sé que existe porque le vi un ejemplar al escritor y estudioso de la ciencia ficción Carlos Saiz Cidoncha; en todo caso, hay foros y más foros de Internet con asuntos abiertos sobre lo que comen los personajes de las series de Lyonesse, los Valerosos Hombres Libres o Alastor. Evidentemente, cualquier friki que se precie habrá tomado hidromiel, algún torpe simulacro de lembas (que, de manera invariable, acaba pareciéndose al pan de los enanos de Mundodisco) o incluso cerveza romulana en eventos especializados en J. R. R. Tolkien o Star Trek; por no hablar del supuesto garum que adereza las cenas temáticas que celebran los aficionados a las novelas de romanos, y que por lo general no es más que un triste revoltijo de aceitunas y anchoas mal prensadas. Y ahora mismo, gracias a Festín de hielo y fuego, cualquiera tiene al alcance de su mano las recetas originales que animan sobremanera los acontecimientos sociales de la serie Canción de Hielo y Fuego, de George R. R. Martin.

Por lo que a mí respecta, déjenme que celebre a mi manera el décimo aniversario de la muerte del inefable Manuel Vázquez Montalbán: tratando de preparar alguna de las recetas que se cocinaba Pepe Carvalho entre caso y caso. Pero de las del principio, ojo, que eran mucho menos estragantes y barrocas que las de las últimas novelas.

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300 lugares de verdad que parecen de mentira, de Sergio Parra

AutorJuan Manuel Santiago el 4 de noviembre de 2013 en Reseñas

300 lugares de verdad que parecen de mentira

Confieso que me encanta lo que Philip K. Dick llamaría kipple; es decir, acumular objetos y conocimientos tal vez superfluos pero que te hacen desarrollar esa culturilla de crucigrama o de concurso televisivo que caracteriza a casi todos los frikis a los que conocéis. Recuerdo haberme pasado la infancia enganchado a libros de divulgación como los Dime quién es o Dime cómo funciona, en los que te ofrecían quinientas fichas con otros tantos perfiles biográficos o de descubrimientos: aquello era Jauja. Y absorbía casi todos aquellos conocimientos como si se tratara de un juego. Hoy en día, Internet le ha quitado el encanto a esos libros enciclopédicos, y por eso se agradecen iniciativas como 300 lugares de verdad que parecen mentira, la última obra de Sergio Parra, que tiene continuidad en su propia página web.

El ensayo está estructurado en nueve partes, que nos muestran, respectivamente, lugares de mentira, de ciencia ficción, de dinero, diminutos, virtuales, subterráneos, malditos, mágicos, y que fueron y ya no son. Algunas entradas son más elaboradas que otras, verdaderos ensayos dotados de auténtica densidad, pero el tono general es divertido y divulgativo, muy asequible para todo aquel a quien le interesa estar informado acerca de conceptos tan dispares como carreteras que poseen una fuerza electromagnética especial, los lugares favoritos de los suicidas, el pueblo cuyos habitantes tienen los nombres más extravagantes, la pedanía francesa que técnicamente es un estado independiente, el lugar donde puedes escuchar y sentir el bombardeo de los aliados a la ciudad alemana de Dresde, la región con más mutantes del mundo o, siempre, siempre, las omnipresentes Australia e Islandia (esta última, de mención obligada en todas las obras del autor, como el Imperio Austrohúngaro de las películas de Berlanga).

Es cierto que la edición no favorece la lectura (habría sido deseable algún acompañamiento gráfico en forma de ilustraciones… y, desde luego, es un libro que pide a gritos una edición electrónica e interactiva), y que bajo ningún concepto recomiendo leerlo de un tirón: es una obra que hay que ir degustando poco a poco, a modo de libro de consulta, dejándose guiar por el índice temático o abriendo sus páginas al azar.

Sergio Parra está llamado a ser, junto con América Valenzuela, uno de los puntos de referencia de la divulgación científica española. En su estilo depurado y claro se perciben ecos de sus contrastadas dotes narrativas. En efecto, casi toda su obra de ficción se caracteriza por el rigor científico y la búsqueda de elementos y lugares pintorescos o llamativos, de esos muchos mundos que están en este. Basta con leer esa versión extremadamente racional de Harry Potter que es el díptico formado por Jitanjáfora y Jitanjáfora: Desencanto, o esa historia de terror con médicos e islandeses que es Frío para comprender hasta qué punto lo extraño y poco convencional le interesa a Parra, y cómo sus facetas narrativa y ensayística se retroalimentan mutuamente. Leyendo las páginas de este ensayo he descubierto muchas de las claves y preocupaciones del otro Sergio Parra, el autor de literatura fantástica. En cierto modo, este libro no deja de ser el cajón de ideas de su obra de ficción. Y, desde luego, hará las delicias de los frikis buscadores de kipple informativo.

