Algunos personajes, y muchos escritores entre ellos, han tenido y tienen una especial querencia hacia la polémica pública y privada, tanta que, muchas veces, al pensar en ellos, más que en sus obras nos vienen a la mente tal y cual hecho en el que participaron. Por poner un ejemplo actual y cercano, el autor cartagenero Arturo Pérez Reverte es uno de los escritores españoles actuales más vendidos, algo que se repite desde hace dos décadas. Sin embargo, al ser referido en una conversación entre amigos o conocidos, la mayor parte de las veces saldrán a la palestra algo más que libros y opiniones sobre ellos. La causticidad de sus artículos de opinión en la prensa es un tema recurrente desde hace una década; ahora, con la web 2.0 en plena efervescencia, sus manifestaciones recogidas en tiempo real en la red también ocupan un lugar destacado en charlas bizantinas, discusiones de corral y tertulias de baja estofa. ¿A quién puede interesar que una (otra más) de sus novelas vaya a ser llevada al cine o la televisión si lo realmente interesante es hablar de sus últimas afirmaciones en Twitter, por ejemplo? Reconozco que es mucho más chocante ver a un escritor superventas y miembro de la Academia tachar de “niña” a un ministro saliente que leerle y comentar su obra.
Pero Pérez Reverte y otros muchos escritores polémicos (por su vida, que no por su obra) de nuestro tiempo tales como Sánchez Dragó pueden ser considerados como meros aficionados de lo que, en una parodia del movimiento hippie de los años 60, el personaje de animación Homer Simpson (Homero Simpson para nuestros lectores americanos) resumió notablemente en la frase “¡Vamos a escandalizar!”; efectivamente, es difícil alcanzar los extremos a los que llegó uno de nuestros literatos más universales, el vizcaíno Miguel de Unamuno, a veces con rivales más que conocidos e influyentes. Dos de esos rivales dialécticos de Unamuno fueron, precisamente, el filósofo madrileño José Ortega y Gasset y el militar coruñés José Millán-Astray. Poco se puede decir de ambos si no queremos extendernos, así que podríamos, resumiéndolo mucho, afirmar que, cada uno en su ámbito, estamos hablando de personajes más que notables.
La relación entre Unamuno y estos dos personajes puede reducirse al mínimo utilizando dos frases que han pasado a la historia sobre los respectivos desencuentros. La de “¡Que inventen ellos!”, que nunca fue dicha así, llegó a ser considerada (todavía lo es) como prototípica de la España rancia y ajena a Europa con la que se llegó a identificar a Unamuno, en contraposición a las opiniones de Ortega y Gasset y de otros intelectuales de la época: que la única manera de que España dejara de dolerle al escritor bilbaíno era, simplificándolo mucho, europeizando las maneras y costumbres españolas. Pero Unamuno, no sabemos si pragmáticamente o por simple y llana cabezonería, pasaría el resto de su vida atrapado entre sentimientos encontrados, hasta tal punto que, tras al alzamiento de las tropas nacionales en 1936, y pese a su pasado republicano (él fue el que proclamó la República en Salamanca, por cierto), no dudó en redactar un manifiesto a favor de los sublevados del que luego, tras asistir a los desmanes del nuevo gobierno y ver desaparecer a buenos amigos suyos, se arrepentiría en parte. Justo entonces sucedió el encontronazo con Millán-Astray, en una Salamanca ocupada por las fuerzas franquistas, tras un encendido discurso del profesor Francisco Maldonado en el paraninfo de la Universidad. El famoso “¡Muera la inteligencia!” también es, como la anterior frase citada, apócrifo: realmente Millán-Astray, incendiado por las palabras de Unamuno (que no había dudado en llamarlo inválido y en afirmar que, aunque Cervantes también lo era, las similitudes acababan ahí, básicamente), lo que dijo fue “¡Muera la intelectualidad traidora!”, frase que debido al gran alboroto en la sala se hizo popular ya deformada. Unamuno salió vivo de allí gracias a la intervención de la esposa del general Francisco Franco, aunque sus días ya estaban prontos a acabar. Precisamente, sus últimas palabras en el paraninfo fueron casi sus postreras declaraciones polémicas, y han pasado a la historia como un lúcido alegato y grito de horror ante el futuro que ya intuía para España:
Éste es el templo de la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en España. He dicho.