La muerte rara vez nos llega de la manera que querríamos. Parece ser, además, que para aquellos que han llevado una vida singular, la muerte es también un evento digno de atención, diferente. Y cuando pensamos en las muertes más curiosas del mundo de la literatura, no consideramos solo los personajes literarios, sujetos ficticios que hacen más interesante una narración tanto con su vida como con su fallecimiento, sino también las mentes brillantes que les han dado vida.
Tal vez una de las muertes más absurdas de la historia de la literatura fue la de Thomas Lanier Williams III, el dramaturgo más conocido como Tennessee Williams. Encontraron al escritor muerto en su suite del Hotel Elysee de Nueva York con 71 años. Había perdido la vida al atragantarse con el tapón de un tubito de medicamentos (parece ser que tras una ingesta masiva de alcohol fue en busca de barbitúricos, e intentó abrir el bote con la boca. Se tragó el tapón por accidente y se asfixió).
El ruso Nikolái Gógol tampoco se queda atrás. A lo largo de su vida estuvo obsesionado con la muerte y le aterrorizaba la idea de ser enterrado con vida. Durante los últimos diez años de su vida nunca durmió acostado, por miedo a que pensaran que había fallecido (en una carta a un conocido le pidió que solo lo enterraran cuando su cuerpo mostrase ya signos muy evidentes de descomposición). Al final de su vida su estado mental estaba seriamente deteriorado; por influencia de su amigo, el religioso Matvey Konstantinovsky, llevó a cabo determinadas prácticas ascetas que fueron minando su salud física y psicológica. Poco a poco cayó en una depresión profunda, y la noche del 24 de febrero de 1852 llegó a quemar algunos de sus manuscritos (entre ellos la mayoría de la segunda parte de Almas muertas), afirmando después que se había tratado de un error, una broma pesada del Diablo. Poco después, dejó de comer y falleció, al cabo de nueve días de ayuno.
También era ruso el poeta Sergei Yesenin, cuyo poema más famoso, una auténtica despedida, lo escribió con la sangre de su propia muñeca, justo antes de colgarse de las tuberías del techo de su habitación. Yesesin era alcohólico y tenía diversos problemas mentales. Solo contaba con treinta años de edad cuando escribió esa poesía, y su peculiar muerte contribuyó a convertirlo en un auténtico mito literario.
Y pocos pueden competir con el novelista y autor de relatos estadounidense Sherwood Anderson. Con 64 años, en un crucero hacia Sudamérica, comenzó a quejarse de dolores graves en el abdomen, que al cabo de unos días se complicaron hasta convertirse en una peritonitis que le fue diagnosticada finalmente en un hospital de Panamá. En la autopsia se descubrió que había tragado un palillo de los dientes, bien de la aceituna de un martini, o de algún canapé consumido en el crucero, que había desencadenado el incidente. En su epitafio puede leerse: La vida, no la muerte, es la Gran Aventura. Si bien su vida fue de lo más trepidante, su muerte fue, cuanto menos, poco corriente.