Desde siempre los libros se han concentrado en examinar y reflejar las grandes preocupaciones del hombre: desde consideraciones sociales como el orden político hasta conceptos espirituales como el amor o la moral. Pero hay otra constante que muestra el interés humano por uno de los actos más imprescindibles del ser vivo: alimentarse. Muchas obras reflejan la necesidad perentoria de comer, manifestando un desorden social donde el rico o el poderoso se alimenta sobradamente y el pobre o débil pasa hambre: ahí tenemos la mismísima Sagrada Biblia, donde además la comida es frecuentemente metáfora o eje principal de una parábola o incluso de un dogma de fe (como es la Eucaristía). De este desigualdad social cuya representación máxima es la falta o exceso de alimento encontramos miles de ejemplos, destacando las novelas realistas de Dickens, o la propia picaresca española, donde la batalla diaria por comer del Lazarillo de Tormes o del Guzmán de Alfarache son un hilo narrativo que da pie a sus múltiples aventuras y peripecias. La apreciación por el alimento, y la lucha por éste, puede observarse también en las enseñanzas y moralejas de las fábulas, tanto Esopo como Tomás de Iriarte (y tantos otros) utilizaron la imagen de distintos tipos de alimento para desarrollar sus historias.
Para otras obras narrativas la comida es una parte indisociable de la vida cotidiana, dentro de un tejido intricado de componentes físicos: Junto con la detallada descripción de vestuario, arquitectura o jardinería, aparecen segmentos destinados exclusivamente a explicarnos la dieta de los personajes protagonistas. Tal es el caso de grandes estructuras narrativas como El sueño en el pabellón rojo, de Cao Xueqin o de Don Quijote de la Mancha, cuyo recetario de platos tradicionales castellanos ha sido analizado con frecuencia. La comida se utiliza para describir al propio personaje del hidalgo:
“Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda”
y sus hábitos se describen en el consejo que éste le da a Sancho:
“Come poco y cena más poco, que la salud de todo el cuerpo se fragua en la oficina del estomago”
También entran en juego las suposiciones populares acerca del alimento; Cervantes menciona que el hidalgo consumía lentejas, un plato considerado por los médicos de la época como alentador de la locura.
La comida ha llegado a ser, para algunos autores, un elemento con vida propia, un personaje de la novela, como ocurre en determinadas obras del realismo mágico. Seguramente la más conocida en este sentido es Como agua para chocolate, de Laura Esquivel, donde la habilidad de la protagonista para la cocina, y su comunión personal con ésta, conforma una trama adicional que se entremezcla con las acciones de sus participantes, llegando a producir asombrosos resultados. Esquivel propone una relación emocional entre el alimento y el ánimo, tanto del cocinero como del que saborea sus platos. Ya a menor escala, pero cobrando importancia como elemento ritual, símbolo de la familia y de todas sus implicaciones, aparece también en las obras de Isabel Allende o de Gabriel García Márquez. Para otros escritores, sin embargo, el alimento como ritual es divorciado de sus implicaciones y lazos emocionales y presentado como un contexto social, una excusa para ubicar a un conjunto de personajes. Esto es habitual en la novela negra, donde el encuentro de diferentes protagonistas fundamentales para la intriga puede darse en un restaurante, o, con mayor frecuencia, en una fiesta donde el comer y el beber son las dos ocupaciones principales. Así, las “garden parties” (fiestas de jardín) eran esenciales para reunir a los sospechosos de Agatha Christie. La dieta de cada detective es asimismo imprescindible para definirlo como persona, he ahí las particularidades del propio Poirot o del famoso Carvalho de Vázquez Montalbán.
Nuestra conclusión es menos que sorprendente: así como en la vida diaria el alimento marca nuestro ritmo, nuestros encuentros sociales y nuestros grandes eventos, en la literatura toma el mando de lo cotidiano, de lo extraordinario e incluso de lo mágico.