Siempre ha habido autores reconocidos que se han aprovechado de otros peor avenidos para hacer el agosto. Con frecuencia se trataba de escritores que respondían a una demanda inmensa, obligados a producir una cantidad enorme de obras en un tiempo muy limitado. Del mismo modo que otros usaban negros literarios para hacerles el trabajo sucio, muchos recurrían al uso indiscriminado de textos ajenos, generalmente pertenecientes a autores poco conocidos. Se sospecha que muchos de los grandes de la literatura hayan recurrido a esta treta, como podría haber ocurrido con Shakespeare. Con nuestro Lope de Vega, o con escritores mucho más actuales como Camilo José Cela, que ha sido acusado en varias ocasiones de utilizar ideas, personajes y argumentos de novelas ajenas. Recientemente ha sido llevado de nuevo a juicio (o más bien lo ha sido Planeta, ahora que el autor ha fallecido) por el supuesto plagio de la novela Carmen, Carmela, Carmiña (Fluorescencia) que fue presentada por Carmen Formoso al premio Planeta en el año 1994 y que parece ser que Cela “adaptó” para convertirla en la novela que resultó ganadora: La Cruz de San Andrés.
Otro caso aparte, pero también muy frecuente, es el plagio de traducciones. Es obvio que es mucho más complicado encontrar el plagio en una traducción, debido a que una parte importante de una traducción puede coincidir, por lógica, con la de otra persona. Es precisamente en las omisiones y en los fallos donde puede pillarse al traductor con delito, ya que éstas son mucho más fáciles de encontrar y denunciar. Y sí, hay plagiadores tan torpes que copian hasta los errores, sin molestarse en revisar su trabajo de copia, como ha aprendido a base de escándalo la periodista y presentadora Ana Rosa Quintana, al convertirse en el máximo exponente del plagio literario en nuestro país con su obra Sabor a hiel, que Planeta no tuvo más remedio que retirar del mercado al encontrarse párrafos completos copiados de manera íntegra de escritoras conocidas como Danielle Steel y Ángeles Mastretta. Quintana mantiene que fueron textos insertados por un colaborador y que no tuvo nada que ver con su propia labor autorial, a diferencia de Lucía Etxebarría, que ante las denuncias por plagio en su libro Ya no sufro por amor, declaró a la prensa que esperaba que la acusación de plagio disparase las ventas de su libro. Aunque Etxebarría se ha defendido siempre de las acusaciones de esta naturaleza que ha recibido a lo largo de su carrera recurriendo al socorrido argumento de la intertextualidad artística, dudo que cualquier teórico o crítico estaría dispuesto a utilizarla de ejemplo al hablar de la angustia de las influencias que menciona Harold Bloom o de las teorías polisistémicas de Even-Zohar. Hasta la interliterariedad tiene un límite.
William Shakespeare