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Gabriella Campbell (Página 10)

Las muertes menos atractivas de la literatura

AutorGabriella Campbell el 3 de diciembre de 2012 en Divulgación

Peligro: Escritores

La muerte rara vez nos llega de la manera que querríamos. Parece ser, además, que para aquellos que han llevado una vida singular, la muerte es también un evento digno de atención, diferente. Y cuando pensamos en las muertes más curiosas del mundo de la literatura, no consideramos solo los personajes literarios, sujetos ficticios que hacen más interesante una narración tanto con su vida como con su fallecimiento, sino también las mentes brillantes que les han dado vida.

Tal vez una de las muertes más absurdas de la historia de la literatura fue la de Thomas Lanier Williams III, el dramaturgo más conocido como Tennessee Williams. Encontraron al escritor muerto en su suite del Hotel Elysee de Nueva York con 71 años. Había perdido la vida al atragantarse con el tapón de un tubito de medicamentos (parece ser que tras una ingesta masiva de alcohol fue en busca de barbitúricos, e intentó abrir el bote con la boca. Se tragó el tapón por accidente y se asfixió).

El ruso Nikolái Gógol tampoco se queda atrás. A lo largo de su vida estuvo obsesionado con la muerte y le aterrorizaba la idea de ser enterrado con vida. Durante los últimos diez años de su vida nunca durmió acostado, por miedo a que pensaran que había fallecido (en una carta a un conocido le pidió que solo lo enterraran cuando su cuerpo mostrase ya signos muy evidentes de descomposición). Al final de su vida su estado mental estaba seriamente deteriorado; por influencia de su amigo, el religioso Matvey Konstantinovsky, llevó a cabo determinadas prácticas ascetas que fueron minando su salud física y psicológica. Poco a poco cayó en una depresión profunda, y la noche del 24 de febrero de 1852 llegó a quemar algunos de sus manuscritos (entre ellos la mayoría de la segunda parte de Almas muertas), afirmando después que se había tratado de un error, una broma pesada del Diablo. Poco después, dejó de comer y falleció, al cabo de nueve días de ayuno.

También era ruso el poeta Sergei Yesenin, cuyo poema más famoso, una auténtica despedida, lo escribió con la sangre de su propia muñeca, justo antes de colgarse de las tuberías del techo de su habitación. Yesesin era alcohólico y tenía diversos problemas mentales. Solo contaba con treinta años de edad cuando escribió esa poesía, y su peculiar muerte contribuyó a convertirlo en un auténtico mito literario.

Y pocos pueden competir con el novelista y autor de relatos estadounidense Sherwood Anderson. Con 64 años, en un crucero hacia Sudamérica, comenzó a quejarse de dolores graves en el abdomen, que al cabo de unos días se complicaron hasta convertirse en una peritonitis que le fue diagnosticada finalmente en un hospital de Panamá. En la autopsia se descubrió que había tragado un palillo de los dientes, bien de la aceituna de un martini, o de algún canapé consumido en el crucero, que había desencadenado el incidente. En su epitafio puede leerse: La vida, no la muerte, es la Gran Aventura. Si bien su vida fue de lo más trepidante, su muerte fue, cuanto menos, poco corriente.

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La granny-lit y el éxito tardío

AutorGabriella Campbell el 30 de noviembre de 2012 en Divulgación

Hilary Boyd

Era inevitable. Tras la chick-lit, la hen-lit, los vampiros para adolescentes y las sombras BDSM, solo era cuestión de tiempo. Está claro que las mujeres de más de cincuenta años también querían su trozo del pastel en lo que a novela romántica y picante se refería.

Y aquí entra Hilary Boyd, que con 62 años está arrasando en Amazon con Thursdays in the Park (Los jueves en el parque), una obra que narra la historia de amor entre dos personas que le sacan bastantes años a los protagonistas del libro de éxito medio. Lo más curioso de Hilary, la nueva reina del digital, es que lleva más de veinte años sufriendo rechazos por parte de empresas editoriales, que obviamente no veían ninguna posibilidad comercial a sus obras.

