- De trozos de vitela a láminas de cartón.
- El primer señalador del que se tiene constancia data del siglo XVI.
Hay una cosa segura: cuando lees un libro es necesario tener a mano un buen marcapáginas para recordar dónde dejaste la lectura. Por favor, huid de prácticas tan escalofriantes como la de doblar la esquina de la página o introducir objetos romos y gruesos que contribuyen a deslomar los libros. Si bien la invención de los marcapáginas se supone inherente a la de los propios libros, su evolución ha sido larga e interesante.
Se desconoce cómo se trabajaba en la época de los largos papiros o los rollos, que podían tener una gran longitud, pero lo cierto es que con la llegada de los libros tal y como los conocemos hoy en día, se empezó a trabajar con materiales sobrantes de su propia construcción, como vitela o cuero. Pero en realidad no se fabricaban a propósito, sino que eran una ayuda que a veces se podía encontrar (y perder con facilidad). Durante la Alta Edad Media se encontraron algunos apaños en volúmenes independientes que apuntaban a la existencia de unos primeros puntos de lectura integrados.
El primer marcapáginas del que se tiene constancia real es un señalador de libro en forma de cinta de seda que el editor Christopher Barker incluyó en una Biblia. Hay que decir que no era una Biblia normal, sino que se convirtió en un precioso regalo para la reina Isabel de Inglaterra en el año 1584. Esta innovación editorial, que había que preparar en el proceso de elaboración del libro, se popularizó a partir del siglo XVII en libros de consulta, como las Biblias. En algunos casos, se integraron en el propio libro, incluso con varios señaladores de diferentes colores.
Hoy en día, este tipo de marcapáginas se sigue utilizando en ediciones de gran calidad, aunque el verdadero auge de los puntos de lectura llegaría como consecuencia de algo que poco tenía que ver con la industria editorial: la revolución industrial. Para ser concretos, la gran capacidad de los nuevos telares de producir paños a medida. Así pues, el siglo XIX supuso la aparición de los marcapáginas de seda personalizados e independientes de los libros, convertidos en objeto de regalo y carne de los primeros coleccionistas.
Ya a finales de ese siglo, y gracias a otra revolución tecnológica, esta vez ya relacionada con la imprenta, como es la cromolitografía, es decir, la capacidad de impresión sobre papel o cartón en varios colores, que los marcapáginas llegan a su aspecto más común hoy en día: los cartoncillos que encontramos sin problemas en cualquier librería. Ya desde ese momento los editores vieron el potencial publicitario de estos puntos de lectura, añadiendo información sobre sus libros y las librerías. Una manera genial de hacerse publicidad localizada con un público objetivo fantástico.
Con el desarrollo de otras tecnologías más actuales podemos encontrar marcapáginas de plástico o metal con formas y utilidades de lo más variado. Hoy en día, solo la imaginación del diseñador parece ser el límite para una herramienta sencilla y básica que sigue siendo objeto de colección y que, mientras el libro físico se siga manteniendo activo, seguirá siendo una de las cosas más comunes en la casa de cualquier lector empedernido.