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Gabriella Campbell (Página 39)

Un mal viernes, un mal sábado

AutorGabriella Campbell el 21 de junio de 2010 en Noticias

Saramago

Este ha sido un fin de semana trágico para la literatura. Apenas nos enterábamos del fallecimiento de José Saramago el viernes 18 y ya se anunciaba, un solo día después, la muerte del mexicano Carlos Monsiváis. Ninguno de los dos era joven, ambos habían tenido una vida larga y plena, sin embargo no podemos más que entristecernos por la desaparición de dos grandes de la literatura que seguían trabajando incansablemente en la creación de obras memorables.

Es muy posible que Saramago sea el autor más conocido en lengua portuguesa, aunque también estuvo muy vinculado a España (abogaba por la unificación de España y Portugal, y vivió durante un largo periodo en Lanzarote). A Monsiváis se le ha bautizado “el último escritor público de México”, debido a su estatus mediático en su país. Ambos han estado muy unidos al mundo periodístico y ambos han sido voces críticas de gran envergadura. Políticamente tendían hacia los mismos intereses, juntos visitaron campamentos rebeldes en Chiapas, en claro apoyo al movimiento revolucionario de los indígenas mexicanos.

Ambos autores han sido escritores del pueblo, y así el pueblo lo ha sabido reconocer. Sus entierros han sido multitudinarios. Monsiváis ha sido acompañado de amigos, familiares, pero también de los que se le suponen enemigos, políticos que habían sido objeto de sus críticas en numerosas ocasiones. Su féretro se cubrió con dos banderas: la bandera nacional de su amado país y la bandera arco iris de la comunidad gay. Recibió el último adiós en el Palacio de las Bellas Artes, donde su cuerpo fue cremado. Saramago fue protagonista póstumo de un desfile de cantos y libros, y fue su viuda, Pilar del Río, la que pidió que se le cremara con Memorial del convento en las manos, libro gracias al cual ella y su marido se conocieron, hace ya 24 años. Tal ha sido la reacción del pueblo luso, que la selección portuguesa de fútbol ha solicitado a la FIFA poder llevar un brazalete negro en su partido contra Corea del Norte en el Mundial de Sudáfrica.

Mosiváis

Como es el caso de todos los grandes autores, Saramago y Monsiváis dejan un tremendo legado: su obra. No sabemos qué será de esas 30 páginas que llevaba el portugués escritas para una nueva novela cuando falleció, ni si habrá quien recoja en México el testigo de un luchador y crítico esencial (esto podrán decírnoslo, mejor que nadie, nuestros propios lectores portugueses y mexicanos). Saramago tenía nada menos que un Nobel de Literatura (que se debe, sobre todo, a la conocidísima Ensayo sobre la ceguera, recientemente adaptada para el cine de manera muy digna gracias a Fernando Meirelles), pero Monsiváis tampoco se le quedaba muy atrás: llevaba a sus espaldas doctorados honoris causa, el Premio Anagrama de Ensayo y el Premio Nacional de Periodismo de su país, entre muchos otros galardones. Como suele ocurrir, el mejor homenaje y la mejor presentación de respetos a un autor que ya no se halla entre nosotros es leer su obra. Gracias a ésta tendremos a ambos siempre en la memoria; José de Sousa Saramago y Carlos Monsiváis Aceves son, a partir de ahora, para siempre inmortales.

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Libros estivales

AutorGabriella Campbell el 13 de junio de 2010 en Divulgación

Libro piscina

Llega el calor y llegan las vacaciones (o una prolongación del paro en el que lamentablemente cada vez se encuentran más personas). Llega la playa, la piscina, el aire acondicionado, las revistas de moda y los libros, sobre todo aquellos libros de venta en las tiendas del paseo marítimo, de saldo o de promoción en El Corte Inglés y, por supuesto, aquellos que teníamos guardados en casa durante el invierno y que nos prometimos leer en cuanto tuviéramos tiempo. También llega, cómo no, el momento de las recomendaciones, que desde los diferentes medios suelen dividirse en dos grupos claramente definidos: los futuristas, que examinan los estrenos recientes o próximos específicos para el verano, y los perfectivos, que intentan ayudar a las grandes superficies a liberar stock recordándonos lo que más se ha vendido durante los meses anteriores. En el segundo de los casos, las recomendaciones nos son muy familiares: El símbolo perdido de Dan Brown, la trilogía Millenium, los “Perdona pero…” de Moccia, lo último de Matilde Asensi o de Ildefonso Falcones, el siempre exitoso Coelho y los inevitables libros de autoayuda (este ha sido el año de “El secreto”). Sin embargo, aparte de los libros que ya han encontrado su público a lo largo de todas las estaciones, existe toda una literatura propia de verano, una serie de temáticas que encuentran su mayor aceptación en estos meses: los libros de cocina, los libros de viaje, los libros de decoración, de jardinería… en definitiva, las obras misceláneas que hacen referencia al tipo de actividades a los que dedicamos más tiempo en verano. También se predice un aumento de ventas en estos meses para los cómics y novelas gráficas (por lo menos en los países anglosajones, en España habrá que ver si esta tendencia se verifica, debido a la escasa demanda para este tipo de literatura), además de libros de arte y diseño. Y son cada vez más comunes las fusiones: el libro de cocina autobiográfico de viajes, el libro de viajes y decoración, el libro sobre arte en el cómic. Será interesante comprobar si hace aparición algún lector de e-book en los espacios típicos del verano, y ver cómo se las arreglan dichos aparatos ante una invasión de sol, arena, sal y turistas. Tal vez un verano typical espanish sea la prueba de fuego ideal para decidir por qué e-lector apostar de manera definitiva.