La obra en sí, la primera que le aceptaron, vio la luz gracias una casa editorial pequeña, Quercus, que apenas vendió mil copias de su libro. Su novela pasó sin mayor pena ni gloria. Mientras, Boyd continuaba trabajando como redactora mercenaria, escribiendo columnas sobre cualquier tema (desde salud en general a embarazos o cómo criar a tus hijos) para las revistas con las que colaboraba. En agosto de este año la editorial reeditó la obra sin grandes aspavientos, pero decidieron incluir también una versión digital, y esa fue la que dio en el clavo. De repente Boyd descubrió que estaba la nº18 en ventas en la página británica de Amazon. Ahora ha llegado al número 1, y vende más que E. L. James y que Ken Follet. ¿Nos encontraremos ante una nueva tendencia inesperada? No deja de resultar curioso cómo las editoriales se apuntan a las nuevas olas de moda, produciendo grandes cantidades de libros de calidad discutible simplemente porque encajan en la corriente actual, y dejan de lado en tantas ocasiones a los que realmente están dispuestos a innovar y a crear tendencias nuevas. Al fin y al cabo, pocas editoriales se habrían apuntado hace un par de años a publicar novelas de sadomasoquismo ligero dirigidas a amas de casa.

Sea como sea, lo que más llama la atención de Boyd no es tanto su edad, sino su perseverancia. En un mundo donde lo deseable es joven, donde tantas grandes estrellas mediáticas no llegan ni a los veinte años, es refrescante saber de una mujer que ha estado escribiendo sin parar toda su vida, y que ha conseguido, por fin, ser reconocida. Desconozco cómo será la obra, pero alegra saber que también hay un rincón para aquellos lectores de los que tantas veces se olvidan las empresas de marketing, y para aquellos escritores que tienen años y años de experiencia vital para aportar a sus obras. Siempre nos queda el caso singular de Mary Wesley, que publicó diez novelas superventas durante los últimos años de su vida; su primera novela publicada apareció en 1983, cuando ella contaba ya con 71 años de edad. Su última obra fue su biografía, que escribió con la ayuda del escritor y periodista Patrick Markham, al que le dictaba desde la cama, ya cerca de su muerte. Al respecto comentó en una ocasión: ¿Tienes alguna idea de lo placentero que es estar tirada en la cama durante seis meses, hablando de ti misma con un hombre muy inteligente? De lo que más me arrepiento es de que yo era demasiado vieja y estaba demasiado enferma como para meterlo en la cama conmigo.

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No queremos tu novela. Historias de rechazo (II)

AutorGabriella Campbell el 24 de noviembre de 2012 en Divulgación

Zen y el arte del mantenimiento de la bicicleta

Por alguna extraña razón, cuando se habla de los grandes éxitos que en un principio no conseguían despertar el interés de las editoriales, siempre sale a colación el nombre de Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó. Internet está llena de artículos y comentarios que aseguran que la escritora estadounidense recibió 38 rechazos antes de dar con el editor que finalmente reconocería su potencial y la elevaría a la condición de superventas.

No obstante, esta historia de rechazos continuos no parece corresponderse con la realidad. El editor de Mitchell, Harold Latham, que trabajaba para MacMillan, conoció a la escritora cuando no era más que una humilde periodista en Atlanta, en 1935. Latham andaba a la búsqueda de nuevas voces, y su empleada Lois Cole le pidió a una amiga suya que le hiciera de guía por Atlanta. Esta amiga era Mitchell, y Latham quedó tan encantado con ella que le comentó que si alguna vez escribía un libro que se pusiera en contacto con él. Mitchell no le dijo nada al editor del manuscrito que tenía guardado en casa, pero ese mismo día una amiga suya hizo un comentario bastante hiriente respecto a las palabras de Latham: Imagínate, ¡una chica tan tonta escribiendo un libro!. Mitchell corrió a recoger su obra y se la dio a Latham justo cuando este se disponía a marcharse; era la primera vez que un editor entraba en contacto con Lo que el viento se llevó. El resto es historia.

