El presidente ruso Vladimir Putin, que ejerce su mandato por tercera vez consecutiva, sorprendió a los medios de comunicación hace unos días al anunciar su intención de introducir un listado de lectura obligatoria para estudiantes. Putin formaría un grupo profesional que seleccionaría cien libros que todo estudiante pre-universitario* deberá haber leído (en su propio tiempo, no en horario escolar) al terminar sus estudios. El presidente asegura que la idea le llegó inspirado por el canon occidental que comenzó a proponerse en las universidades estadounidenses allá por los años veinte. Explica su decisión y la procedencia de ésta en un muy extenso artículo publicado en el periódico ruso Nezavisimaya Gazeta.
El canon, o conjunto de obras consideradas “clásicas”, trascendentes, aquellas que definen la esencia de lo literario, aquellas que gozan de una calidad superior y merecen una lectura meticulosa y repetida, ya sea de una zona en concreto, de una época, o de la literatura universal a lo largo del tiempo, es un monstruo que muta y se desarrolla de una manera que ni los más avezados críticos y teóricos han sabido explicar de manera convincente. Si bien intervienen las leyes de mercado, el poder de la opinión pública y académica, las condiciones socioculturales y económicas de cada época y país, no hay una definición exacta que explique por qué algunas obras sobreviven al paso del tiempo, por qué algunas obras trascienden dictados políticos y culturales para asentarse de manera indiscutible en el trono de la calidad y el eterno retorno. Cada obra elegida responde a cientos de factores entrelazados que trabajan, de manera abierta o soterrada, para convertirla en una lectura obligada. Precisamente por esta conjunción de motivos, es absurdo hablar de un canon artificial, condicionado, sin pensar en propaganda, más aun cuando la experiencia nos enseña que el canon preseleccionado suele ser centrista, limitado, y responder a intereses que van más allá de lo meramente cultural. El listado de Putin poco tiene que ver con una pequeña selección de lecturas recomendadas para escolares, se trata de un compendio de información obligatoria seleccionada por alguien en una posición de poder casi supremo sin conocimientos ni formación educativa.
Desconocemos todavía cuáles serán los libros seleccionados por Putin, pero algunas voces detractoras apuntan a que serán títulos con una intensa carga propagandística, orientados a glorificar la política soviética. Todos serán, por supuesto, títulos rusos, lo que dificulta a dichos estudiantes que puedan dedicar parte de su tiempo de lectura a libros extranjeros. El presidente ruso es consciente, sin duda, de la influencia que ejercen las lecturas realizadas a determinadas edades, y su interés por establecer un rígido corpus de lectura (que exigiría, además, una cantidad extra de estudio en horario extraescolar, lo que restaría oportunidades para otras formas de ocio) son, cuanto menos, sospechosas. Su canon, que por ahora parece no ser más que una simple propuesta, pretende proteger y reivindicar la esencia rusa frente a una imparable globalización, o por lo menos en esa dirección apuntan las palabras del presidente. Propone que las cien obras sean escogidas por un grupo de personas “culturalmente influyentes”, una de esas expresiones que a uno siempre hace que se le pongan los pelos de punta (al fin y al cabo, Justin Bieber y Belén Esteban son figuras culturalmente influyentes, y la idea de que pudieran meter mano a un canon preseleccionado es preocupante, si bien mucho menos aterradora que la idea de que dicha mano pertenezca a profesionales políticamente condicionados, como podría ser el caso ruso).