Por lo demás, el verano es época de recuperar el tiempo perdido. Algunos deciden utilizar su asueto para ponerse al día en lo que se refiere a los grandes clásicos, así, no es raro ver a cualquier playero enzarzándose en la lectura de Guerra y Paz o del Quijote, aunque es probable que su afán no dure más que unos días, hasta que el calor lo obligue a enfriarse el cerebro con textos menos esforzados. Es posible que sea la época ideal para la lectura de la novela negra, la novela romántica, la fantasía y realismo mágico, siempre que se trate de best-sellers consolidados y entretenidos, a ver si nos van a colar a Borges entre tanta reedición de libros de vampiros.

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Las cenicientas de la literatura

AutorGabriella Campbell el 30 de mayo de 2010 en Divulgación

Escritor Ceniciento

A todos nos encantan esas historias de escritores sin fortuna cuyo manuscrito es rechazado constantemente por editoriales hasta que de repente tienen un golpe de suerte y consiguen un montón de pasta. Tal vez uno de los ejemplos actuales más conocidos es el de J. K. Rowling, que escribió su primera novela de Harry Potter en los escasos momentos que le permitía su frenética vida de mamá trabajadora; y recuerdo cómo en una charla universitaria la española Almudena Grandes contó que se levantaba a las cinco de la mañana para escribir un par de horas antes de tener que entregarse a la rutina diaria del trabajo y los niños. El caso de Marina Fiorato es todavía más llamativo: escribió su primera novela de cafetería en cafetería, con su bebé en brazos. Escribía en bares y cafeterías de librerías para poder utilizar la documentación que estas ofrecían, ya que no podía permitirse viajar a Venecia, donde se basaba su primera novela, El misterio de Murano.

Fiorato finalmente consiguió que una editorial independiente, Beautiful Books, se fijara en ella. El libro cosechó un tremendo éxito (está traducido a más de veinte idiomas) y recientemente ha firmado un contrato para su adaptación cinematográfica. Su novela más reciente, The Botticelli Secret (El secreto de Botticelli), le ha valido un adelanto de publicación de nada menos que 250000 libras esterlinas (casi 300000 €). Sin embargo, escarbando un poco nos damos cuenta de que tampoco es una madre trabajadora cualquiera: esta licenciada en Historia de la Universidad de Oxford, medio veneciana y medio inglesa, es actriz, diseñadora (ha colaborado en la puesta en escena de giras de los Rolling Stones y de U2), ilustradora y crítica de cine, medio en el que también trabaja su marido, que es director. Se casó en Venecia, ciudad donde obtuvo también una titulación de Historia y que conocía relativamente bien. Así que, aunque su nueva situación económica le haya venido de nuevas, tampoco era precisamente una cajera de supermercado ni estaba fregando escaleras. A los medios les encanta vendernos estas historias de fama y fortuna de la noche a la mañana, si bien raras veces son ciertas. ¿Quién no se tragó aquello de que El Código da Vinci se hizo célebre simplemente por el boca a boca, sin ningún tipo de promoción editorial?

A la mente del ávido lector acuden enseguida mitos de aquellos escritores que realmente subsistían de mala manera, incluso de aquellos cuya obra no se valoró hasta después de su muerte. Gran parte de la generación beat estadounidense se hizo famosa precisamente por no tener un duro y escribir sobre ello (un ejemplo perfecto sería Jack Kerouac, que escribió sus mayores obras durante su vida como marino mercante), por no hablar de tantos poetas malditos franceses que se dieron a la lujuria y al alcohol barato sin que les llegase el dinero para comer. Por supuesto que el escritor, por lo general, desea una compensación económica, y si ésta es enorme, tanto mejor. Pero eso no quita que tantas noticias sobre pobres autores muertos de hambre atrapados en empleos anodinos empiezan a parecer sospechosamente parecidas, y sospechosamente idóneas para la promoción editorial. Porque está claro, ¿a quién prefieres comprarle, al autor establecido y ricachón, o al marginado por las editoriales, padre de familia con un trabajo parecido al tuyo? Queremos sentirnos identificados con el escritor cenicienta, ya que deja las puertas abiertas a la posibilidad de que nosotros también podamos llegar a serlo.

