Un mal viernes, un mal sábado
Este ha sido un fin de semana trágico para la literatura. Apenas nos enterábamos del fallecimiento de José Saramago el viernes 18 y ya se anunciaba, un solo día después, la muerte del mexicano Carlos Monsiváis. Ninguno de los dos era joven, ambos habían tenido una vida larga y plena, sin embargo no podemos más que entristecernos por la desaparición de dos grandes de la literatura que seguían trabajando incansablemente en la creación de obras memorables.
Es muy posible que Saramago sea el autor más conocido en lengua portuguesa, aunque también estuvo muy vinculado a España (abogaba por la unificación de España y Portugal, y vivió durante un largo periodo en Lanzarote). A Monsiváis se le ha bautizado “el último escritor público de México”, debido a su estatus mediático en su país. Ambos han estado muy unidos al mundo periodístico y ambos han sido voces críticas de gran envergadura. Políticamente tendían hacia los mismos intereses, juntos visitaron campamentos rebeldes en Chiapas, en claro apoyo al movimiento revolucionario de los indígenas mexicanos.
Ambos autores han sido escritores del pueblo, y así el pueblo lo ha sabido reconocer. Sus entierros han sido multitudinarios. Monsiváis ha sido acompañado de amigos, familiares, pero también de los que se le suponen enemigos, políticos que habían sido objeto de sus críticas en numerosas ocasiones. Su féretro se cubrió con dos banderas: la bandera nacional de su amado país y la bandera arco iris de la comunidad gay. Recibió el último adiós en el Palacio de las Bellas Artes, donde su cuerpo fue cremado. Saramago fue protagonista póstumo de un desfile de cantos y libros, y fue su viuda, Pilar del Río, la que pidió que se le cremara con Memorial del convento en las manos, libro gracias al cual ella y su marido se conocieron, hace ya 24 años. Tal ha sido la reacción del pueblo luso, que la selección portuguesa de fútbol ha solicitado a la FIFA poder llevar un brazalete negro en su partido contra Corea del Norte en el Mundial de Sudáfrica.
Como es el caso de todos los grandes autores, Saramago y Monsiváis dejan un tremendo legado: su obra. No sabemos qué será de esas 30 páginas que llevaba el portugués escritas para una nueva novela cuando falleció, ni si habrá quien recoja en México el testigo de un luchador y crítico esencial (esto podrán decírnoslo, mejor que nadie, nuestros propios lectores portugueses y mexicanos). Saramago tenía nada menos que un Nobel de Literatura (que se debe, sobre todo, a la conocidísima Ensayo sobre la ceguera, recientemente adaptada para el cine de manera muy digna gracias a Fernando Meirelles), pero Monsiváis tampoco se le quedaba muy atrás: llevaba a sus espaldas doctorados honoris causa, el Premio Anagrama de Ensayo y el Premio Nacional de Periodismo de su país, entre muchos otros galardones. Como suele ocurrir, el mejor homenaje y la mejor presentación de respetos a un autor que ya no se halla entre nosotros es leer su obra. Gracias a ésta tendremos a ambos siempre en la memoria; José de Sousa Saramago y Carlos Monsiváis Aceves son, a partir de ahora, para siempre inmortales.