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Novelas post mortem (II)

AutorGabriella Campbell el 19 de noviembre de 2012 en Divulgación

El Rey Pálido - David Foster Wallace

Con la publicación y la triunfante recepción de El rey pálido, la novela inacabada de uno de los escritores más prestigiosos de la nueva literatura estadounidense, David Foster Wallace (al que le faltó muy poco, además, para obtener un Pulitzer con esta misma obra), se reabre el viejo debate de la voluntad póstuma del escritor. ¿Querría un autor que se publicara una obra suya no acabada, imperfecta, coja? Mientras la viuda Larsson sigue en litigios con la editorial que hizo grande a Los hombres que no amaban a las mujeres, uno se pregunta si ese montón de papeles que ella guarda con celo serían realmente dignos de la aprobación de Stieg, si consentiría que ella terminase una novela que él dejó a medias.

¿Pero qué habría sido de la literatura sin Kafka, si su buen amigo y confidente hubiera quemado todos sus papeles tras su muerte como él le solicitó? ¿Mereció la pena que se editase El misterio de Edwin Drood, la novela incompleta de Dickens? Uno podría pensar que sí, teniendo en cuenta la cantidad de textos de todo tipo que se han creado a partir de ese misterio que quedó sin resolver en este libro del genio literario anglosajón (una de las más llamativas es Drood, del escritor Dan Simmons, más conocido por obras de ciencia ficción como Hiperion o Ilión, donde se homenajea de manera futurista al poeta Keats y a Homero, respectivamente). El misterio de Edwin Drood es un texto que ha despertado la imaginación de cientos de lectores, que llama la atención una y otra vez de escritores que desean ofrecer una solución única y original a la intriga del libro, tal vez mejor que la que podría haber ofrecido Dickens. Así, una novela que podría haber pasado sin pena ni gloria por el acervo dickensiano se ha convertido en una de sus obras más trascendentes.

Muchos argumentarán que el lector tiene derecho a conocer todos los escritos de sus autores favoritos, pues sus textos pertenecen, al fin y al cabo, a los que leen. Otros afirmarán que el texto pertenece a su autor y a nadie más, y que solo él tiene derecho a tomar decisiones respecto a su publicación. Al final mandan editoriales y herederos, como demuestra la aparición de obras como Alabardas, alabardas, espingardas, espingardas, una novela de José Saramago sobre el tráfico de armas que nunca fue terminada por el autor; o la obra de Nabokov El original de Laura, que se publicó a pesar de la petición del escritor de que no saliera a la luz en caso de no poder terminarla. En otras ocasiones son los propios fans los que exigen la continuación de piezas que el escritor deja incompletas con su muerte (imaginaos qué despropósito si de repente George R. R. Martin dejara a sus lectores sin conocer el final de su Canción de hielo y fuego), y algún que otro autor se prepara para dicha eventualidad.

Así ocurrió con La rueda del tiempo de Robert Jordan. Jordan, aquejado de una grave enfermedad, sabía que no conseguiría terminar su saga de fantasía, y dejó por escrito diversas tramas y otros datos relacionados con los libros para que pudieran utilizarse de modo póstumo. Tras su muerte, su viuda Harriet seleccionó al autor Brandon Sanderson, en cuyas manos quedaría la finalización de su obra (lo cual resultó ser una elección de lo más acertada; la saga se completó en tres libros, que coparon los primeros puestos de ventas del New York Times durante varias semanas, destronando al mismísimo Dan Brown, que desde hacía siete semanas reinaba con su El símbolo perdido). Jordan había mostrado una clara voluntad de que su serie se terminara, aunque para ello tuviera que recurrir al trabajo de otro escritor. No es este el caso de tantos autores que se levantarían de sus tumbas si supieran que sus lectores pueden adquirir copias de sus obras inacabadas, de aquellas que creían haber destruido, o incluso de aquellas ingenuas novelitas o compendios de poesía de juventud que terminan en el fondo de un cajón, con escasa intención de volver a ver la luz, y que reaparecen, para vergüenza y escarnio de sus autores, muchísimos años más tarde.

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