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Anécdotas de escritores (IV)

AutorGabriella Campbell el 23 de mayo de 2010 en Divulgación

Reina Victoria

-El célebre Maupassant era uno de los muchos parisinos del siglo XIX que no se deleitaban con la vista de la Torre Eiffel. Tanto era así, que solía comer en el restaurante que había al pie de ésta, para no tener que verla.

-Un día, Alfred Jarry, dramaturgo y poeta francés conocido por ser un tanto excéntrico, disparó su pistola hacia un seto, del que de repente salió una mujer. Furiosa, éste le increpó: “¡Mi niño estaba jugando aquí, podrías haberlo matado!”. A lo que éste respondió, con mucha galantería: “Señora, le hubiera hecho otro”.

-La Reina Victoria de Inglaterra era muy aficionada a Alicia en el país de las maravillas, la conocida novela del escritor y catedrático universitario Lewis Carroll. Envió una carta a dicho autor comentándole que le encantaría leer otras obras escritas por él. Carroll, encantado, le envió un ejemplar de su Compendio de geometría algebraica plana.

-El prestigioso periodista británico Henry Porter reveló en mayo de 1986 que había incluido en uno de sus artículos semanales del Sunday Times cinco errores gramaticales deliberados, ofreciéndose a enviarle una botella de champán al lector que identificara estos cinco de manera correcta. Recibió muchísimas cartas, y a la semana siguiente Porter anunció que los lectores no habían sido capaces de encontrar estos cinco fallos… pero que habían encontrado otros veintitrés de los que no había sido consciente.

-La farsa de Isaac Bickerstaff fue un hecho muy comentado y polémico a principio del siglo XVIII. En Gran Bretaña vivía entonces un famoso astrólogo, John Partridge, que se ganó la antipatía del escritor Jonathan Swift por sus referencias críticas a la Iglesia de Inglaterra, de la que Swift era clérigo. Swift se inventó un personaje falso llamado Isaac Bickerstaff, que utilizó para publicar una serie de predicciones para el año siguiente, entre las que se incluía la muerte de John Partridge. Partridge desmintió las predicciones de Bickerstaff, afirmando que se trataba de un profetilla de poca monta en busca de fama. El día para el que había predicho la muerte de Partridge, Bickerstaff publicó una carta supuestamente anónima, anunciando la muerte del astrólogo. Partridge intentó convencer a todos de que seguía vivo, sin éxito, ya que dicha carta había sido publicada en diversos periódicos y varios escritores de renombre se habían hecho eco de ella. El nombre de Partridge fue retirado del registro, y sus seguidores se apresuraron a lamentar su fallecimiento, produciendo una disminución significativa de popularidad y el fin de su carrera. Entre las razones que daba Bickerstaff/Swift para demostrar la muerte de Partridge estaba que era “…imposible que ningún hombre vivo pudiera haber escrito tanta bazofia”.

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Escritores y drogas, ¿amigos para siempre?

AutorGabriella Campbell el 18 de mayo de 2010 en Divulgación

opio

Existe un estereotipo, basado sobre todo en el escritor postromántico de finales del XIX y principios del XX, de escritor bohemio, cuya inspiración primordial aparece en momentos de abuso de diversas sustancias: sean éstas alcohólicas o alucinógenas (o ambas). Si bien nuestro sobrio (o por lo menos más sobrio que los locos años de la revolución sexual del XX, por ejemplo) nuevo siglo se llena de escritores que no dudan en afirmar que el uso de estupefacientes y alcohol no hacen sino entorpecer su trabajo (es interesante para esto leer el fantástico artículo de The Guardian, reseñado en Lecturalia, donde diversos grandes autores del momento daban sabios consejos para escribir: entre estos uno de los que más se repetía era el de mantener una férrea disciplina y evitar este tipo de embriaguez). Sin embargo, a día de hoy, el fastidio universal, ese spleen que atormentaba a los poetas malditos de fin de siglo, se ha convertido en una continuación del aburrimiento por la constante novedad, una habituación al cambio que se traduce en enfermedades diagnosticadas: depresión, ansiedad, manía. El opio y el hachís de los fumaderos bohemios evoluciona al Prozac y el Tranxilium. El heroinómano de hoy es un ser despreciado, marginal, pero el escritor dopado con antidepresivos es un superviviente más al fatal acto de la vida con o sin talento.