En cuanto a Robert Pirsig, no hay ninguna duda respecto al largo camino que recorrió hasta encontrar un editor dispuesto. El autor de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta, uno de los libros más vendidos de la historia, hasta tiene un récord Guinness por libro más rechazado. Pirsig fue rechazado en 121 ocasiones. Sí, habéis leído bien, 121 editores le dieron el no a uno de los libros que más ha influido en los libros de superación personal de nuestro tiempo. Su autor, licenciado en filosofía y antiguo combatiente en Corea, escribió este tratado acerca de los valores y actitudes del ser humano, que pretendía repasar la historia de la filosofía y combinar aspectos del pensamiento occidental con el oriental, entre las dos y las seis de la mañana a lo largo de cuatro años, mientras intentaba compaginar la escritura con su empleo habitual.

Algo más sórdido, y que nos dice mucho del mundo editorial, de las tendencias y de la importancia del nombre, es el caso del escritor novel Chuck Ross, que en 1975 mecanografió unas veinte páginas de la obra Steps del aclamado escritor de origen polaco Jerzy Kosinski y las envió como muestra a cuatro editoriales diferentes. Entre ellas estaba Houghton Mifflin, la editorial que publicaba en ese momento a Kosinski. Las cuatro rechazaron la obra. Entre 1978 y 1979 Ross repitió el experimento, pero envió esta vez el manuscrito completo, a 14 editores y a 13 agentes literarios. De nuevo, fue rechazado por todos. Parece ser que nadie reconoció la obra, que había obtenido el Premio Nacional de Ficción estadounidense en 1968.

Hay muchísimos casos interesantes de grandes autores que recibieron negativa tras negativa pero que supieron mantener la ilusión y resistir hasta dar con el editor adecuado. ¿Cuáles son vuestros favoritos, cuáles os llaman más la atención? Os esperamos, como siempre, en los comentarios.

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No queremos tu novela. Historias de rechazo (I)

AutorGabriella Campbell el 22 de noviembre de 2012 en Divulgación

Rebelión en la Granja

Uno de los comentarios más absurdos a los que se enfrentan editores y lectores encargados de cribar manuscritos es aquello que todos hemos oído en algún momento, la muy conocida a X (inserte escritor famoso aquí) le rechazaron el manuscrito de Y (inserte obra famosa aquí) cuarenta veces, porque era un adelantado a su tiempo. Y mira luego todo lo que vendió. De este modo, el escritor se defiende de un posible rechazo, o intenta defender ante la editorial la rentabilidad y el potencial de su obra.

Por este motivo, hablar de grandes escritores cuyas obras fueron rechazadas en múltiples ocasiones es algo peligroso, ya que suele convertirse en la excusa favorita de aquellos que tal vez no hayan escrito una gran obra, pero que se consuelan pensando que su creación es perfecta y que son los editores los que no saben reconocer su potencial. Lo cual no quita, claro, que puedan tener razón.

Que se lo digan a George Orwell, que con Rebelión en la granja consiguió poner nerviosos a todos aquellos a quienes le presentaba la obra. En 1944 Orwell comenzó a mandar su novelita a varios editores, quienes lo echaban atrás con el pretexto de que era una metáfora demasiado crítica para con la URSS, en los tiempos en los que la antigua Unión Soviética colaboraba con Gran Bretaña en su intento de destruir a la Alemania nazi. Uno de los rechazos más curiosos llegó de la mano de una casa editorial que renegó de Rebelión en la granja por petición del oficial Peter Smollet, que trabajaba para el Ministerio de Información británico, ya que con el tiempo se descubrió que Smollet era un espía soviético. Otro editor le aseguró que era imposible vender historias de animales en América.

El no gracias más célebre de la obra llegó de la mano de Faber and Faber, ya que la carta de rechazo llegó de la mano del mismísimo T. S. Eliot, que la definió como trotskista y de la que afirmó no tenemos la convicción de que este sea el punto de vista más adecuado desde el que criticar la situación política actual. Y así fue, ya que el libro no salió a la luz hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La guerra también afectó al escritor T. H. White, que se las vio y deseó para ver impreso a su clásico de fantasía Camelot. La obra, de temática artúrica, no gustaba a los editores, que consideraban que tenía un final demasiado pacifista que no encajaba con los esfuerzos del pueblo británico en tiempos de guerra. Aunque White concluyó la obra en 1941, tuvo que ir publicándola por secciones a lo largo de los años, hasta que finalmente, en 1958, pudo verla reunida en un solo compendio. En un tiempo en el que el pueblo anglosajón necesitaba al Arturo de leyenda más que nunca, parece ser que no convencía una figura que no terminase de darles la conclusión belicista que ansiaban en un libro inspirado por la celebrada obra de Thomas Malory, La muerte de Arturo.

