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Escritoras del siglo XIX (III): Carolina Coronado

AutorGabriella Campbell el 30 de abril de 2011 en Divulgación

Carolina Coronado

Cuando alguien usa el apelativo de el Bécquer femenino, la mayoría asociaría este título con Rosalía de Castro , por ser considerada ésta, junto al propio Bécquer, como una de las mayores representantes de la literatura postromántica, dentro del tardío Romanticismo español. Sin embargo, en su tiempo la que era denominada de esta manera fue Carolina Coronado, poetisa que, debido a su ideología política, sufrió una fuerte censura que la relegó a segunda fila en cuanto a publicaciones y celebridad, pero que poco a poco fue haciéndose un puesto importante en la lista de escritores de su época. Carolina, además, falleció en Lisboa en el año 1911, por lo que este año 2011 se celebra su centenario.

A pesar de las tendencias progresistas de su familia (su padre, Nicolás Coronado, fue encarcelado, y su abuelo, Fermín Coronado, murió en 1820 por maltratos), Carolina recibió la típica educación femenina de primera mitad del siglo XIX: costura, labores domésticas, algo de música y mucha lectura a escondidas. Con trece años ya tenía importantes admiradores, entre ellos José de Espronceda, que dedicó unos cuantos versos a su belleza juvenil (sin hacer mención, sin embargo, a su notable talento). Carolina sufría de una extraña enfermedad, una especie de catalepsia parcial que hizo que se le diera por muerta en varias ocasiones, lo que le inculcó un profundo temor a llegar a ser enterrada viva (este temor fue el que la llevó a embalsamar el cadáver tanto de su primera hija como el de su marido, a la espera de ser ella misma enterrada con ellos).

Carolina era mujer de gran popularidad en la alta sociedad española, a pesar de sus tendencias revolucionarias, debido a su atractivo personal y a su discreta elegancia. Representaba, en esencia, a la mujer perfecta: bella, agradable, y amante esposa y madre. De ella dijo su sobrino, Ramón Gómez de la Serna: “era la agarena blanca de ese suroeste de España, y el óvalo de su rostro era perfecto, y en su perfil, sobre todo en su nariz, había la pureza árabe, juncal, blanca, con cierto reflejo de aguileñismo judío; se presentaba con el pelo negro y rizado que caía en melena de aladares sobre sus hombros”. Sabía compatibilizar los requisitos de la dama burguesa tipo con una libertad individual y amor por la cultura a lo que ayudaba el empleo de su marido, diplomático de origen anglosajón. Tuvo, o por lo menos según sus escritos, dos grandes amantes. Del primero, del que sólo se conoce el nombre, Alberto, ni siquiera se tiene constancia de si era real o inventado. El segundo, Horacio Perry, su esposo, falleció veinte años antes que ella, que se encontró, viuda, desamparada y en la pobreza, alejada de las luces de la corte y las tertulias, sola con su hija Matilde. Fue aquí donde se refugió en la escritura, revelándose una vez más una Carolina poeta, novelista y ensayista que continuó activa hasta su fallecimiento.

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