A pesar de lo que podría parecer, el editor medio no suele ser un ente infalible, y es de conocimiento común que algunos de los mayores clásicos del canon actual fueron, algunos más y otros menos, rechazados en su momento por alguna editorial. Las razones eran variadas, pero generalmente se debían a la imposibilidad, ya fuera por razones de rentabilidad o de censura, de publicar ciertas obras con conceptos novedosos o incluso escandalosos, y, con sorprendente frecuencia, también a la incapacidad de los encargados de la lectura de manuscritos (llamémosle ignorancia, cerrazón mental o simplemente pereza). Así, C. S. Lewis, que os resultará familiar por las Crónicas de Narnia, fue rechazado más de 800 veces antes de conseguir que un editor invirtiera en su obra. ¡800 rechazos! Está claro que Lewis era persistente, y de no haberlo sido nos habríamos perdido una de las mayores y más influyentes sagas de fantasía de la literatura, y fue su obstinación lo que lo hizo grande, al igual que a Gertrude Stein, que dedicó 22 años de su vida a ser rechazada de manera constante por una larga lista de editores. Margaret Mitchell no tuvo que sufrir tanta humillación, pero su Lo que el viento se llevó tuvo que soportar 25 negativas, suficientes como para que hubiese metido sus folios en un cajón grande y hubiera seguido con su empleo de articulista en un periódico de su nativa Atlanta. Y por si no fuera suficiente sufrir el amargo trago del “no”, algunos tuvieron que lidiar con comentarios más que despectivos. El periódico The San Francisco Examiner le devolvió un texto a Rudyard Kipling, autor del aclamado Libro de la selva, con la respuesta “lo siento, Sr. Kipling, pero ud. simplemente no sabe utilizar la lengua inglesa”. Otro editor le aconsejó a F. Scott Fitzgerald que se deshiciera del personaje de Gatsby, y a George Orwell le aseguraron que “no se vendían las historias de animales”. Siendo justos, es posible que algunos editores realmente estuvieran velando por sus intereses económicos, Rebelión en la granja no tenía aspecto, por lo menos de primeras, de convertirse en un superventas; por otro lado en muchas casas editoriales la cantidad de manuscritos recibida es tan inmensa que es imposible leer a fondo y tratar con la consideración merecida todas las obras entrantes. Y también había quien velaba por su propia supervivencia, muchos editores preferían echarse atrás, con independencia de la excelencia de la obra, ante el temor a ser juzgados por obscenidad, como ocurrió con escritores como James Joyce o Nabokov.
Pero también habría que avisar al escritor en ciernes de que no siempre se trata de incompetencia editorial. Es posible, quién sabe, que ese manuscrito que te devuelven, una y otra vez, no sea una obra adelantada a su tiempo, sino simplemente una recopilación de basura repleta de fallos ortográficos y clichés narrativos que sólo podrá ver la luz bajo el amable resplandor de un sello de autoedición (por otro lado, autoeditarse es precisamente lo que tuvieron que hacer escritores de indudable calidad como Marcel Proust o Beatrix Potter, tras interminables negativas editoriales). A veces, la culpa sí es tuya.
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