Más allá de esta necesidad de combatir el sehnsucht surgen aquellos que descubren nuevos caminos a través de las drogas alucinógenas. Tal vez uno de los más conocidos sea Philip K. Dick, que dedicó varias de sus obras, clasificadas habitualmente dentro de la ciencia ficción, al uso y abuso del LSD y derivados (léase, sin ir más lejos, sus novelas anteriores a 1970, que él mismo admitió haber escrito bajo los efectos de anfetaminas). Aldous Huxley escribió la influyente Las puertas de la percepción (que ha trascendido a diversos aspectos de la cultura actual, desde la música de The Doors a las películas de Stanley Kubrick) bajo los efectos de la mescalina. Y acercándonos aun más a nuestros días, encontramos a los herederos de los estadounidenses revolucionarios como Kerouac y compañía, y a los nuevos adalides del realismo sucio, como puede ser el archiconocido escocés Irvine Welsh, cuya obra más célebre, Trainspotting, se adaptó con gran éxito al cine. Las obras de Welsh, tanto la propia Trainspotting como Acid House o Éxtasis, centran sus argumentos alrededor de personajes adictos a diversas sustancias, y lo hacen de manera muy poco romántica; sus obras son más bien un estudio de determinado segmento de la población obrera que una apología o acusación contra las drogas. Además de múltiples “experimentos” mediante los cuales los escritores usan ácido, setas, pegamento o cualquier material alucinógeno para crear nuevas formas literarias, sin duda el compañero favorito de los autores es el alcohol. La absenta, el bourbon o el vino influyeron de manera potente en el mundo autorial: desde Edgar Alan Poe hasta Bukowski o Hemingway (quien llegó a afirmar que “un hombre no existe hasta que está borracho”). Podemos llegar a preguntarnos si estos autores hubieran dejado muestras literarias tan fantásticas de haber vivido una vida sobria y abstemia, o si su compañero de viaje acabó destruyéndolos sin dejarles alcanzar una genialidad superior que tal vez habrían tenido de habérselo dejado por el camino.

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La historiadora, de Elizabeth Kostova

AutorGabriella Campbell el 17 de abril de 2010 en Reseñas

La historiadora

Uno de los principios necesarios de la crítica responsable es huir de la valoración más o menos subjetiva y centrarse en el análisis productivo de una obra. Es posible que esto parta de la suposición de que el crítico se encuentra con una obra con un mínimo de calidad, que ha superado un filtro editorial y que se presenta al gran público superados unos requisitos básicos. Sin embargo, a veces el lector se encuentra con una obra, sea esta novela, ensayo, relato o compendio de aforismos, cuyo análisis se ve impedido, una y otra vez, por diversas circunstancias: un ritmo pobre, desigual; unos personajes planos que evitan de manera continua la identificación con el lector; la introducción de una serie de tópicos repetitivos; la imposibilidad de un pacto narrativo por la escasa credibilidad del argumento y de su desarrollo o (y ésta seguramente será la peor) el simple y llano aburrimiento. Cuando estas circunstancias se dan en un superventas como ha sido La historiadora de Elizabeth Kostova, uno no puede dejar de plantearse si es verdad aquello de que toda lectura es buena.

La trama de Kostova, autora obviamente apasionada por, valga la redundancia, la historia, gira en torno a la figura del príncipe Vlad el Empalador, comúnmente conocido como Drácula. A través de una serie de recursos retorcidos y poco prácticos, una serie de personajes comienza a investigar a esta figura y a sospechar que el temible Tepes siga vivo y rondando por el mundo. La trama de la novela se ayuda del manido sistema de describir la acción a través de cartas y documentos pseudohistóricos, que se entremezcla con una narración más o menos lineal que repite, de manera ardua, aquello que ya nos han dado a entender dichos documentos. La historiadora es, sin duda, una de esas obras que presupone que el lector es falto de entendederas, ya que la repetición se convierte en uno de sus recursos más comunes. Por otro lado, la autora parece gozar de las descripciones topográficas, lo cual se agradecería si no fueran insulsas y superfluas. Su empeño en usar metáforas muertas y su amor por los tópicos llega a su culmen en el párrafo en el que una habitación se nos describe como “desnuda”, para pasar a continuación a enumerar los numerosos muebles y adornos que llenaban la habitación. Kostova cae, una y otra vez, en ese gran sinsentido narrativo que es el de instruir al lector qué debe sentir, en vez de sugerirlo con las acciones y el comportamiento de los personajes. Una y otra vez se nos recuerda que los personajes sienten miedo, pero no sabemos muy bien por qué: constantemente les invaden temores sin fundamento ni razón. Se nos indica que la figura de Drácula y de sus secuaces es temible, pero no entendemos muy bien qué tienen de espantosos. La autora olvida que el hecho de indicarle a su lector “ahora es el momento en el que debes tener miedo” no suele funcionar para insuflar terror en su corazón.

