En el artículo que publicamos en Lecturalia sobre Emily Dickinson, hablamos de la personalidad casera y aislada de la poeta estadounidense. Pero Dickinson es solo una más en una larga lista de escritores que han preferido la vida retirada y oculta frente a las luces y el espectáculo de la fama que han perseguido muchos de sus colegas.
Ya sea porque realmente necesitan paz y tranquilidad para escribir, porque no han sabido lidiar con las mieles agridulces del éxito o por su naturaleza introvertida, tenemos un buen manojo de ejemplos en este sentido. Uno de los más famosos es Cormac McCarthy, de quien hasta hace poco no se sabía casi nada: no acudía a entregas de premios ni aceptaba entrevistas. Perdió esta costumbre durante un tiempo muy limitado, cuando apareció, para sorpresa de todos, en la entrega del Oscar para la película No es país para viejos, basada en su obra homónima; más tarde incluso apareció en un programa tan conocido como Oprah. Este entusiasmo le duró poco, y enseguida regresó a su hogar en algún lugar de Nuevo México.
Otro recluso popular es Bill Watterson. Puede que su nombre no os resulte familiar, pero seguro que conocéis su creación más aplaudida: la serie de viñetas de Calvin y Hobbes, que narra las aventuras de un niño muy imaginativo y su mejor amigo, un tigre de peluche. No solo se mantuvo alejado del contacto con los medios de comunicación; durante toda su vida se ha negado a que se comercialicen sus personajes, para evitar que pierdan integridad al convertirse en meros productos de merchandising. Dejó de publicar en 1995, y a día de hoy nadie parece saber por dónde anda.
Algunos han llevado esta reclusión más lejos. J. D. Salinger, autor del famosísimo El guardián entre el centeno, no solo se resistía a las entrevistas y a las apariciones en público, sino que escribía texto tras texto sin terminar de decidirse por su publicación. Uno de sus vecinos aseguraba que el autor le había confesado que tenía unas quince novelas sin entregar a ninguna editorial; Salinger definía el acto de publicar como una maldita interrupción. Sus pocas apariciones mediáticas eran aquellas que realizaba como parte de procesos judiciales: participó en unos cuantos para intentar impedir la publicación de biografías no autorizadas y otras obras relacionadas de forma directa con su escritura y su persona (de entre estos casos destaca la secuela a El guardián entre el centeno que lleva años intentando publicar una editorial sueca).
Y cómo olvidar a Proust que, tras la muerte de sus padres en 1903 y 1905, se aisló en su apartamento parisino, donde se dedicaba exclusivamente a escribir, escribir y escribir. Apenas dejaba su vivienda, en la que destacaba un dormitorio insonorizado con paredes de corcho para que nada lo molestara, y donde perdía por completo la noción del tiempo. Eso, desde luego, es dedicación al oficio (con un toque de locura).