Y aquí no termina la lista, por supuesto. En la segunda parte del artículo os contaremos más casos curiosos de rechazos editoriales.

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¿De qué se alimentan los escritores?

AutorGabriella Campbell el 21 de noviembre de 2012 en Divulgación

Manzanas

Ya hemos hablado en Lecturalia en varias ocasiones del gusto de los escritores por el alcohol, el café y las drogas de todo tipo. No obstante, algunos de ellos tienen también una gran debilidad: la buena comida.

Según un estudio realizado en el 2011 por la organización Oxfam, la comida favorita de gran parte del planeta es la pasta. Y no iba a ser menos el escritor estadounidense Jonathan Franzen, autor de obras como Libertad o Las correcciones, que ofreció en una compilación de recetas reciente su versión particular de Pasta con col rizada, una combinación, en sus propias palabras, hermosa, erótica, privada y virtuosa.

Para Jack Kerouac, sin embargo, no había nada como un buen pastel de manzana con helado. Este plato aparece mencionado en su libro En la carretera, pero también en las cartas que le escribió a su madre durante sus viajes, donde admite que ha probado este postre en innumerables establecimientos (era, además, uno de los platos más económicos de los tradicionales diners estadounidenses).

En las cartas que Jean Paul Sartre le escribió a Simone de Beauvoir, aparece más de una vez su apreciado halva, un postre con miel y nueces que le era indispensable, sobre todo una vez tuvo que entrar en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial y dependía de otros para conseguirlo. Los paquetes que contenían halva, en forma de barritas individuales cubiertas de almendra, eran tan importantes como los de libros.

Otra gran aficionada a la cocina fue la escritora Sylvia Plath, que complementaba su afición literaria con una ajetreada actividad culinaria. Plath se especializaba en los postres, sobre todo en las tartas y pasteles. Uno de sus platos de más éxito era su extraña pero deliciosa tarta de sopa de tomate, un manjar salado y dulce a la vez. Hasta su suicidio estuvo relacionado, tristemente, con la cocina: encontraron a la autora sin vida con la cabeza dentro de un horno.

Walt Whitman disfrutaba de curiosos desayunos de carne y ostras, pero su perdición era la tarta de café, potente, densa y especiada, con la que satisfacía su apetito a cualquier hora del día o de la noche. Se conservan textos de este gran poeta en los que se lamenta de haber abusado de este tipo de dulce justo antes de acostarse.

Tal vez la fruta más popular entre los grandes autores sea la humilde manzana, de la que hablaban maravillas tanto Charles Dickens como Scott Fitzgerald. Para el primero, debían comerse asadas, y eran estupendas para el estómago, para el segundo eran la base de su dieta cuando se encerraba para escribir.

Otros, como Kafka, llevaron sus intereses alimenticios hasta extremos peligrosos. El autor nacido en Praga insistía en la importancia de beber grandes cantidades de leche sin pasteurizar, que parece ser que a la larga le acarreó la tuberculosis bovina que le costó la vida. Obviamente, no todos los gustos son igual de sanos.

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Novelas post mortem (II)

AutorGabriella Campbell el 19 de noviembre de 2012 en Divulgación

El Rey Pálido - David Foster Wallace

Con la publicación y la triunfante recepción de El rey pálido, la novela inacabada de uno de los escritores más prestigiosos de la nueva literatura estadounidense, David Foster Wallace (al que le faltó muy poco, además, para obtener un Pulitzer con esta misma obra), se reabre el viejo debate de la voluntad póstuma del escritor. ¿Querría un autor que se publicara una obra suya no acabada, imperfecta, coja? Mientras la viuda Larsson sigue en litigios con la editorial que hizo grande a Los hombres que no amaban a las mujeres, uno se pregunta si ese montón de papeles que ella guarda con celo serían realmente dignos de la aprobación de Stieg, si consentiría que ella terminase una novela que él dejó a medias.

