A lo largo de la historia, la actitud del lector público, aquel que marcaba la opinión sobre una obra escrita, el que producía una valoración o lo lanzaba al mercado (o a su equivalente en cada momento histórico), ha variado considerablemente. Esta figura, conocida hoy como la figura del crítico, ha cumplido siempre una función primordial en la compleja relación autor-libro-lector, sobre todo en tiempos más recientes en los que la sobreproducción editorial es más que evidente, y en los que como lectores disponemos de una cantidad inmensa (tal vez demasiados) de textos entre los que escoger.
En un artículo reciente de Robert Pinsky para la publicación estadounidense Slate, se nos recuerdan tres reglas doradas que se han venido sugiriendo para las reseñas de libros desde el propio Aristóteles. Pinsky las define así:
1.Toda reseña debe decirnos de qué trata el libro.
2.Toda reseña debe decirnos qué dice el autor del libro sobre aquello de lo que trata el libro.
3.Toda reseña debe indicar qué piensa el reseñador o crítico sobre lo que dice el autor del libro sobre aquello que trata el libro.
Cualquier profesional de la crítica académica (en la que pueden interesar más otros aspectos formales o narrativos, por ejemplo) podría ponerle peros a estas supuestas reglas de oro, pero para la reseña periodística suele necesitarse de estas claves. La sorpresa de Pinsky en Slate surgía cuando descubría que rara vez veía que éstas se cumplieran completamente, prefiriendo muchos críticos lucir su talento literario, desviándose por caminos de sorna y desprecio ingenioso hacia el objeto de su análisis en vez de centrarse en lo que al lector (y comprador) podría interesarle, es decir: de qué va el libro, cómo lo enfoca el autor y, finalmente, si el libro merece la pena (o el precio de treinta euros en tapa dura).
Personalmente, añadiría que el aspecto valorativo de la reseña, fuera de su función de mercado, no es siempre estrictamente necesaria, y añade cierta virulencia a muchos textos críticos que puede ser del todo injusta y casi personal. En ese sentido adaptaría una idea que suele promoverse en la crítica de arte (otra cosa, claro, es que se lleve a cabo en el ámbito artístico), que insiste en su papel como mediadora entre el objeto artístico y el receptor, funcionando como herramienta de conocimiento. Es decir, si el crítico literario invirtiera más tiempo desgranando niveles de sentido, analizando formas y personajes y, en general, aclarando la lectura para hacérsela más provechosa al receptor; y menos tiempo alabando o insultando las habilidades del escritor, obtendríamos, posiblemente, una crítica más provechosa, y muchísimo más objetiva. Tal vez un encuentro feliz entre la crítica académica y la periodística podría proporcionarnos textos ideales; reseñas explicativas en un lenguaje comprensible para el lector medio. O tal vez la respuesta sea aun más sencilla, y sólo se trata de conseguir que críticos, reseñadores y similares consigan dejarse el ego en la puerta cada vez que se sienten a hablarnos al resto de un libro.