Una buena noticia para los aficionados a la ciencia ficción: RBA acaba de reeditar Trueque mental, una novela de Robert Sheckley (1928-2005) que no debería pasar desapercibida, y que debería leerse con algo más que la simpatía inherente que suscita el autor, y la condescendencia que otorga la etiqueta de clásico menor.
Pongo en antecedentes a quienes no conozcan a Sheckley. Allá por la década de 1950, la ciencia ficción vivió la llamada Edad de Plata gracias a publicaciones como la Galaxy que dirigía Horace H. Gold y The Magazine of Fantasy and Science Fiction de Anthony Boucher, que igualaron en capacidad de influencia y superaron en logros literarios a la mítica Astounding de J. W. Campbell. Los autores ya establecidos se dieron cuenta de que la ciencia ficción no solo podía ser un vehículo de transmisión de ideas sino también un medio para publicar buena literatura subversiva (en sus páginas se publicaron algunas de las mejores obras de Isaac Asimov o Theodore Sturgeon), y surgió una nueva generación de autores todoterreno, con un estilo muy depurado, una capacidad de fabulación asombrosa y un talento impresionante para la ficción breve.
A esta categoría pertenece Robert Sheckley, un judío de Brooklyn criado en un pueblecito de Nueva Jersey (como Marvin Flynn, el protagonista de Trueque mental) que venía de desarrollar un voluntariado en Corea justo antes de que estallase la guerra, y de ejercer toda la plétora de profesiones que suelen conformar al escritor medio estadounidense. Sheckley se pasó toda esa década publicando una obra maestra detrás de otra, a ser posible en Galaxy, cuya línea editorial parecía hecha a medida de su talento y sus aptitudes. Quien quiera leer esa sucesión milagrosa de relatos (los más destacados, Un pasaje a Tranai, Ciudadano del espacio o El motín del bote salvavidas) con los que le dio lustre a la ciencia ficción de la década de 1950 puede adquirir (de segunda mano, eso sí, ya que todas ellas están descatalogadas) recopilaciones como Ciudadano del espacio, Peregrinación a la Tierra, El arma definitiva o La séptima víctima, cuyo relato epónimo es el origen de todos los Battle Royale, Juegos del Hambre e inventos similares, gracias a la exitosa adaptación cinematográfica de Elio Petri (1965), titulada La décima víctima y protagonizada por Marcello Mastroianni y Ursula Andress. El propio Sheckley se encargó de novelizar la película… y a ese punto queríamos llegar.
Las novelas de Sheckley. No es que sean malas. Trueque mental no lo es, en absoluto, como tampoco lo son Los viajes de Joenes, Dimensión de milagros, Dramocles o, ya puestos, La décima víctima. Lo que sucede, por un lado (y esto se nota mucho en Trueque mental), es que muchas veces dan la impresión de estar formadas por relatos independientes hilvanados a costurones a una novela con la que no siempre guardan relación (véase la subtrama de Juan Valdez y de la búsqueda de Cathy, que es una novela dentro de la novela). Por otro lado, durante la década de 1960 Sheckley perdió el toque, como él mismo decía, redujo de manera drástica su producción de ficción breve, no supo adaptarse a la creciente mercantilización del mercado editorial (que pasaba, de manera inevitable, por dejar de escribir relatos y publicar novelas), se embarcó en una vida un tanto dispersa y alocada (que lo llevó a casarse cuatro veces y vivir a lo hippie en Ibiza durante largas temporadas) y, para cuadrar números, se vio abocado a aceptar proyectos, reescrituras y franquicias a cual más garbancera. Las más presentables son las novelitas de la franquicia de Bill, héroe galáctico de Harry Harrison (En el planeta de los cerebros embotellados) y algunas novelas de Star Trek y Babylon 5. Por resumir mucho, Sheckley se pasó quince años forjando una sólida reputación que lo convirtió en uno de los (¿cinco?, ¿diez?) mejores cuentistas de toda la historia de la ciencia ficción, y treinta años cayendo en barrena, al borde de la indigencia, hasta el punto de que sus últimos meses fueron todo un suplicio. Enfermó de gravedad en una convención en Ucrania, y solo se lo pudo repatriar gracias a lo que hoy en día llamaríamos crowdfunding de aficionados de todo el mundo, pero ya era demasiado tarde: Sheckley solo sobrevivió seis meses.
Trueque mental, como decimos, es una novela digna, tal vez caótica y dispersa pero llena de hallazgos, con personajes entrañables, la socarronería típica de Sheckley (la misma que lo convierte en una de las fuentes de inspiración más o menos reconocidas de series como Futurama y relatos emblemáticos de la ciencia ficción española como Cuestión de oportunidades, de Gabriel Bermúdez Castillo, y que lo habría convertido en un autor tan célebre como Kurt Vonnegut si hubiera perseverado), un buen ejemplo de una época en la que se podían escribir novelitas de doscientas páginas sin necesidad de estirarlas hasta lo absurdo, y toda la magia, el toque, que Sheckley dijo haber perdido no mucho después de escribirla. Marvin Flynn es el prototipo del personaje inquieto que sale del pueblo gracias a una agencia de intercambio de cuerpos para descubrir que el marciano con quien se ha intercambiado es un delincuente en busca y captura, y embarcarse en una aventura que lo lleva de Nueva Jersey a Marte, y de ahí hacia el infinito y más allá. En el camino tenemos comedia de enredo, novela de espionaje, picaresca a saco, policíaco metafísico, novelón romántico, un western y una vuelta al hogar digna de la de la Dorothy de El mago de Oz. Y todo eso, no lo olvidemos, y aun reconociendo que los bruscos giros argumentales deslucen un poco el resultado, en solo 256 páginas. Hoy en día se necesitarían varias trilogías para contar tantas cosas.
Gabriel Bermúdez Castillo
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Robert Sheckley