¿Pero qué habría sido de la literatura sin Kafka, si su buen amigo y confidente hubiera quemado todos sus papeles tras su muerte como él le solicitó? ¿Mereció la pena que se editase El misterio de Edwin Drood, la novela incompleta de Dickens? Uno podría pensar que sí, teniendo en cuenta la cantidad de textos de todo tipo que se han creado a partir de ese misterio que quedó sin resolver en este libro del genio literario anglosajón (una de las más llamativas es Drood, del escritor Dan Simmons, más conocido por obras de ciencia ficción como Hiperion o Ilión, donde se homenajea de manera futurista al poeta Keats y a Homero, respectivamente). El misterio de Edwin Drood es un texto que ha despertado la imaginación de cientos de lectores, que llama la atención una y otra vez de escritores que desean ofrecer una solución única y original a la intriga del libro, tal vez mejor que la que podría haber ofrecido Dickens. Así, una novela que podría haber pasado sin pena ni gloria por el acervo dickensiano se ha convertido en una de sus obras más trascendentes.

Muchos argumentarán que el lector tiene derecho a conocer todos los escritos de sus autores favoritos, pues sus textos pertenecen, al fin y al cabo, a los que leen. Otros afirmarán que el texto pertenece a su autor y a nadie más, y que solo él tiene derecho a tomar decisiones respecto a su publicación. Al final mandan editoriales y herederos, como demuestra la aparición de obras como Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una novela de José Saramago sobre el tráfico de armas que nunca fue terminada por el autor; o la obra de Nabokov El original de Laura, que se publicó a pesar de la petición del escritor de que no saliera a la luz en caso de no poder terminarla. En otras ocasiones son los propios fans los que exigen la continuación de piezas que el escritor deja incompletas con su muerte (imaginaos qué despropósito si de repente George R. R. Martin dejara a sus lectores sin conocer el final de su Canción de hielo y fuego), y algún que otro autor se prepara para dicha eventualidad.

Así ocurrió con La rueda del tiempo de Robert Jordan. Jordan, aquejado de una grave enfermedad, sabía que no conseguiría terminar su saga de fantasía, y dejó por escrito diversas tramas y otros datos relacionados con los libros para que pudieran utilizarse de modo póstumo. Tras su muerte, su viuda Harriet seleccionó al autor Brandon Sanderson, en cuyas manos quedaría la finalización de su obra (lo cual resultó ser una elección de lo más acertada; la saga se completó en tres libros, que coparon los primeros puestos de ventas del New York Times durante varias semanas, destronando al mismísimo Dan Brown, que desde hacía siete semanas reinaba con su El símbolo perdido). Jordan había mostrado una clara voluntad de que su serie se terminara, aunque para ello tuviera que recurrir al trabajo de otro escritor. No es este el caso de tantos autores que se levantarían de sus tumbas si supieran que sus lectores pueden adquirir copias de sus obras inacabadas, de aquellas que creían haber destruido, o incluso de aquellas ingenuas novelitas o compendios de poesía de juventud que terminan en el fondo de un cajón, con escasa intención de volver a ver la luz, y que reaparecen, para vergüenza y escarnio de sus autores, muchísimos años más tarde.

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Novelas post-mortem (I)

AutorGabriella Campbell el 16 de noviembre de 2012 en Divulgación

Verne - Agencia Thompson y Cia

Aunque es difícil separar al texto de su creador, sobre todo en una sociedad en la que la identidad del escritor va estrictamente asociada a lo que produce, y donde los derechos de autor son fuente de riqueza, prestigio o conflicto, es inevitable que en ocasiones las obras tomen una vida propia, más allá de los deseos de sus creadores, más allá, incluso, de la vida de estos. Y no hablamos solo de aquellos textos que sobreviven a los que escriben, textos que se convierten en testimonio y legado de un escritor de mayor éxito que sus colegas y coetáneos, sino de aquellos que van más allá de la propia voluntad de su demiurgo, aquellos que perduran en contra de su deseo o de manera diferente a como éste habría querido en vida.

