En el mercado actual hay una delicada balanza que, con el tiempo, puede oscilar en una u otra dirección. Sin embargo, pocas áreas han oscilado de una manera tan flagrante como el mercado editorial, donde la contraposición oferta-demanda comienza a alcanzar cotas extraordinarias.
Hasta hace relativamente poco, el mundo editorial respondía a un encuentro económico de lo más normal: uno vende y otro compra. Por supuesto, se trata de algo mucho más complicado: “el que vende” es un conjunto demasiado amplio: escritor, corrector, maquetador, traductor, editor, imprenta, comerciales, distribuidora, librería…, mientras que el que compra es uno solo, el lector (y no dejéis de pensar en ello la próxima vez que os lamentéis del precio aparentemente abusivo de un libro en papel). En cuanto al libro digital, siguen participando unos cuantos en la producción de la obra, si bien podemos eliminar de la ecuación a la imprenta y a la distribuidora física (una lástima que en ocasiones su parte del pastel se la coman igualmente grandes plataformas de venta y editores avariciosos). De manera tradicional, el principal productor de la obra, el escritor, ofrecía un texto y a cambio recibía una cantidad fija o porcentual por las ventas de dicho texto. Esto responde a una necesidad de mercado clara: los lectores demandan textos, y los escritores reciben dinero por proporcionarlos.
Sin embargo, en los últimos tiempos viene produciéndose un fenómeno sorprendente. La posición del escritor, asociada tradicionalmente a prestigio y respeto por parte de lectores y miembros en general de la sociedad, unida a una alfabetización cada vez más democrática, se ha convertido en un oficio no sólo envidiable, sino accesible para todos. A pesar de estar, desde siempre, poco y mal pagado, existe la envidia del lector, la postura más o menos moderna (hay antecedentes, desde luego, pero nunca ha sido tan clara la situación como en los últimos años) de que cualquiera puede escribir un libro, cualquiera puede llevar a cabo esa acción antaño reservada para sabios y eruditos.
Y de repente nos encontramos con un contexto desconcertante: resulta que ahora la oferta es tan inmensa, y supera con tantos creces a la demanda, que la balanza se invierte y es el escritor el que se convierte en comprador, es el escritor el que debe pagar por producir un texto. Esto, en principio, no es bueno ni malo, sólo es sintomático de determinados cambios sociales y culturales. Por supuesto que, como ocurre en cualquier exceso de oferta, la calidad no es siempre óptima, pero aquí no se trata de que, como podría pasar con cualquier otro producto, gane el que venda más barato. La oferta es tal que uno tiene que plantear un precio tan bajo que entra en negativo, es decir, llegamos a la increíble situación de tener que pagar por vender. En caso de no existir los intermediarios que hemos mencionado, nos encontraríamos simplemente con una cuestión de competencia y supervivencia del más fuerte, del mejor, el más barato o el más ocurrente y original. No obstante, precisamente por esta cadena de producción tan elaborada, los que arriesgan el capital deben encontrar otros modos de sufragar el coste de la operación, y nada más fácil que alimentarse del deseo de prestigio del autor. Y aquí encontramos vertientes editoriales que responden al exceso de oferta haciendo responsable al escritor de todo o parte del gasto involucrado. Ya sabéis de qué hablo: coedición, autoedición y similares. ¿Pero en qué ha cambiado este modelo en los últimos tiempos? ¿En el fondo nos acercamos a la publicación absoluta, similar a la de los contenidos de internet, por la que debemos pagar alojamiento y nombre de dominio (plataforma de venta y copyright) para lanzar nuestras palabras al espacio virtual? De ello hablaremos en la segunda parte del artículo.