Empalando

Constantemente se nos recuerda que Drácula es malo, muy malo, malísimo, pero más allá de sus crímenes históricos no entendemos muy bien qué es aquello tan terrible a lo que se dedica, ya que el pobre no-muerto se limita a coleccionar libros y a secuestrar (¡oh, el horror!) a eruditos amantes de los libros para que (¡qué tortura!) le ayuden a organizar su espléndida biblioteca. Por supuesto no pueden faltar numerosos deus ex machina aparecidos de la nada y cuya existencia y función se nos explican en apresuradas y escasas líneas, mientras que se dedican extensos párrafos y capítulos a un simple paseo de camino a un monasterio. Las habilidades de intriga de la autora pueden recordar a un mal planteado episodio de la serie CSI, en el que tres cuartas partes de su duración se dedican a plantear el misterio y sus pistas, y en el que se resuelve el asesinato de forma rapidísima e incoherente, con la intención de que el espectador no tenga tiempo de pararse a pensar que dicha resolución, realmente, no tiene sentido.

El éxito de ventas de una novela puede deberse a una excelente campaña de promoción, a una gran calidad literaria o a un uso adecuado de la intriga que impulse al lector a tomar el libro para no soltarlo. Como, a mi juicio, la obra no cumple con ninguno de los tres requisitos, animo a aquellos que han leído La historiadora de Elizabeth Kostova y la han disfrutado a que comenten este artículo, señalando qué aspectos de la obra encuentran interesantes y qué les ha animado a leerla. Si a alguien, como a mí, le ha parecido que los árboles talados para imprimir este libro no merecían una muerte tan poco digna, le animo también a que exprese su parecer.

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Cayendo en Desgracia

AutorGabriella Campbell el 12 de abril de 2010 en Divulgación

Desgracia

Recientemente un conocido me comentó que le gustaría que los libros se publicaran con advertencias anímicas, algo así como “leer este libro le levantará la moral” o “no lea esta obra si está pasando por un desengaño amoroso”. Independientemente de la conveniencia o inconveniencia de algo así, tal vez no estaría de más que Desgracia de Coetzee llevara una enorme señalización, al estilo de un paquete de tabaco, que indicara algo parecido a “leer este libro es perjudicial para su ánimo”. Desgracia, me temo, no es para los mansos de corazón.

Coetzee, por su origen sudafricano, no puede escapar del análisis contextual, político, sociológico, histórico, tal vez incluso económico. A pesar de su notoria timidez frente a los medios (apenas ha tenido apariciones públicas, no recogió en persona sus dos premios Booker y sus conferencias suelen ser leídas por otras personas en su nombre, siendo una de las más célebres la que escribió para la asociación pro-derechos de los animales Voiceless, que fue leída por el actor y embajador de la organización Hugo Weaving) no ha dudado a la hora de expresar su opinión acerca de temas como el apartheid y otras polémicas relacionadas con la política sudafricana y su entramado social. Desgracia es, posiblemente, la novela donde más queda patente la complicada relación entre clases y razas en Sudáfrica, en un incómodo viaje desde el civilizado entorno urbano al cruento mundo rural donde se desarrolla un nuevo orden frente al poder antaño perteneciente a los terratenientes blancos.

Sin embargo en ocasiones es difícil concentrarse en el mensaje político del autor, por la sencilla razón de que su encarnizado examen de las relaciones humanas deja tras de sí un reguero de angustia que dificulta una lectura superficial, única, de este extraordinario libro. Sabemos de la obra, en principio, lo que todos, que versa sobre un profesor universitario acusado de abusar sexualmente de una alumna. De por sí, este argumento presentaría una gran variedad de posibilidades: el estudio de la sexualidad masculina pasados los cincuenta y la discriminación social que ésta puede llegar a sufrir; la posición de una mujer que, si bien no ha sido violada, puede haber sido intimidada, hasta cierto punto obligada, para realizar un acto que realmente no desea; la hipocresía de la cerrada sociedad universitaria… las interpretaciones y lecturas son múltiples. Pero sin embargo, este es sólo el comienzo: la relación entre el hombre mayor y la mujer joven, ya sea en un contexto sexual, familiar o laboral, se expande y reinventa una y otra vez en la novela; la relación sexual consentida pero no deseada, la relación sexual forzada, reaparece de manera constante, de diferentes y terribles maneras; el abuso y el abandono del protagonista, de su hija, de Teresa, la amante olvidada de Lord Byron, de los perros demacrados que figuran como coro en esta tragedia, son todos elementos de peso para formar páginas y páginas de ansiedad concentrada.

