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Ser escritora en el siglo XIX: posiblemente no sea la mejor opción (I)

AutorGabriella Campbell el 17 de abril de 2011 en Divulgación

Emilia Pardo Bazán

Hemos oído hasta la saciedad hablar acerca de la situación de la mujer en el siglo XIX. No me refiero, claro, tan sólo a lo literario, sino a su situación social y económica. Los cambios revolucionarios que han llegado hasta nosotros nos hacen, con frecuencia, olvidar lo que era ser ciudadano de segunda en todos los sentidos (lo cual no implica, por supuesto, que la situación actual sea perfecta, pero en comparación el pasado es más que tétrico en lo que a igualdad de sexos se refiere), simplemente por el hecho de nacer siendo fémina.

Y claro está que esta situación se extendía también al ámbito de la creación. Algunas novelistas decimonónicas optaban por el uso de un pseudónimo masculino (ahí tenemos a Cecilia Böhl de Faber, también conocida como Fernán Caballero), o se refugiaban en su elevada posición social: Emilia Pardo Bazán era, después de todo, hija de conde y heredó dicho título a la muerte de su padre. Mencionar a la Pardo Bazán no es gratuito, ya que siempre fue una ardua defensora de la igualdad de derechos entre hombre y mujer, denunciando con frecuencia el sexismo rampante en los círculos intelectuales en los que ella se movía. Y es que ser mujer española y novelista no era algo extremadamente vergonzoso, siempre que supieras cuál era tu lugar y te limitaras a escribir novelitas moralistas o románticas para otras mujeres moralistas y románticas. Pardo Bazán propuso a Concepción Arenal, célebre escritora y activista por los derechos femeninos (suele considerarse que con ella entró el feminismo en nuestro país), para entrar a formar parte de la Real Academia de la Lengua. Arenal fue rechazada por la RAE, al igual que Gertrudis Gómez de Avellaneda, respetada poetisa cubana, y como lo fue asimismo la propia Pardo Bazan (en tres ocasiones, ni más ni menos).

Así que ser escritora en el XIX no era precisamente fácil. En un intento de ganarse el respeto de escritores y lectores por igual, estas autoras solían recurrir a escritores masculinos como prologuistas, como si con el aval de una pluma célebre del sexo opuesto se pudiese justificar su propia labor. En general se trataba de prólogos en los que poco se decía de la calidad o del contenido de la obra en sí, centrándose sus autores en hacer chascarrillos o en alabar a la autora cuya novela prologaban, como si evitasen tomarse en serio la producción literaria de ésta.

En principio, parece ser que en nuestra vecina Francia se concedía menor importancia al sexo de los novelistas. En 1882 se publicó una bibliografía en la gaceta conocida como Álbum del bello sexo, que indicaba que en Francia había ni más ni menos que 1200 novelistas reconocidas, 400 traductoras, 300 poetisas y 100 periodistas, unas cifras nada despreciables para la época. Es difícil saber los números de España, ya que hasta 1832, fecha de publicación de la Biblioteca de Serrano y Sanz, no hubo una bibliografía que sirviera de referencia. Aun así, los estudiosos calculan que habría en el siglo XIX cerca de un millar de firmas escritoras, de las cuales, como ya hemos indicado, la mayoría escribía obras dirigidas específicamente a lectoras femeninas. Los temas, desde luego, eran más conservadores que los de sus colegas francesas: la importancia del matrimonio y de la maternidad se convertía en eje central de sus novelas, y la escasa formación que habían recibido, al igual que la mayoría de mujeres en la España de la época, era evidente en su ejecución literaria, por lo que la calidad de sus novelas era, en la mayoría de ocasiones, muy inferior a la de sus vecinas francesas.

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