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Edgar Allan Poe o la exaltación de lo grotesco

AutorGabriella Campbell el 20 de enero de 2009 en Divulgación

Edgar Allan Poe

Existen ciertos valores estéticos que hoy en día ya no escandalizan. Desde las hipérboles feístas de Quevedo estamos acostumbrados a disfrutar del amargo sabor de lo desagradable; desde las imágenes infernales del Bosco, a paladear lo horrendo. Si bien algunas culturas orientales priorizan la comprensión y aceptación de la muerte, Occidente muestra cierta obsesión por congraciarse con la putrefacción, visitando el interminable morbo del enfrentamiento con lo que uno más teme, como si al verla una y otra vez se nos hiciera menos terrible nuestra propia mortalidad. Edgar Allan Poe estuvo acongojado por la visión de la muerte desde su más tierna infancia.

Edgar Allan Poe

Quedó huérfano a una muy temprana edad, perdió a su joven esposa y a su madre adoptiva. Tenía miedo de mostrar afecto, tal vez por no vincularse a una carne que él sabía ya moribunda. Bebía constantemente, ya fuera como remedio a sus penurias económicas o personales. Rechazó de forma sistemática toda la ayuda que se le ofreció (que no fue poca), como si conociera de antemano la inutilidad de sus esfuerzos. Pese a su intento de ganarse la vida como escritor, se vio condenado a reflejar una y otra vez en sus obras lo cadavérico, lo terrible, el inexorable paso del tiempo y la putrefacción de todo lo que pudo ser bello. Incluso su matrimonio con una joven de trece años podría implicar una faceta más de su huida de lo mortífero: la esperanza de que su amor durara más que el de los demás. El destino, su obsesivo antagonista, se rió una vez más de él, y Virginia murió de tuberculosis, enfermedad romántica excelsa. Frente a sus escritos policíacos y de intriga, sus ensayos absurdos y sus intentos de racionalizar su terror, las imágenes más vívidas que permanecen de Poe son las de jóvenes hermosas que regresan de la tumba, torturas inusitadas y falacias oníricas. Poe se sienta a describir el porqué de El cuervo, a explicarnos el uso de la palabra Nevermore y la aparición de un busto de Atenea, elemento humanista y sosegante, como si en su postura de crítico literario pudiera resarcirse del Segador, huir de la carne, de las vísceras que resbalan por los bordes del papel. Pero no consigue engañarnos, nos estremecemos porque nos contagia su miedo, no porque la combinación métrica produzca reacciones químicas en nuestro cerebro lector.

Tal vez lo más curioso de toda esto es que, frente a su atroz pánico a la muerte, Poe sea hoy uno de nuestros autores más inmortales. No hay mayor trascendental que lo que desconocemos y no podemos explicar, y Edgar Allan maneja con maestría el arte de hacer vibrar con sus dedos fantasmagóricos cada vértebra de nuestra columna.

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