En el fondo, no es la complicada relación entre los personajes la que nos atormenta, es la sensación de inacción, un fundamental apuntador de cada escena, la que nos produce cierta catarsis, la que hace que Desgracia sea una tragedia con todas las letras, con todos los puntos necesarios para enorgullecer a cualquier Sófocles. Los personajes se abandonan, aceptan su hado y se dejan llevar, saben que no disponen de escapatoria, como los perros a los que el protagonista ayuda a morir. Cualquier intento de acción, de cambio, como la relación de éste con su alumna, no es más que una trampa, ya que la narración nos muestra que no se trata más que de caminos predeterminados (el propio protagonista admite la inevitabilidad de su relación, al afirmar que volvería a acostarse con la joven, a pesar de todo lo que ello le ha supuesto). Esta no-acción, este tortuoso desarrollo de los acontecimientos que escapan a nuestro poder, acontecimientos contra los que los personajes no actúan, para gran frustración nuestra y de ellos mismos, convierte al héroe en un personaje risible, ridículo, como el Lear de Shakespeare o el viejo y maldito Edipo. Y sobre esta escalera, esta caja china de historias, el Profesor Lurie de Desgracia monta su propio metatexto, al componer su ópera con las voces de una Teresa gorda y abandonada y un Byron muerto e inútil, al son de una triste mandolina de juguete. No hay ningún personaje gratuito, no hay ningún clavo sobre el que nadie se cuelga. Y no hay, sobre todo, un solo lector capaz de terminar este libro y seguir siendo la misma persona que cuando lo empezó.

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La casa de los lobos. Hilary Mantel

AutorGabriella Campbell el 5 de abril de 2010 en Reseñas

Wolf Hall

Todo país tiene un villano, casi todos los países tienen varios. Hablamos de aquel sobre el que se cargan las culpas históricas, aquel que deshizo la gloria nacional, aquel que perdió las colonias o mantuvo a un estado bajo un dominio de terror. En España tenemos nuestra lista de reyes débiles, de mujeres malvadas y de ministros corruptos. Pocos recuerdan con cariño a Godoy o a Torquemada, y el propio Francisco Franco, si bien hoy en día todavía mantiene fervientes seguidores, no es precisamente un héroe a ojos de la fama internacional. Del mismo modo, algunos personajes que han sido alabados dentro de una nación han obtenido una reputación pésima fuera de sus fronteras, como pueden ser Vlad Tepes o nuestro Felipe II, de quien los ingleses y franceses decían que al morir dejó un cuerpo infectado de inmundos gusanos.

Uno de esos personajes polémicos poco apreciados por sus conciudadanos de ayer y de hoy fue Thomas Cromwell. Célebre consejero del más célebre todavía Enrique VIII, monarca lamentablemente más recordado por sus líos de faldas que por su trascendencia política, Cromwell se granjeó el odio del clero al dedicarse a sanear la economía de Inglaterra a base de cerrar monasterios y desamortizar terrenos, todo esto, según la leyenda popular, después de haber metido a Ana Bolena en la cama de su rey, obtenido un cisma de Roma y ejecutado vilmente al muy santo Tomás Moro. Cromwell era un hombre amado y detestado a partes iguales: el clero lo odiaba por limitar su poder; parte del pueblo lo amaba por mejorar sus condiciones; la corte lo odiaba por ser un hombre de nacimiento humilde, sus sirvientes y amigos lo adoraban por ser benévolo, justo y generoso con los suyos.

Tras disfrutar de la confianza del Rey y de varias de las esposas de éste (recordemos que el majestuoso Tudor tuvo seis, ni más ni menos), las presiones de la corte finalmente acabaron con él y cayó en desgracia. El propio Enrique VIII se vio obligado a ordenar su ejecución, aunque diversas fuentes aseguran que lo lamentó profundamente y se arrepintió en gran medida. Si el apellido Cromwell os resulta familiar puede que sea por su descendiente, Oliver Cromwell, que tuvo el mando del país tras la ejecución de Carlos I.

