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Esos crueles editores

AutorGabriella Campbell el 24 de marzo de 2012 en Divulgación

Editor cruel

Como en cualquier sector u oficio, la actuación de unos pocos puede ensombrecer la imagen de la mayoría. Sería poco realista, y totalmente injusto para con aquellos profesionales que se dejan la piel en su labor, trabajando con integridad y esmero, juzgar a la persona del editor basándonos en los numerosos casos que se conocen de abuso y estafa propiamente dicha. Pero no hay duda de que para el escritor los editores son la mayor barrera a superar, y su posición de árbitros de calidad y gestores de la obra del autor coloca a este en una posición cuanto menos precaria. Surgen una tras otra noticias de índole casi fantástica, sobre todo en lo que se refiere a grandes empresas editoriales, respecto al estado lamentable en que han acabado grandes escritores a pesar de haber proporcionado pingües beneficios a aquellos que los han publicado.

Uno de los casos llamativos más recientes ha sido el de Gary Friedrich. El nombre puede que no os resulte familiar, pero Gary fue el mayor responsable de la imagen moderna del personaje del Motorista Fantasma, esa figura popular del cómic estadounidense que ya se ha llevado al cine en dos ocasiones, con un archiconocido Nicholas Cage como protagonista. Friedrich no obtuvo una gran retribución en sus días con Marvel, y tampoco gozó de derechos de autor con los que alimentarse una vez terminó su trabajo con ellos. Sobrevivió a duras penas, ayudándose de lo obtenido con las ventas de láminas firmadas de su personaje. Enfadado tras ver el excelente rendimiento de su superhéroe a manos de la industria del cómic y del cine, demandó a la gigantesca Marvel y fracasó estrepitosamente: no sólo no se le reconocieron derechos de autor sino que la editorial contraatacó llevándolo a juicio por vender reproducciones de imágenes que según la empresa le pertenecían. Ahora, Friedrich, que apenas tiene para comer, tiene que pagar 17,000 dólares por vender unas láminas de imágenes que él mismo creó. Esta lamentable situación ha escandalizado a la industria del cómic y de la literatura en general, con voces tan conocidas como la de George R. R. Martin haciéndose eco. Martin propone a los que vayan a ver la película más reciente que consideren además donar un porcentaje mínimo de lo que les costó la entrada al cine para un fondo dedicado a ayudar a Friedrich (más información en su blog, que está enfermo, a punto de perder su vivienda, y endeudado hasta las cejas por pagarle a una empresa a la que ya le ha aportado una rentabilidad más que notable.

Friedrich no es ni la primera ni la última víctima en este sentido, pero a lo mejor la más conocida sea el creador de Sandokán, Emilio Salgari, que se hizo el harakiri con tan sólo 49 años, en 1911, ahogado por su terrible situación familiar y económica. Sus editores lo sometían a jornadas eternas de trabajo sin un salario decente, y finalmente les dedicó las siguientes palabras en su nota de suicidio:

A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación por las ganancias que os he proporcionado, os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma.

Sea como sea, recordemos que estos son casos concretos no atribuibles a todo el gremio editorial, y que en la mayoría de las ocasiones no son los editores, ni mucho menos, los que obtienen la parte del león en las ventas de libros (sobre todo en lo que se refiere al soporte tradicional), sino distribuidoras y puntos de venta. Curiosamente se habla poco o nada de productos culturales (libros, películas, arte) condenados al fracaso por una mala distribución, cuando se trata de una situación más que frecuente. Queda claro que los casos más notables son aquellos que obtienen mayor repercusión: autores y traductores que han fallecido en la más absoluta miseria tras un éxito rotundo de sus obras; y con frecuencia observamos una demonización de la figura del editor, sin contar con datos como qué tipo de contrato había aceptado y firmado el escritor o, en casos más extremos, si había dilapidado sus innumerables regalías en drogas, alcohol y conejitas de Playboy.

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