Más allá de las obras publicadas de manera póstuma, podemos encontrar un buen número de libros y textos atribuidos a grandes nombres de la literatura pero que posiblemente fueran creados por otros autores, deseosos de aprovechar la fama y viabilidad comercial de sus predecesores. Esto es lo que se sospecha que ocurrió con gran parte de la producción publicada después de la muerte de Julio Verne. Basándose seguramente en manuscritos de su padre, se cree que Michel Verne escribió gran parte de estas novelas póstumas, de entre las cuales destacan títulos como La agencia Thompson y Cía o La asombrosa aventura de la misión Barsac. El investigador italiano Piero Gondolo della Riva ha ido aportado numerosos datos que hacen dudar de la autoría de algunas de estas novelas póstumas, basándose, entre otras muchas características, en una clara diferencia de estilo y en los manuscritos aportados al copista que se encargaba de transcribir los libros de Julio Verne.

Caso aparte es el de franquicias como Tarzán, el monarca de los monos creado por el estadounidense Edgar Rice Burroughs. Burroughs aprovechó de sobra el éxito de su personaje, y escribió más de veinte novelas de aventuras protagonizadas por el hombre criado en la selva. Pero parece ser que no eran suficientes, ya que tras su publicación comenzó a aparecer toda una serie de novelitas protagonizadas por Tarzán que procedían claramente de otras plumas. En Estados Unidos surgían bajo nombres ajenos y muchos fueron retirados de los comercios por los herederos de Burroughs, pero a nivel internacional les resultó mucho más difícil seguirles la pista. Los textos no iban firmados (los lectores asumían que habían sido creados por Burroughs) y gozaron de gran éxito en países como Argentina, Israel, o Siria (donde Tarzán era un héroe de la lucha árabe y ayudaba a sus amigos a frustrar los planes de sus enemigos israelíes).

Otra novela apócrifa que ha dado mucho de que hablar ha sido La novela de Violeta, una obra erótica que durante bastante tiempo se atribuyó a Alejandro Dumas. Se desconoce quién fue el verdadero autor, y algunos de los nombres que se han relacionado con ella han sido la marquesa Mannoury d’Ectot, Guy de Maupassant o Théophile Gautier. Se trata de otro texto cuyo verdadero origen se desconoce, por lo que cabe preguntarse cuántas otras obras se han publicado bajo nombres ajenos a lo largo de la historia, con la seguridad de que la muerte del supuesto autor ha cerrado su boca para siempre. En la segunda parte del artículo, sin embargo, nos centraremos no tanto en obras publicadas por herederos y escritores ajenos, sino en textos publicados bien contra la voluntad de su autor o bien de manera incompleta.

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Malas críticas a buenos libros

AutorGabriella Campbell el 13 de noviembre de 2012 en Divulgación

Hojas de hierba - Walt Whitman

Hasta los mejores escritores han tenido que lidiar con esa gran pesadilla que es el crítico listillo (y hasta con el que no es listillo, sino serio y razonable y respetado en su campo). Ya fuera porque se adelantaran a su tiempo, porque fueran unos incomprendidos o simplemente porque cayeran mal, ha habido casos notorios de libros que hoy consideramos clásicos, que en su momento recibieron algún que otro varapalo de parte de los asesores del gusto público.

De Hojas de hierba, del afamado poeta estadounidense Walt Whitman, dijo en 1855 el London Critic, el desconocimiento de Whitman para con el arte es como el del cerdo para con las matemáticas. Un golpe bastante duro para uno de los poetas más revolucionarios y más influyentes de su tiempo. En cuanto a la conocidísima y celebrada Naranja mecánica de Burgess, de ella opinaron que era un tour de force interesante, aunque no a la altura de sus dos novelas anteriores.

