Cuando alguien conocido y respetado en su trabajo fallece por causas naturales la tristeza entre sus seguidores y amigos es grande, acompañada por cierta sorpresa en caso de que dicha muerte haya llegado sin avisar. En caso de muerte violenta, por ejemplo un accidente de tráfico, la sensación general de que podría haberse evitado es superior a la tristeza. El caso del argentino Facundo Cabral es aún peor: ha sido asesinado el pasado 9 de julio en Ciudad de Guatemala, tiroteado por sicarios mientras era llevado en coche al aeropuerto. ¿Qué pecado había cometido uno de los cantautores más importantes de los últimos años, un hombre que siempre ha cantado a las bondades de vivir? Simplemente ir acompañado de un empresario, de nombre Henry Fariña, al que debían haber puesto precio a su cabeza. En el tiroteo, así son las cosas, Fariña fue herido pero sobrevivió. Cabral, en cambio, falleció. En toda guerra siempre existe el riesgo del daño colateral: en este caso, un ajuste de cuentas entre grupos de poder guatemaltecos se ha llevado por delante al autor que hizo famoso el “No soy de allí, ni soy de allá”.
“No soy de allí, ni soy de allá”, sin dudar su canción más representativa, es toda una declaración de principios, y una de las canciones más optimistas y vitalistas de su carrera. Para muchos de sus seguidores, fundamentalmente latinoamericanos, es poco menos que un himno. Cabral no fue un cantautor al uso: en sus interpretaciones había mucho de música, sí, pero también mucho de poesía, mucho de diálogo con un interlocutor mudo, mucho de soliloquio y mucho de hacer llegar al público no sólo un puñado de canciones y poemas, sino una parte de su ser, de su forma de ver las cosas, de su filosofía de vida. Publicó numerosos libros recogiendo sus pensamientos (según él más de veinte libros “sin títulos y sin autor”), pero no era necesario leerlos para llegar a conocerlo a él. En sus numerosos discos aprovechó para introducir sus impresiones sobre una existencia humana que le fascinaba, que le llenaba completamente. Cabral siempre aprovechaba, ya fuera en sus discos, sus libros o sus intervenciones públicas, para intentar contagiar su particular visión a quien estuviera dispuesto a escucharle. Tal vez por eso nos parezca aún más injusta la forma en que ha tenido que desaparecer.
Cabral llegó a la música por medio de lo que podríamos denominar intervención divina. Escuchó a un mendigo declamar el sermón de la montaña, una madrugada de febrero de 1954. El jovencísimo autor de La Plata se impresionó tanto que, ya en casa, escribió su primera canción. Durante décadas ha declarado públicamente su fe en Dios, un Dios vitalista y no dogmático que le hizo cantar aquello de me gusta el vino tanto como las flores, una fe que le hizo declararse violentamente pacifista. Descanse en paz el maestro, y quede su estribillo más famoso en nuestras cabezas para siempre, porque
No soy de aquí, ni soy de allá,
no tengo edad ni porvenir
y ser feliz es mi color de identidad.
Facundo Cabral