- Pocas veces guardamos buen recuerdo de las lecturas que nos mandaban durante nuestros años escolares.
- Para favorecer el placer por la lectura es imprescindible cambiar el abordaje educativo que se hace de ella.
Al hablar de lecturas obligatorias es inevitable llevarnos las manos a la cabeza al recordar aquellos tortuosos años en los que nos ponían un libro delante y nos decían: leed. Incluso nosotros, los más acérrimos lectores, vivimos una época en la que percibíamos la lectura como una suerte de castigo, en lugar de la valiosa y vital experiencia que realmente es.
Crear rechazo por los libros no era, ni de lejos, la intención del sistema educativo. Mandando libros para leer creían estar fomentando el amor por la literatura, al mismo tiempo que generaban hábitos de lectura y ponían en conocimiento a los alumnos de los clásicos imperdibles del mundo literario. Desafortunadamente, ninguno de estos objetivos llegaba a buen puerto; al contrario, una acción que pretendía abrir puertas a nuevos mundos conseguía cerrarlas todas de un plumazo.
¿Significa esto que hay que terminar de golpe con las lecturas obligatorias? En absoluto. La lectura es, y tiene que seguir siendo siempre, parte del currículo educativo. Sin embargo, en vistas de que la forma de abordarla no es efectiva para lo que se pretende, no queda otra que replantearnos en qué estamos fallando y de qué manera movernos en la dirección correcta.
¿Qué falla?
El primer fallo de las lecturas obligatorias viene implícito en su propio nombre: obligatorias. ¿Cuándo ha resultado efectivo el modo imperativo con niños y adolescentes? Nunca. De hecho, todos sabemos que obligarles a hacer algo les lleva a rechazarlo directamente, al igual que prohibírselo genera en ellos más interés y unas ganas irrefrenables de llevarlo a cabo. Qué se le va a hacer, es así como funciona su mente y es así como hay que entenderla.
Al imponerle una lectura determinada, el alumno no tiene ningún poder de elección sobre lo que va a leer. Para empezar, no todos los niños tienen los mismos gustos, al igual que es difícil encontrar lectores que sientan fascinación por absolutamente todos los géneros literarios del mundo. ¿Cómo podemos pretender pues que ese libro, sea del tipo que sea, despierte interés en todos los estudiantes de una misma clase?
Por último, otro aspecto a revisar de las lecturas obligatorias es la forma en la que se evalúan. Si no habíamos conseguido ya que nuestros alumnos odiaran los libros, hacerles realizar un trabajo o un examen es la guinda del pastel. En el caso de los trabajos, difícilmente se podrá averiguar si el alumno ha leído el libro o no, ya que la facilidad con lo que se encuentra todo en Internet les invita a poner a prueba su capacidad para copiar sin ser pillados. Por otro lado, el examen de una lectura suele estar repleto de preguntas maliciosas que rebuscan en los detalles más nimios, todo ello con el fin de desentrañar quién se ha leído el libro y quién no. Este método tan solo mide la memoria; incluso quienes sí han realizado la lectura pueden haber pasado por alto el color del vestido que llevaba tal personaje en tal escena, pues no es relevante en absoluto ni para la trama ni para la historia.
¿Qué se puede hacer?
Teniendo en cuenta todos estos errores es más fácil abordar la problemática y darle solución. Empezaremos con un punto clave: otorgarles a los alumnos un papel activo en la elección de las lecturas del curso. Al comienzo de cada año escolar es muy común que el profesor se plante frente a su alumnado y suelte una ristra de libros que van a tener que comprarse, pues van a ser las lecturas obligadas. Esa decisión es inamovible, pero no debería serlo.
Los libros obligatorios suelen consensuarse entre todos los profesores de un mismo departamento pero ¿no deberían ser los propios niños los que orientaran esta decisión? En lugar de homogeneizar todas las clases en una sola —como si todos los alumnos compartieran los mismos gustos e intereses, ¡menudo disparate!—, sería interesante que cada curso contara con sus propias opciones de lectura. Al principio de cada año, el profesor podría dedicar una sesión a conocer más de cerca a sus alumnos: hablar con ellos, preguntarles, profundizar en los temas que despiertan su curiosidad, sus aficiones, sus gustos… Partiendo de ahí, se puede configurar un listado de libros más personalizado y adecuado para ese grupo en particular.
Una vez hecho el listado, se propondrán unas lecturas obligatorias (una por trimestre, por ejemplo) que todos los alumnos deberán leer. El haberles hecho partícipes de esta elección y, sobre todo, haber tenido en cuenta su opinión al respecto, ya va a permitir que aborden la experiencia de la lectura desde una postura más positiva. Además de los libros obligatorios, cada trimestre el alumno podrá elegir otra lectura dentro de las propuestas por el profesor, esta vez sí, basándose en sus propios gustos.
A la hora de trabajar la lectura, también es necesario hacer un cambio de perspectiva. En lugar de que sea una actividad individual —seamos sinceros, que dediquen horas en casa a leer es difícil—, convertirla en un proyecto colectivo no solo favorece una actitud crítica con lo leído, sino que también fomenta la capacidad de debatir, así como las interacciones entre alumnos. Estas son algunas propuestas que podrían ser de utilidad para cumplir con este objetivo: dedicar una sesión lectiva a la semana a leer conjuntamente, hacer un debate de la lectura una vez terminado el libro o, en el caso de las lecturas elegidas por ellos mismos, proponerles hacer un trabajo (un mural, un PowerPoint o una presentación oral, por ejemplo) sobre lo que han leído, dándoles total libertad para centrarse en lo que quieran (un personaje, la temática, el autor, la ambientación…).
Aunque somos conscientes de que es difícil aplicar esta guía —el sistema educativo es tremendamente complejo y generar cualquier cambio en él conlleva mucho tiempo—, nunca está de más pararse a pensar en cómo se están haciendo las cosas y plantearse maneras distintas de alcanzar los objetivos que se han marcado para cada nivel. En el caso de las lecturas obligatorias estamos seguros que es posible transformarlas en lo que realmente son: una invitación a convertirse en futuros lectores.