Seguimos desgranando nuestro particular homenaje a Poe. En esta ocasión lo hacemos con un texto cedido por otro miembro de Nocte: José María Tamparillas.
Entonó con voz rasposa, la garganta requemada por el alcohol, el alma quebrada por la vejez incontenible; pero entonó con corrección, como se esperaba de un actor de su categoría. Se trataba de una propuesta extravagante y fascinante al mismo tiempo, una de esas propuestas que un tipo como él no podía rechazar.
El teatro se caía a pedazos, durante el día manos expertas lo desmigajaban: apenas unas paredes que se sostenían como los muros de la Casa Usher. Había sonreído horas atrás, cuando la idea se le había venido a la cabeza… “carcomidos, podridos, malditos como tu alma, como tu vida, compañero… sin nada que hacer, nada que esperar”, se había dicho. Por ello estaba dispuesto a llegar al final: un final adecuado para una vieja gloria venida a menos, un epílogo inolvidable, majestuoso.
Echó un último vistazo. Estaba en donde antes debía situarse el escenario, ahora a ras de suelo debido al derribo. Sentía el contacto de la tierra bajo sus zapatos, vestía su mejor traje. Había pocos espectadores. Los justos. Seres singulares como él mismo, aves nocturnas de paladar exquisito, desconocidos de formas y andares elegantes y distinguidos, a quienes se había avisado sin apenas tiempo, espíritus que comprendían la auténtica profundidad, la poesía inserta en la performance, o simples seres patéticos que se aburrían y sólo lo que penetraba en los extremos más oscuros o pervertidos de la vida sacaba de su indiferencia.
Dos figuras encapuchadas lo condujeron al ataúd, lo tumbaron con sumo cuidado. En ningún momento dejó de recitar los versos, ni aún cuando los cerrojos y candados rubricaron su destino; ni cuando la madera, al bajar, rozó con cierta violencia las paredes de la fosa.
Sólo la tierra, paletadas apresuradas, osó apagar su dicción exquisita, su control del gesto y la palabra. Sentía algo de temor, pero lo expulsó, lo hizo como aquellas otras miles de veces sobre las tablas, metido en la piel de cualquier personaje, viviendo su papel con absoluta pasión, como un genio: decrépito, mohoso, pero genio a la postre.
No importaba la oscuridad.
No importaba el silencio, la soledad que ahora le acompañaban.
Sólo lamentaba no poder escuchar los aplausos.
…And the raven, never flitting, still is sitting, still is sitting
On the pallid bust of Pallas just above my chamber door;
And his eyes have all the seeming of a demon’s that is dreaming,
And the lamp-light o’er him streaming throws his shadow on the floor;
And my soul from out that shadow that lies floating on the floor
Shall be lifted – nevermore!
José María Tamparillas, nacido en Zaragoza, lector compulsivo, amante del buen terror, la buena comida, la buena bebida y de su mujer… y no por ese orden necesariamente. Disfruta creando historias donde lo maligno surge sin razón aparente de la nada, de lo insospechado y trivial. En sus relatos la esperanza es una rendija demasiado estrecha que apenas da para iluminar en la penumbra los efectos devastadores del mal. Sus personajes se ven envueltos, sin desearlo, en un torbellino de horror que los absorbe sin remedio, los vapulea y mastica ante la mirada impotente del lector.
Edgar Allan Poe