En el New York Herald Tribune consideraron que lo que nunca ha estado vivo no puede seguir viviendo. Así que este es un libro solo de esta época (…) respecto al Gran Gatsby de F. Scott Fitzgerald, probablemente uno de los libros más leídos de la cultura anglosajona. Y no se queda atrás la favorita de tantos, Cumbres borrascosas, de quien opinaron en el North British Review que contenía todos los defectos de Jane Eyre (de Charlotte Brontë), multiplicados por mil, con el único consuelo de que no lo leerán muchos. También hay quien no se muerde la lengua con la archiconocida El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, con un comentario de lo más despectivo: Este Salinger es un tipo de relato corto. Y sabe escribir sobre chavales. Pero este libro es demasiado largo. Se hace monótono. Y tendría que haber quitado todo eso de los idiotas y su colegio cutre. Me deprimen. La reseña es de James Stern para el New York Times, en 1951.

La lista sigue y sigue, y nos hace cuestionarnos, una vez más, qué es lo que define la calidad literaria (o tal vez qué es lo que define al crítico profesional). El Saturday Review dijo en 1858: No creemos que su reputación vaya a durar… nuestros hijos se preguntarán en qué pensaban sus ancestros al colocar a Dickens a la cabeza de los novelistas de nuestro tiempo. Queda claro que esa reseña no fue, ni mucho menos, premonitoria. Odessa Courier dijo de Anna Karenina en 1877: Basura sentimental. Muéstrame una sola página que contenga una idea, y Le Figaro dijo de Madame Bovary en 1857 que Flaubert no era escritor.

Todo esto no quita, desde luego, que haya libros que la historia haya sobrevalorado, que las modas hayan enaltecido, y cuyas reseñas negativas apuntaban hacia defectos que realmente estaban ahí. Del mismo modo, hay obras pobres que atraen, como es de esperar, críticas poco favorecedoras. Pero, como podéis ver, hasta las obras mejor valoradas se han llevado su correspondiente ronda de ataques, lo que nos recuerda que, para bien o para mal, gran parte del texto crítico puede ser subjetivo; y para gustos, colores.

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La historia de tu vida, de Ted Chiang

AutorGabriella Campbell el 12 de noviembre de 2012 en Reseñas

La historia de tu vida - Ted Chiang

El género del relato no es, ni mucho menos, un género popular. Si bien en el mundo de la ciencia ficción siempre ha tenido un peso importante (sobre todo en el desarrollo de nuevas tendencias, gracias a la influencia de revistas y publicaciones especializadas), no llega a alcanzar las ventas de la novela, obras narrativas más largas y atractivas. Tal vez por esto llama tanto la atención el caso de Ted Chiang.

Chiang no es un escritor profesional, en el sentido de que se dedique de forma exclusiva a la escritura ni de que viva de ello. Es informático, y queda patente en sus textos que se trata de una persona con una gran inquietud intelectual y científica. Pero sus relatos han servido de referencia para muchos de los grandes escritores de ficción especulativa de hoy, y aficionados y críticos por igual no dejan de alabar la inmensa originalidad y trascendencia de sus escritos. Personalmente, nunca había oído hablar tanto de un escritor de relatos en el mundo de la ci-fi desde Philip K. Dick, por lo que La historia de tu vida se convirtió en una lectura obligatoria.

Chiang tiene una gran virtud y un gran defecto, por lo menos desde mi perspectiva de lectora no científica. La virtud es que consigue algo que está a la altura de muy pocos: hace que el lector se sienta inteligente. Sus cuentos pueden resultar densos y utiliza con frecuencia un léxico muy técnico, propio de diversas disciplinas o campos de conocimiento, pero ninguno de ellos está tan alejado, tan especializado, como para que el lector medio no pueda entenderlos aplicando un pequeño esfuerzo. Por desgracia esta virtud puede convertirse en su mayor defecto, ya que a veces su intención especulativa y su pasión por la ciencia lo llevan a olvidarse de la propia estructura narrativa, y sacrifica el ritmo, o incluso el final, por una resolución más interesante desde el punto de vista de la conjetura que de la trama. Por supuesto, hay excepciones, y algunas de sus historias poseen una estructura impecable, con terminaciones sutiles que se enquistan en el cerebro y viven allí durante horas, como ocurre también con los cuentos de Kazuo Ishiguro, que de primeras parecen inocentes, inocuos, pero que rondan en la mente del lector hasta que de repente explotan, tal vez un par de días después de haber terminado el lector con el relato. Apuntaría en concreto el cuento que da nombre a la recopilación, La historia de tu vida, con una clara y maravillosa influencia de Vonnegut, y El infierno es la ausencia de Dios como las narraciones más conseguidas e intensas.

