Más allá de sentarnos alrededor de una hoguera, como en tiempos pretéritos, y de narrar buenas historias a la luz de la lumbre, acerquémonos a las posibilidades que nos concede este medio. No tenemos lumbre (bueno, tal vez alguno de los que leéis tenéis chimenea encendida en casa, aunque sería raro en estas fechas), ni ambiente de historias, pero tenemos esta pantalla y estas palabras para introducirnos en uno de los temas que, personalmente, más me han fascinado desde que aprendí a leer. Ya hablemos de dioses griegos, romanos, hindúes, egipcios, héroes escandinavos o britanos, las gestas de los grandes hombres y mujeres (sean trágicas o cómicas, aunque, reconozcámoslo, las mejores son las terriblemente tristes) suelen ser hipnóticas. Algunas son muy concretas, como las aventuras de Ulises al regresar de la guerra de Troya, gracias al arte de Homero (o de quien escribiera la Odisea), pero otras son eternas, se transforman conforme una cultura invade a otra, se mantiene su esencia con el paso de los años. Tal vez por esto se repite, una y otra vez, en cine, televisión, literatura, el mito del minotauro.
La mitología griega está repleta de monstruos nacidos de un padre humano o una madre humana junto con una bestia. De esta combinación pueden nacer bellezas, sobre todo si el animal era realmente un dios, como ocurrió con Helena de Troya, la misma por la que se originó la conocida guerra de Troya (y la Ilíada), que salió de un huevo de su madre Leda, quien copuló con un Zeus transformado en cisne. Pero también ocurren desgracias cuando se unen mujeres divinas con animales, y por esto, cuando la reina Pasífae de Creta tuvo relaciones con un impresionante toro blanco (impulsada por un deseo incontenible debido a una maldición de Poseidón, o de Afrodita, según la versión), de ella salió el Minotauro, una criatura terrible que el rey cornudo de Creta encerró en un laberinto. Le sacrificaba jóvenes de estados y ciudades conquistadas, y hasta la llegada de Teseo vivió perdido en aquella curiosa cárcel. El famoso héroe ateniense, con la ayuda de la princesa Ariadna, pudo entrar en el laberinto, derrotar a la bestia, y encontrar la salida valiéndose de un hilo que había atado a la entrada.
El mito tiene muchas ramificaciones: la historia de Ariadna, que escapó de Creta y de su padre para acabar abandonada en una isla por Teseo; el mito del propio Teseo, uno de los héroes fundadores de Grecia, protagonista de innumerables aventuras; o la narración acerca de Dédalo, el sabio que construyó el laberinto para el rey de Creta, y que luego intentó escapar de las garras de este junto con su hijo, Ícaro, quien se acercó demasiado al sol y perdió las alas de cera que lo sostenían en el aire. Pero el fiero monstruo Minotauro, con cuerpo de hombre y cabeza de toro, es seguramente el más atractivo; pese a su carácter sanguinario es difícil no sentir cierta lástima por el hijo bastardo, no deseado, despreciado por sus progenitores y por la sociedad en la que nació, encerrado para siempre en una prisión puzle. Tal vez por esto ha permanecido su imagen en el mundo artístico, por mucho que se hayan ofrecido explicaciones y teorías verosímiles acerca de la realidad de su existencia: un sacerdote con una cabeza de toro como casco; un instrumento de tortura en la Antigüedad con forma de toro, en el que se introducía a las víctimas y se calentaba hasta asarlos vivos; incluso como metáfora del poder de Creta al devorar a pueblos vecinos.
Homero
La Odisea