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Una noche en el teatro: Shirley Valentine, de Willy Russell

AutorGabriella Campbell el 1 de abril de 2013 en Reseñas

Shirley Valentine

En 1986, el dramaturgo británico Willy Russell estrenó la obra Shirley Valentine, una puesta en escena con un solo personaje, en el entorno de clase obrera-casi-media de un Liverpool de barrio, industrial, gris y nublado. El monólogo precisaba de la interpretación de una sola actriz que pudiera dar vida al personaje de una mujer de su época que decide, tras mucho dudar, aceptar la invitación de una amiga y marcharse quince días a unas vacaciones al sol, en Grecia. Gozó de gran éxito en el West End londinense, y pronto se convirtió en un clásico del teatro anglosajón, tanto británico como estadounidense. Alcanzó verdadera inmortalidad cuando la actriz Pauline Collins, que ya había trabajado con la obra de Russell en el escenario, interpretó a Shirley, la protagonista de esta historia de revolución personal, en la versión cinematográfica de 1989 dirigida por Lewis Gilbert. Con el tiempo, la obra llegó también a España, donde tanto Esperanza Roy como Amparo Moreno se colocaron el delantal de Shirley, y donde, más recientemente, Verónica Forqué interpreta a la heroína de Russell con gran acierto y arrolladora emotividad.

La belleza de una obra sencilla, que narra una historia simple de la boca de un solo personaje que en apariencia no es nada complicado, estriba en la realidad de que, con frecuencia, la sencillez oculta todo un torbellino de realidades y de mensajes que van mucho más allá de una pátina limpia, dulce y clásica. Russell parte de un argumento que nos resulta familiar: la ama de casa aburrida, madre que ya ha criado a sus hijos, casada con un hombre poco atento, subyugada por su rol de sirvienta, de mujer tradicional, de ángel del hogar, escapa de su vida anodina para encontrar un nuevo amor, una nueva vida. Y por el camino encuentra algo más que eso, encuentra un mundo de posibilidades, donde uno tiene derecho a tomarse un vino al sol, junto al mar, a solas.

Y sin embargo, la historia de Shirley Valentine es bastante más que eso. Russell utiliza la figura de la mujer entrada en años, maltratada por la rutina y por una sensación de desperdicio absoluto para ilustrar algo mucho más profundo: un deseo no solo de evasión sino de autodescubrimiento, de empezar a vivir por uno mismo. Más allá de la política sexual de la obra, más allá de su interpretación desde el ángulo de cualquier ola de feminismo, el personaje reclama no solo su condición de mujer, su independencia de las cadenas del papel predestinado de madre y esposa, sino su condición de ser humano. Valentine es consciente de que el tiempo y la vida, que se la han ido comiendo poco a poco, no solo la han devorado a ella, sino también a su marido, a aquel compañero con el que, hace tantísimos años, se reía y compartía ilusiones y momentos para el recuerdo. Por esto, es inevitable que el receptor de la obra, ya sea como lector o como espectador, sienta ciertas emociones contradictorias al abandonar el texto o al bajar el telón. Por un lado, la infinita tristeza de la separación, del cambio; por otro, la alegría indefinible de lo nuevo, de lo propio.

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