En la más absoluta miseria
Aunque nos guste tanto hablar de autores que han batido récords de ventas, que firman millones de ejemplares y que se bañan en piscinas repletas de billetes, no podemos olvidar que un porcentaje mayoritario de escritores no está en unas circunstancias económicas tan boyantes. De hecho, son muy pocos los que pueden presumir de pagar las facturas con su trabajo como escritor, e incluso éstos suelen obtener la mayor parte de sus ingresos mediante actividades relacionadas con la escritura (talleres, conferencias, columnas periodísticas, etc), más que con las regalías de sus libros. Muchos autores viven, o malviven, gracias a presentaciones y ventas de libros en colegios, premios de concursos y otras fuentes similares de sustento. Podría decirse que el oficio de escribir se trata sobre todo de una profesión vocacional, ya que cualquiera que conozca la cadena de edición, los porcentajes de los intermediarios y la balanza de oferta y demanda de libros, sabe que sólo unos pocos privilegiados alcanzan un nivel de ventas que les permita vivir de manera ya no desahogada, ni digna, sino básica.
No ayuda el hecho de que los ingresos percibidos por escribir sean erráticos y difíciles de predecir. Uno no recibe un salario, sino una serie de pagos no siempre periódicos que dependen de cada editorial, y que son, debido a la naturaleza del negocio, complicados de anticipar. Y precisamente es ese el mejor amigo del escritor: el anticipo, ese Sagrado Grial que le proporciona la más bella de las ilusiones: la esperanza. En una situación ideal, un autor tendría ya varios libros en el mercado, y contaría con contratos y anticipo por nuevas obras, más un pago continuo de derechos de autor. Esta es, insisto, una situación ideal, e idealizada. Las temidas devoluciones de distribuidoras y librerías rematan la esperanza de vida de un libro, y no todas las editoriales están dispuestas a ofrecer jugosos anticipos por obras cuya rentabilidad no pueden asegurar. Y aun de ofrecerlos, a uno siempre le puede pasar como a la escritora estadounidense Emily Gould, que se fundió su anticipo de 200.000 dólares (unos 150.000 €, aunque de ahí hay que descontar el 15% que se llevó su agente y unos 38.000 € que se le fueron en impuestos) en clases de yoga, viajes internacionales, el alquiler de un apartamento en Nueva York y otras tantas cosas de las que asegura que no se arrepiente… excepto por los 1000 dólares que se gastó en ropa de diseño; ropa que no entiende por qué adquirió y que apenas ha utilizado. En el caso de Emily, como ocurre con muchos escritores en esta situación, su buena fortuna le hizo creer que no podía sino ser un presagio de todo lo fabuloso que estaba por llegar: regalías internacionales, una adaptación de su libro al cine, y todas esas maravillosas aspiraciones que parecen a punto de materializarse con la firma del primer contrato. Finalmente, se vio sin dinero, con un libro que nunca llegó a nada, y mucha ropa que ahora pone a la venta por Internet. Afortunadamente, puede regresar a su actividad inicial, la de editora, bloguera profesional y emprendedora, y siempre cabe la posibilidad de que, tarde o temprano, vuelva a tener un anticipo como aquel en las manos. Por ahora, dirige proyectos tan interesantes como Emily Books, un servicio de venta de ebooks por suscripción. El batacazo de Emily no le impedirá seguir adelante, pero para muchos otros escritores el final fue bastante menos optimista. De ellos hablaremos en la segunda parte del artículo.