Hemos podido vislumbrar algo de la personalidad de Thomas en la obra de Philippa Gregory, La otra Bolena, que ha sido también llevada al cine, pero recientemente una autora británica se ha atrevido a reivindicar a este siempre despreciado hombre, que surgió de la nada para gobernar un país, un hombre que consideró que el bienestar de su gente y de su gobierno era más importante que la obediencia a Roma. Hilary Mantel, que con su obra Wolf Hall obtuvo el año pasado uno de los más prestigiosos premios literarios en existencia, el Man Booker Prize, nos habla de un mercader y economista nato, amigo de sus amigos, compasivo y devoto hombre de familia, que se vio arrojado a unas circunstancias en las que supo ser, ante todo, pragmático y fiel a los intereses de su nación. Mantel no se amilana a la hora de mostrarnos una cara excelentemente documentada de un hombre considerado por muchos enemigo y traidor, ni de bajar de su nube de santidad al siempre glorificado Tomás Moro, que en su obra se nos revela como un hombre sádico, y dogmático, inquisidor supremo de su propia cruzada espiritual.

Wolf Hall

Todo esto sería ya de por sí interesante si no fuera porque Mantel trasciende el simple argumento entretenido. Ha conseguido empujar al lenguaje más allá de sus cómodos confines, desafiando leyes narrativas y consiguiendo, para sorpresa del lector, estructurar su historia en segmentos de pequeños y grandes personajes, dotando a cada figura de color con sólo dos palabras, construyendo un macroconjunto de piezas complejas que no se veía desde narradores inmensos y acaparadores como George Eliot o Charles Dickens. Aunque el nivel simbológico, el poder de la metáfora, se halla actualmente en pleno desarrollo gracias a autores inventivos como Murakami, llevábamos años sin encontrar un escenario tan completo, un uso tan exacto, económico, elíptico y precioso a la vez del lenguaje. Mantel no es sólo la autora que está consiguiendo recuperar la historia, es también la autora que está consiguiendo recuperar la novela. Eso sí, me gustaría mucho ver quién tiene narices de traducirla al español.

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Literatura deliciosa

AutorGabriella Campbell el 27 de febrero de 2010 en Divulgación

Comida, bar y novela negra

Desde siempre los libros se han concentrado en examinar y reflejar las grandes preocupaciones del hombre: desde consideraciones sociales como el orden político hasta conceptos espirituales como el amor o la moral. Pero hay otra constante que muestra el interés humano por uno de los actos más imprescindibles del ser vivo: alimentarse. Muchas obras reflejan la necesidad perentoria de comer, manifestando un desorden social donde el rico o el poderoso se alimenta sobradamente y el pobre o débil pasa hambre: ahí tenemos la mismísima Sagrada Biblia, donde además la comida es frecuentemente metáfora o eje principal de una parábola o incluso de un dogma de fe (como es la Eucaristía). De este desigualdad social cuya representación máxima es la falta o exceso de alimento encontramos miles de ejemplos, destacando las novelas realistas de Dickens, o la propia picaresca española, donde la batalla diaria por comer del Lazarillo de Tormes o del Guzmán de Alfarache son un hilo narrativo que da pie a sus múltiples aventuras y peripecias. La apreciación por el alimento, y la lucha por éste, puede observarse también en las enseñanzas y moralejas de las fábulas, tanto Esopo como Tomás de Iriarte (y tantos otros) utilizaron la imagen de distintos tipos de alimento para desarrollar sus historias.

Para otras obras narrativas la comida es una parte indisociable de la vida cotidiana, dentro de un tejido intricado de componentes físicos: Junto con la detallada descripción de vestuario, arquitectura o jardinería, aparecen segmentos destinados exclusivamente a explicarnos la dieta de los personajes protagonistas. Tal es el caso de grandes estructuras narrativas como El sueño en el pabellón rojo, de Cao Xueqin o de Don Quijote de la Mancha, cuyo recetario de platos tradicionales castellanos ha sido analizado con frecuencia. La comida se utiliza para describir al propio personaje del hidalgo:

“Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”

y sus hábitos se describen en el consejo que éste le da a Sancho:

“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estomago”

También entran en juego las suposiciones populares acerca del alimento; Cervantes menciona que el hidalgo consumía lentejas, un plato considerado por los médicos de la época como alentador de la locura.

La comida ha llegado a ser, para algunos autores, un elemento con vida propia, un personaje de la novela, como ocurre en determinadas obras del realismo mágico. Seguramente la más conocida en este sentido es Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, donde la habilidad de la protagonista para la cocina, y su comunión personal con ésta, conforma una trama adicional que se entremezcla con las acciones de sus participantes, llegando a producir asombrosos resultados. Esquivel propone una relación emocional entre el alimento y el ánimo, tanto del cocinero como del que saborea sus platos. Ya a menor escala, pero cobrando importancia como elemento ritual, símbolo de la familia y de todas sus implicaciones, aparece también en las obras de Isabel Allende o de Gabriel García Márquez. Para otros escritores, sin embargo, el alimento como ritual es divorciado de sus implicaciones y lazos emocionales y presentado como un contexto social, una excusa para ubicar a un conjunto de personajes. Esto es habitual en la novela negra, donde el encuentro de diferentes protagonistas fundamentales para la intriga puede darse en un restaurante, o, con mayor frecuencia, en una fiesta donde el comer y el beber son las dos ocupaciones principales. Así, las “garden parties” (fiestas de jardín) eran esenciales para reunir a los sospechosos de Agatha Christie. La dieta de cada detective es asimismo imprescindible para definirlo como persona, he ahí las particularidades del propio Poirot o del famoso Carvalho de Vázquez Montalbán.

