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Cuando se pensó que los libros podían contagiar terribles epidemias

AutorAlfredo Álamo el 3 de septiembre de 2019 en Divulgación
  • Muchas bibliotecas estuvieron a punto de desaparecer.
  • Se implantaron medidas de desinfección.

Libro viejo lleno de polvo.

Corría la segunda mitad del siglo XIX y la ciencia médica había logrado, por fin, comunicar a la mayor parte del mundo civilizado el concepto de los gérmenes como causantes de enfermedad, y de la importancia de una cierta higiene. Por otro lado, esta idea caló hasta tal punto que se empezó a pensar que tal vez los libros de las bibliotecas podían ser un vector para tener en cuenta en la expansión de ciertas enfermedades. Algo que la muerte por tuberculosis de la bibliotecaria Jessie Allan no hizo más que alentar.

Estos años fueron muy duros para el mundo de las bibliotecas públicas. Hay que tener en cuenta la virulencia de verdaderas plagas como la tuberculosis, la viruela o el sarampión, que causaban miles de muertos. Mucha gente comenzó a mirar a los libros como causantes del contagio.

Hay que decir que solo algunos médicos hablaron de la posibilidad de que esto fuera cierto, pero la idea cobró fuerza en el imaginario colectivo. Después de todo, los libros de las bibliotecas pasaban de mano en mano sin ningún tipo de control. ¿Y si eran capaces de albergar los gérmenes entre sus páginas?

Para tranquilizar al público en general, se decidió aplicar medidas de desinfección en aquellos libros que pudieran ser susceptibles de dicho contagio. Se habilitaron salas para aplicar soluciones de formaldehído o vapores de fenol. Esto se mantuvo durante un tiempo, aunque el progresivo desgaste de los libros sometidos a este sistema hizo que dejara de aplicarse.

En algunos países, como Inglaterra, también se impusieron algunas normas desde la administración, con multas de hasta 200 dólares a aquellos que, estando enfermos, sacaran o devolvieran libros de la biblioteca pública.

Se hicieron numerosos estudios epidemiológicos alrededor de esta posibilidad, teniendo en cuenta tanto a los usuarios de las bibliotecas como al lugar que ocupaban en la ciudad. Al final, la cosa quedó en nada: los bibliotecarios, en teoría los más expuestos a las enfermedades transmitidas por los libros, no enfermaban ni más ni menos que otros trabajadores que estaban de cara al público.

Con el paso de los años, el temor a los libros contagiosos fue desapareciendo, aunque cuando la biblioteca de Nueva York decidió dejar de desinfectar en masa sus libros, ya en 1914, hubo un gran revuelo en la ciudad. La razón acabó por imponerse, y el pavor a los libros de las bibliotecas públicas desapareció. Pero durante un breve periodo de tiempo, estuvo a punto de suponer el fin de estas importantes instituciones.

Vía: Smithsonian Magazine.

Alfredo Álamo

(Valencia, 1975) escribe bordeando territorios fronterizos, entre sombras y engranajes, siempre en terreno de sueños que a veces se convierten en pesadillas. Actualmente es el Coordinador de la red social Lecturalia al mismo tiempo que sigue su carrera literaria.

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