Es posible que Chiang no sea un autor para todos los públicos. No es lectura fácil, ni en un sentido intelectual ni moral. Pero sí que es cierto que sus relatos tienen un extraordinario poder de succión: una vez dentro, es complicado salir. La torre de Babilonia, por ejemplo, que abre la antología, es una de las narraciones más hermosas que ha caído en mis manos en mucho tiempo, con la detallada y fascinante descripción de una sociedad formada alrededor de una torre casi infinita. Comprender ofrece una visión única de lo que podría ser gozar de superinteligencia y conocer la propia mente. Dividido entre cero revalúa lo que significan las matemáticas, no solo como ciencia sino también de manera personal, como garante de la armonía y del orden. Lo bueno de un libro de relatos es que puedes quedarte solo con los que te apasionen. Dadle a Chiang una oportunidad, os aseguro que se la merece.

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Personajes que leen

AutorGabriella Campbell el 8 de noviembre de 2012 en Divulgación

Tess

Existe un recurso en el mundo de la escritura que se ha convertido en todo un tópico facilón: el intentar definir a un personaje a través de los libros que él o ella está leyendo. Esto explica la sensación de contradicción que nos invade cuando un personaje que en el resto de la obra se nos muestra vacío, inculto o frívolo tiene encima de la mesilla de noche a Umberto Eco o, peor, cita, sin venir a cuento, a Emily Dickinson en una conversación mundana. Menos habitual es dar con un protagonista inteligente y cultivado que se deleita con revistas anodinas o libros de escasa calidad, a no ser que se trate de un recurso efectista del autor, un juego de contrastes a propósito que busca expresar cómo funciona la personalidad compleja de su títere.

Por esto mismo se ha criticado a personajes poco redondeados que han intentado definirse a través de su lectura. Las ventas de Cumbres borrascosas subieron de manera notable por su aparición estelar de la mano de Bella Swan, protagonista de Crepúsculo. Asumimos que la intención de la autora era realizar una contraposición entre la atormentada relación de Catherine y Heathcliff y la de Bella y Edward, al mismo tiempo que pretendía presentar a la joven Swan como una chica refinada de gustos literarios exquisitos y románticos (en el sentido histórico-literario de la palabra). Del mismo modo, la estudiante de literatura Anastasia Steele, protagonista de 50 sombras de Grey, analiza y relee a Tess de los d’Urberville, y muchos lectores podrían plantearse si existe una correlación entre el vínculo Anastasia-Christian y el de Tess y su violador, Alec d’Uberville (esperamos que no, debido a la naturaleza enfermiza de dicha relación). Si el modelo femenino de Ana Steele es Tess (y ella misma se pregunta por ello al compararse con las grandes heroínas de sus libros favoritos; del mismo modo que Christian se presenta ante ella como un personaje similar al de Alec), se hace un flaco favor a sí misma. Tal vez alguien que no muriese al final del libro, víctima de los dobles estándares de la sociedad que la rodea y del escarnio de los dos hombres que la desean y atormentan a la vez, fuera un personaje más adecuado como referente. En cualquier caso, las ventas de la novela de Hardy se han multiplicado, como cabría esperar.

Sean cuales sean las virtudes y defectos de las dos obras que he mencionado, no puede haber nada de malo en el hecho de que un personaje popular consiga, mediante su interés por algún clásico literario, que sus lectores y fans se interesen por dicha obra. No desdeñaría, por ejemplo, la lista de lectura de la sin par Matilda Wormwood (de Matilda, de Roald Dahl): en ésta encontramos a Dickens, a Austen, a Charlotte Brontë, a Hemingway y a Steinbeck. Con todo, si tengo que elegir, me quedo con la lista de un personaje pop de lo más entrañable, Lisa Simpson, cuyas lecturas incluyen títulos como Ghost World de Daniel Clowes, Los hermanos Karamazov de Dostoievski o Las correcciones, de Jonathan Franzen.

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