Nuestra conclusión es menos que sorprendente: así como en la vida diaria el alimento marca nuestro ritmo, nuestros encuentros sociales y nuestros grandes eventos, en la literatura toma el mando de lo cotidiano, de lo extraordinario e incluso de lo mágico.

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AutorGabriella Campbell el 24 de febrero de 2010 en Reseñas

La era del diamante

Neal Stephenson es un hábil demiurgo. En 1996, su obra La era del diamante: Manual ilustrado para jovencitas obtuvo tanto el premio Hugo como el Locus, dos de los premios de ciencia ficción y fantasía más importantes a nivel internacional. La complejidad de la obra, su lectura a interminables niveles y su desarrollo de diversas teorías e investigaciones referentes al fascinante mundo de la nanotecnología, le han valido a este escritor un gran éxito que se ha mantenido también con sus novelas posteriores, entre las cuales destaca la ya clásica Criptonomicón, gran favorita de hackers, criptógrafos e historiadores por igual.

Al igual que cada era del hombre se ha visto representada por un metal o material (la era del bronce, la era del hierro, etc.), “la era del diamante” tiene varios significados. Por un lado el título nos habla del contexto temporal de la obra, un futuro más o menos lejano en el que la construcción de estructuras diamantinas a través de la nanotecnología define la estructura tecnológica de la sociedad; y por otro lado habla de la formación social: en este futuro posiblemente distópico el mundo se divide en phyles o tribus, siendo las más importantes Nueva Atlantis, una formación neo-victoriana, la Han (china) y la Nippon (japonesa), existiendo asimismo muchas otras tribus menores. La referencia al diamante surge de la época de la reina Victoria de Inglaterra, época que intentan recrear los neovictorianos, la tribu alrededor de la que se desarrolla gran parte de la narración.

La inmensa cantidad de información presente en la obra puede resultar, sobre todo para aquellos de nosotros menos educados en las maravillas de la ciencia y la tecnología, abrumadora. La era del diamante no es un libro de rápida asimilación, y se presta a lecturas repetidas para terminar de entender muchos de los aspectos de ésta. Lo que queda claro es que nos encontramos, en el fondo, ante una bildungsroman, una novela de aprendizaje por la cual Nell, nuestra protagonista, se educa y crece mediante el apoyo de un “manual”, un libro interactivo que la prepara para enfrentarse a la vida, guiada por la inteligencia artificial de este libro-máquina y a la vez por la “ractriz” real que se oculta tras el libro y con quien Nell formará un vínculo filial. Stephenson explora, a través de este libro, los límites de la inteligencia artificial, ya que aunque en su obra aparecen diversos ejemplares de este manual, sólo el de Nell la conduce a una madurez completa y funcional, debido al apoyo de esta figura humana y maternal, y a la vez tropieza con la metaliteratura conforme se fusiona la vida de Nell con la vida descrita, mediante cuentos de hadas, en el libro. El proceso de aprendizaje de Nell se muestra en el abigarrado contexto social y cultural de este extraño mundo futurista que nos presenta el autor, donde se explora el uso de la información como poder absoluto, la relevancia de la educación, y el eterno enfrentamiento entre Oriente y Occidente. Este mundo se ubica unos 80 o 100 años posteriores en el tiempo al mundo de Snow Crash, novela de la que ya hablamos en Lecturalia.

La habilidad de Stephenson para crear mundos tecnológicamente subversivos nace, probablemente, de su procedencia de una familia de científicos. Sin embargo sus mundos extraños crean personajes extraños, con los que resulta muy difícil crear una simbiosis lectora, y su narrativa a menudo se ve disminuida por un exceso descriptivo que impide el desarrollo fluido de la trama. De cualquier forma sus tramas siempre resultan múltiples, con ramificaciones elocuentes frecuentemente gratuitas cuya única intención es mostrar nuevos o diferentes aspectos del universo que ha creado. Sea como sea, es posible que Stephenson no sea el narrador más eficiente al otro lado del charco, pero sin duda es un demiurgo impresionante.

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