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Cuando los libros se marcaban a fuego

AutorAlfredo Álamo el 5 de junio de 2019 en Divulgación
  • Se trata de una costumbre de la Edad Moderna.
  • Servía para identificar a sus dueños.

Marca de fuego en un libro.

Los libros eran objetos de gran valor en la Edad Moderna, aunque es cierto que con la aparición de la imprenta se logró un gran cambio en cuanto a precio y tiradas. Los volúmenes ya no se hacían uno a uno, con el cariño y el mimo de un copista trabajando durante meses, sino que se podían realizar de una manera casi industrial. Pese a todo, su valor era muy alto, sobre todo en nuevos territorios alejados de la civilización, como la América del siglo XVI.

Pongámonos en situación. Tras el descubrimiento de América y la expansión del Imperio Español llegó el momento de las órdenes religiosas, depositarias no solo de un mensaje religioso, sino también casi las únicas en llevar la cultura europea al Nuevo Mundo y, al mismo tiempo, tratar de conservar los mitos e historias de las tribus indígenas. Esto último, la verdad, obtuvo un éxito moderado.

Pero si hay algo que se necesita tanto para evangelizar como para educar es un libro. Más de uno, además. Libros que se imprimían al principio en España y que viajaban en barco hasta las bibliotecas recién armadas de los nuevos conventos americanos. Así pues, podemos imaginar el gran valor de estos libros, pensados, además, como punto vital de los misionarios, siempre de viaje, de arriba abajo por territorios inexplorados.

La práctica tradicional para proteger los libros era la maldición y la excomunión. De hecho, el Papa Pío V llegó a amenazar con la excomunión a cualquiera que robara o maltratara libros de alguna biblioteca. Hay que remarcar que esa era una de las penas más temidas de la época, sobre todo si hablamos de nobles o religiosos.

Pero en América, el tema de las maldiciones, o incluso la excomunión, quedó en un segundo plano, primando más el interés por localizar los libros y frenar los robos, pérdidas o largos préstamos. La idea que se les ocurrió fue muy diferente: marcar a fuego los libros con la enseña de la biblioteca, para que nunca se pudiera borrar.

Y es que los exlibris habían resultado poco eficientes. Era demasiado sencillo arrancar la página donde debía estar la marca de la biblioteca. Sin embargo, marcar el grueso de las hojas, como si de una vaca se tratara, dificultaba su robo y reventa sin levantar sospechas. De hecho, la marca llegaba a ser tan profunda, que en ocasiones llegaba hasta el texto. ¿La razón? Evitar que los ladrones serraran la base del libro para quitar la marca.

Esta práctica se llevó a cabo desde el siglo XVI hasta el XIX, cuando, a raíz de las leyes de reforma y amortización, gran parte de los bienes de la Iglesia Católica pasaron a ser controlados por los estados. Esto incluía los libros marcados, que pasaron a formar parte de bibliotecas seculares.

Las marcas de fuego son de gran interés hoy en día, ya que los investigadores pueden reconstruir el catálogo de las antiguas bibliotecas eclesiásticas a partir de los símbolos (hay más de 275), saber a qué se dedicaban, qué información primaba en cada momento, y también averiguar el tránsito de esos libros a lo largo de la historia, conociendo su origen y dónde acabaron.

Fotografía de Aljndrcz con licencia CC BY-SA 4.0

Alfredo Álamo

(Valencia, 1975) escribe bordeando territorios fronterizos, entre sombras y engranajes, siempre en terreno de sueños que a veces se convierten en pesadillas. Actualmente es el Coordinador de la red social Lecturalia al mismo tiempo que sigue su carrera literaria.

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