Hace poco se subastaron una serie de cartas manuscritas de Rudyard Kipling en las que hablaba de proceso de creación de una de sus obras más conocidas, El libro de la selva. Un par de frases llamaron la atención de los expertos: Kipling reconocía que se había ayudado de otras fuentes para elaborar las conocidas leyes de la selva. Pronto saltó a la prensa y la bola de rumores empezó a rodar camino al precipicio de la ignorancia.
Lo que reconoce Kipling en esas cartas es que utilizó, entre otras muchas fuentes, las normas de ciertas tribus esquimales que le venían bien, para dar forma a la idea que tenía en la cabeza. Vamos, que ni siquiera las utilizó literalmente, simplemente encontró en ellas la estructura que le permitió redactar esas leyes que Baloo enseña y que luego se volverían uno de sus poemas más celebrados.
Kipling, como el resto de escritores -qué demonios, como el resto de personas- procesa la información y entiende el mundo a base de comprender y asimilar la información que ha encontrado a lo largo de su vida. Es de lo más normal encontrar ayuda en fuentes para concretar una idea, es más, el reconocimiento de Kipling de que ha usado tal o cual fuente previa en el desarrollo de su obra es para quitarse el sombrero por su sencillez.
El libro de la selva es un cúmulo de leyendas e historias pasadas por el tamiz de la imaginación de Kipling y creo que es precisamente su raíz popular real la que consigue que funcione y se haya convertido en un clásico incontestable. Sin embargo, este reconocimiento por parte de Kipling sólo ha servido para que surjan extrañas acusaciones sobre el autor británico. Un buen escritor es el que tras recoger esas leyendas, esas canciones, esos poemas, esas conversaciones y contemplar el mundo a su alrededor es capaz de producir una narración llena de matices, ecos y conexiones. A mi juicio, la carta de Kipling es un ejemplo de lo que todo escritor debería reconocer. Es una cuestión de oficio.
Nadie es una isla y todos estamos conectados. Hoy más que nunca.
Fuente: The Guardian
Rudyard Kipling
El libro de la selva