Hace poco el escritor Michael Cunningham, que seguramente os resultará familiar como autor de Las horas, publicó en uno de los blogs del New Yorker estadounidense un artículo bastante largo y emotivo en el que narraba el proceso de selección del premio Pulitzer de ficción de 2012.
Tal vez recordéis que ya hablamos de los resultados del Pulitzer en un artículo anterior. La entrada de Cunningham es muy interesante, ya que proporciona una ventana al proceso de elegir un libro memorable, un libro adalid de la cultura estadounidense (al fin y al cabo, los requisitos principales de dicho premio son que el autor sea estadounidense, o nacionalizado como tal, y que su obra verse sobre la vida en Estados Unidos, de un modo u otro).
Lo primero que podría sorprendernos es que dicho proceso de selección se realizó entre solo tres personas (Cunningham, que ya había obtenido el Pulitzer en el año 1999, la editora Susan Larson y la crítica Maureen Corrigan), que optaron por tres finalistas, que a su vez se entregaron a un panel profesional que sería el responsable de elegir el ganador. El panel no pudo llegar a una decisión unánime y el premio quedó desierto.
Uno puede preguntarse por la validez de opinión de solo tres personas cuando se trata de elegir la lista de finalistas de uno de los premios literarios más relevantes del mundo. Los finalistas que se presentaron pertenecen a tres libros formalmente abigarrados y complejos; tal vez se echó en falta alguna otra perspectiva muy distinta a las tres que realizaron la selección. Puede, incluso, que hiciera falta una visión más realista de la literatura actual, tal como hicieron, arriesgándose de modo evidente, los miembros del jurado que seleccionaron a Barnes para el Premio Booker británico, al decantarse por una obra en apariencia más sencilla (apunto, en apariencia, ya que la maestría formal de A Sense of an Ending es apabullante, gracias a su texto preciso y a la vez multifuncional) pero con una historia hipnótica; alejándose así (y recibiendo numerosas críticas por ello) del impulso por lo denso, lento, casi barroco de la literatura más académica. Los tres finalistas del Pulitzer tenían fallos evidentes: El rey pálido era una obra inacabada, póstuma, de un autor que dispone de obras mucho mejor valoradas, Swamplandia! era una novela debutante, con limitaciones de autor primíparo, y Train Dreams era una reedición, en formato de novela, de un relato largo publicado diez años antes. Nada como para descalificarlos, por supuesto, pero lo suficiente como para que no terminaran de convencer al jurado final.
Tras leer el artículo de Cunningham, uno no puede evitar tener la sensación de que los tres miembros del jurado, si bien encontraron libros que les parecieron dignos de un premio importante, no terminaron de encontrar ese “One” al que hace mención Cunningham; de entre más de 300 libros leídos no pudieron dar con esa obra maestra indiscutible, esa inmensa joya que los hiciera contener la respiración, que los maravillara, y que por esto decidieron seleccionar como finalistas a aquellos que formalmente estaban mejor construidos, o tal vez aquellos que respondían de manera más acertada a sus parámetros de calidad literaria. Pero ya sabemos que esto de la calidad literaria es difícil de medir, y que si falta la chispa de genio absoluto, aquella que nos hace releer un libro una y otra vez y llorar y reír con su contenido, aquella que nos transforma como lectores y como personas, no tenemos por qué contentarnos con menos. Tal vez fue eso, exactamente, lo que les ocurrió a los encargados de decidir el ganador, aquellos que prefirieron, a pesar de la subsiguiente polémica, declarar el premio desierto.