En nuestro tiempo, hablar de plagio es hablar de una práctica ilegal, deshonrosa y socialmente vilipendiada. En una época en la que, por lo menos en lo superficial, se concede importancia a la originalidad, el copiar e imitar, sobre todo cuando se hace por intereses económicos, es uno de los pecados más graves del escritor.
Por supuesto esto no siempre ha sido así. La consideración del plagio varía de un periodo histórico a otro, del mismo modo en que cambia su percepción de una cultura a otra. En países como China, por ejemplo, las obras literarias tardaron bastante en comenzar a firmarse, y aun cuando se firmaban, sus obras con frecuencia eran compilaciones de textos de otros autores. Esto ha ido cambiando con el tiempo, pero sigue conociéndose como una cultura en la que la imitación puede ser una forma de halago, y un recurso práctico, tanto en lo artístico como en lo comercial. Es irrelevante hablar de plagio como tal en circunstancias como estas, en las que el concepto de autoría es totalmente diferente de nuestra perspectiva occidental contemporánea. Y en la propia Occidente, que arruga la nariz ante las imitaciones de cualquier calibre, hubo un tiempo en que era práctica común tomar “prestados” textos ajenos para firmarlos con el nombre propio. Un recurso común era presentar como obras propias traducciones de clásicos latinos y griegos (es posible que Gonzalo de Berceo, por ejemplo, no escribiera una sola palabra de su propia creación en toda su obra). Esto, lejos de ser perjudicial, se consideraba positivo, ya que la mención de fuentes otorgaba prestigio y credibilidad al texto.
Tras la Edad Media y con la progresiva revolución cultural del Humanismo, el constante préstamo textual entre artistas que viajaban y se nutrían del canon de otros países fomentaba el plagio y la copia, pero por otro lado se engrandecía la figura del autor, que comenzaba a valorarse como individuo. Es casi imposible establecer la diferencia en esta época entre lo que era una copia directa (ya fuera en el mismo idioma o a través de la traducción) y un simple cúmulo de influencias. Sin algunas de estas imitaciones, no dispondríamos del necesario tráfico de ideas, estilos y formas que compondrían un interesante Renacimiento y un glorioso Barroco en el ámbito de la literatura española. Sin embargo, poco a poco, la fama y gloria alcanzada por el escritor hacía que este se mostrase más celoso de sus creaciones, y serían más frecuentes los enfrentamientos entre autores por motivos de imitación, una vez la literatura comenzase a establecerse como negocio más o menos rentable para aquel que la practicaba. De hecho, la legendaria rivalidad entre dos grandes de nuestra lengua, Francisco de Quevedo y Luis de Góngora, parece haberse originado por el uso indebido del primero de la forma de escribir del segundo, ya que utilizaba su estilo y léxico para ridiculizarlo. Esta peculiar forma de plagio, ofensiva y burlona, otorgó fama al escritor y despertó la ira de Don Luis, fomentando una enemistad que se tradujo en una de las batallas literarias más completas y productivas de la historia de la literatura.