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Perseguidos por su éxito (II): Philip K. Dick

AutorJuan Manuel Santiago el 1 de octubre de 2013 en Divulgación

Philip K. Dick

Aunque Philip K. Dick fue un autor popular y reconocido en vida, no cabe duda de que el auténtico éxito le llegó a raíz de su muerte prematura en 1982. Películas como Blade Runner y Minority Report, basadas en obras suyas, o la acuñación del calificativo «dickiano» para referirse a las situaciones narrativas en las que se pone en tela de juicio nuestra percepción subjetiva de la realidad (y ahí caben desde Matrix hasta Olvídate de mí) han convertido a Dick en el autor de ciencia ficción más influyente, superando de largo a los cuatro nombres intocables de la Edad de Oro (Asimov, Bradbury, Clarke y Heinlein) y las luminarias que más están influyendo en los autores del canon literario de principios de milenio (Ballard, Gibson, Lem o Vonnegut). Podría parecer que la ciencia ficción era algo consustancial a Philip K. Dick, pero, si rascamos un poco, descubriremos que no.

Remontémonos a los primeros años de la década de 1950. El veinteañero Dick deja la tienda de discos donde trabajaba para dedicarse a tiempo completo a la escritura. Consigue vender sus relatos a las revistas de ciencia ficción punteras de la época (Planet Stories y Galaxy, en particular) y, como es muy prolífico, no tarda en publicar un centenar de historias. Pero lo que le gusta de verdad es la música clásica y la narrativa contemporánea, así que, animado por su subversiva segunda esposa, Kleo Apostolides, se embarcó en la escritura de seis novelas de literatura general, muy influidas por el espíritu beatnik de la época, en las que reflejaba las vidas de varias parejas como él, de clase media y entorno urbano en la región de Berkeley y San Francisco. Les puso mucho empeño, muchas ganas, mucha ilusión y muchísimo estilo literario. Y, sin embargo, no consiguió vender ninguna; es más, su agente literario se las rechazó en bloque, y solo pudo publicar una de ellas en vida, Confesiones de un artista de mierda, que tiene algunas de las escenas más brutales y delirantes de la carrera de Dick (solo dos pistas, por no hacer spoilers: una matanza de animales y una espera frustrante del fin del mundo). Las otras han ido apareciendo después de su muerte, y el consenso es que hay de todo, aunque, en líneas generales, son novelas costumbristas de interés muy variable, pero que anticipan muchas de sus constantes narrativas. Por ejemplo, Mary, la protagonista de Mary y el gigante, es el prototipo de mujer dickiana, y debo decir que es uno de sus personajes femeninos más logrados.

Para los interesados en el asunto, estas novelas son (en orden de escritura) Voices from the Street, Gather Yourselves Together, Mary y el gigante, A Time for Georges Stavros, Pilgrim on the Hill, The Broken Bubble of Thisbe Holt, Ir tirando, In Milton Lumky Territory, Confesiones de un artista de mierda, The Man Whose Teeth Were Exactly Alike y Humpty Dumpty in Oakland. Como ven, solo tres de ellas se han traducido al español.

¿Qué ocurrió con Dick después del mazazo moral que a buen seguro debió de suponer el que los agentes tiraran a la basura prácticamente toda su producción novelística de la década de 1950? Bueno, su tercera mujer, Anne, era mucho más práctica y puso a Dick a trabajar a destajo en lo que realmente sabía vender: las novelas de ciencia ficción. Fagocitó muchas de estas ideas de novelas de literatura general y las incorporó a obras de ciencia ficción ambientadas en la muy costumbrista California de las décadas de 1950 y 1960. Así fue como nacieron o crecieron Tiempo desarticulado, El hombre en el castillo, Tiempo de Marte y Podemos construirle.

¿Se olvidó Dick de la literatura general? Sí y no. Su carrera siguió por los senderos de la ciencia ficción, confinado a ella porque era lo que vendía; pero su poética transrealista lo hacía hablar mucho de sí mismo y de su entorno, por lo que sus últimas obras, aunque claramente de ciencia ficción, también son claramente realistas, en el sentido de que retratan esa California devastada por las drogas y los restos de la cultura beatnik. Woodstock y la cultura ácida habían cambiado el concepto de realidad y, por lo tanto, el de realismo. Las novelas de su etapa final, desde Una mirada a la oscuridad hasta La invasión divina, pasando por Valis y, por supuesto, La transmigración de Timothy Archer, vuelven a ser realistas, pero de otro tipo. Pueden comenzar con el asesinato de John Lennon o con el suicidio de una amiga. Dick está en ellas, y con él todo su entorno. Pero, a pesar de ello, se comercializaron como ciencia ficción, un campo en el que Dick era conocido. El tren de la literatura general había pasado muchos años antes para Philip K. Dick… curiosamente, y de manera paradójica, justo antes de que la literatura general adoptara a Dick como uno de sus santos patrones.

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