Ya hemos hablado en Lecturalia en varias ocasiones del gusto de los escritores por el alcohol, el café y las drogas de todo tipo. No obstante, algunos de ellos tienen también una gran debilidad: la buena comida.
Según un estudio realizado en el 2011 por la organización Oxfam, la comida favorita de gran parte del planeta es la pasta. Y no iba a ser menos el escritor estadounidense Jonathan Franzen, autor de obras como Libertad o Las correcciones, que ofreció en una compilación de recetas reciente su versión particular de Pasta con col rizada, una combinación, en sus propias palabras, hermosa, erótica, privada y virtuosa.
Para Jack Kerouac, sin embargo, no había nada como un buen pastel de manzana con helado. Este plato aparece mencionado en su libro En la carretera, pero también en las cartas que le escribió a su madre durante sus viajes, donde admite que ha probado este postre en innumerables establecimientos (era, además, uno de los platos más económicos de los tradicionales diners estadounidenses).
En las cartas que Jean Paul Sartre le escribió a Simone de Beauvoir, aparece más de una vez su apreciado halva, un postre con miel y nueces que le era indispensable, sobre todo una vez tuvo que entrar en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial y dependía de otros para conseguirlo. Los paquetes que contenían halva, en forma de barritas individuales cubiertas de almendra, eran tan importantes como los de libros.
Otra gran aficionada a la cocina fue la escritora Sylvia Plath, que complementaba su afición literaria con una ajetreada actividad culinaria. Plath se especializaba en los postres, sobre todo en las tartas y pasteles. Uno de sus platos de más éxito era su extraña pero deliciosa tarta de sopa de tomate, un manjar salado y dulce a la vez. Hasta su suicidio estuvo relacionado, tristemente, con la cocina: encontraron a la autora sin vida con la cabeza dentro de un horno.
Walt Whitman disfrutaba de curiosos desayunos de carne y ostras, pero su perdición era la tarta de café, potente, densa y especiada, con la que satisfacía su apetito a cualquier hora del día o de la noche. Se conservan textos de este gran poeta en los que se lamenta de haber abusado de este tipo de dulce justo antes de acostarse.
Tal vez la fruta más popular entre los grandes autores sea la humilde manzana, de la que hablaban maravillas tanto Charles Dickens como Scott Fitzgerald. Para el primero, debían comerse asadas, y eran estupendas para el estómago, para el segundo eran la base de su dieta cuando se encerraba para escribir.
Otros, como Kafka, llevaron sus intereses alimenticios hasta extremos peligrosos. El autor nacido en Praga insistía en la importancia de beber grandes cantidades de leche sin pasteurizar, que parece ser que a la larga le acarreó la tuberculosis bovina que le costó la vida. Obviamente, no todos los gustos son igual de sanos.