Los libros que cambian con nosotros
Recuerdo con claridad un examen de comentario de texto que realicé hace tiempo, cuando BUP y COU todavía existían. Podíamos elegir entre tres textos clásicos de literatura española: un poema de Lorca, otro de Bécquer y un soneto de Quevedo. Elegí a Quevedo, más que nada porque Bécquer ya me sentaba mal al estómago tras una sobredosis adolescente de sus Rimas y leyendas y porque aquello del mas polvo enamorado me parecía una de los versos más hermosos que hubiera leído nunca. Ni me planteé hablar de Lorca. Tantos colorines, figuras y palabras cortas y malsonantes me resultaban zafios y obtusos. Lorca era inaccesible para mí, en su aparente simpleza formal.
Años más tarde, tuve que memorizar a Lorca en un taller de teatro, donde ensayábamos La casa de Bernarda Alba. No me resultó tan desagradable. En la facultad, me vi obligada a estudiar El público, y empecé a darme cuenta, esta vez de verdad, de todo lo que había escondido debajo de aquellas formas en apariencia ridículas y simplonas. Del mismo modo que muchos teóricos argumentarían que Quevedo es más complejo que Góngora, por el trastocamiento de la esencia misma del significado, hoy en día yo argumentaría que el texto de Lorca era, en aquel examen, el más complicado, con diferencia. Muchos diréis que era obvio.
Para esto han tenido que pasar años, y todo lo que he leído me ha influido y ha modificado mi perspectiva. Me pregunto qué ocurriría si releyese tantas de esas obras que me aburrieron en mi adolescencia, o si volviera a coger aquellos libros que en su momento me fascinaron. Algunos, como he podido comprobar, no han sobrevivido muy bien al paso del tiempo; sobre todo al paso de mi tiempo. En un artículo reciente para la web estadounidense NPR, el escritor Kevin Smokler habló del año que pasó releyendo a los clásicos que había consumido, por obligación casi siempre, en el colegio. La relectura le abrió los ojos. Vio, y entendió, de una forma muy diferente El guardián entre el centeno, La letra escarlata, o El gran Gatsby. Para Smokler, para mí, e imagino que para la mayoría de los lectores, no es solo una cuestión de edad y experiencia, sino de la percepción expandida de leer lo que ya conocemos. Todos tenemos libros que cogemos una y otra vez, que nunca dejan de sorprendernos, de ofrecernos nuevos detalles, y por esta razón se prestan tan bien al redescubrimiento obras largas y llenas de detalle como Sueño en el Pabellón Rojo, El señor de los anillos o El Quijote. Tal vez en unos años releyamos a G. R. R. Martin y nos resulten de repente interesantes sus detalladas descripciones de comida, o retomemos a Joyce y cobren sentido algunas de aquellas exclamaciones a la orilla de un río en Finnegan’s Wake. Las relecturas no solo nos hablan de los libros, y de todo aquello que nos perdimos (o que ganamos) en su momento, sino de cómo hemos cambiado nosotros mismos.
Me encantaría saber cuáles son los títulos que os habéis reencontrado, ahora, muchos años después, y si han significado para vosotros algo muy diferente a cuando los leísteis originalmente. ¿Qué habéis descubierto que antes no estaba allí? ¿En qué ha cambiado la obra, desde que habéis cambiado vosotros? Esperamos vuestra respuesta, como siempre, en los comentarios.