¿Quién no conoce la historia de Romeo y Julieta? Chico conoce a chica, chico y chica se enamoran pero sus familias son adversarias, chico y chica acaban suicidándose por error. Seguramente la obra más conocida de Shakespeare, el drama de los amantes de Verona recupera la más excelsa de las tradiciones de la tragedia griega: el poder del destino, la ironía, y un final tan estúpido que produce en el público una sensación de frustración liberadora que los antiguos decidieron llamar catarsis. Al fin y al cabo, Romeo y Julieta no tenían que morir, su fallecimiento se debe a una serie de malentendidos absurdos que los conduce, quieran o no, al desastre.
Shakespeare se inspiró, a su vez, en una narración bastante más antigua, recogida por Ovidio en su Metamorfosis. Píramo y Tisbe eran dos jóvenes babilonios enamorados que o bien pertenecían a familias que, igual que los Capuleto y Montesco de Shakespeare, estaban enfrentadas, o simplemente no aprobaban la relación entre los jóvenes. Estos deciden huir, y de manera muy inteligente, se citan en un páramo asilvestrado por donde suelen andar fieras peligrosas. Llega primero Tisbe, quien se encuentra de frente con una leona y sale huyendo. La leona consigue arrancarle el velo, con el que juega y después abandona por el camino, dejándolo manchado de sangre (suponemos que de la propia leona o alguna presa recién devorada). Aparece Píramo y, sin más pistas que un velo ensangrentado, deduce que Tisbe ha muerto. Desesperado ante la noción de una vida sin su amada, se abalanza sobre su propia espada y se da muerte. Poco después, regresa a escena Tisbe y, al encontrarlo sin vida, toma la espada y la utiliza para suicidarse. De esto se deduce, como de tantas otras historias parecidas, que la puntualidad en las citas es una virtud infravalorada; de la insensatez de estos amantes y de todo su encuentro se burló Góngora en su obra La fábula de Píramo y Tisbe.
Tampoco está de más gozar de una buena forma física, ya que una elaborada y triunfante historia de amor, que ha superado ya grandes obstáculos, puede terminar en tragedia por un simple tropiezo. Así le ocurrió a Calisto, en la aclamada novela atribuida a Fernando de Rojas, La Celestina, en la que, tras toda una serie de aventuras y desventuras, la historia de amor y deseo de los dos jóvenes nobles, Calisto y Melibea, se ve truncada por la torpeza de éste, quien, al escuchar ruidos de trifulca al otro lado del muro de su amada (con quien se hallaba gozando), trepa y salta dicho muro de mala manera, cayendo con tal mala fortuna que muere. Acto seguido, suicidio de Melibea, no sabemos a ciencia cierta si por puro y desafortunado amor, o la incapacidad de soportar el rechazo social que obtendría al descubrirse el pastel de su relación ilícita. Lo interesante de La Celestina, y seguramente por esto se incluye una muerte tan ridícula y denigrante, es que a diferencia de las tradiciones clásicas, el amor de los jóvenes no es puro, ni es desinteresada la ayuda que les prestan sus cómplices. En el fondo, su muerte es un escarnio, un castigo al sacrilegio cometido contra la pureza y platonismo del amor cortés, pero también es un aviso, una moraleja, dirigida hacia los enamorados que pierden la cabeza.