El nombre de la rosa, la novela más conocida del escritor y semiólogo piamontés Umberto Eco, se publicó en 1980. Sorprendentemente para una obra de sus características (un tratado de semiótica y de teología medieval “disfrazado” de novela de misterio) se convirtió en uno de los libros más vendidos de los años ochenta en los más de treinta países en los que se editó. Hasta la fecha ha vendido más de quince millones de ejemplares, una tercera parte de ellos en Italia; su popularidad, en cambio, fue un arma de doble filo, ya que los críticos, que inicialmente se mostraron entusiasmados con ella (ganando algunos de los galardones literarios más importantes de Europa), se comportaron tal y como suelen, mostrándose indiferentes en cuanto adquirió la categoría de best-seller. Pero ya no había discusión posible: El nombre de la rosa ya era un fenómeno popular que, además, se benefició de una interesante (aunque en parte fallida) adaptación al cine en 1986 de la mano del siempre controvertido Jean-Jacques Annaud.
Eco, que ya está a punto de convertirse en octogenario, sorprende ahora con la noticia de la reescritura de la novela. No para ampliarla y completarla, que sería lo realmente interesante para los millones de fanáticos lectores de su obra, sino para todo lo contrario: lo que pretende es convertirla en una novela más liviana, más del gusto del público actual (mejor dicho, del público actual consumidor de best-sellers), acostumbrado a las vueltas de tuerca extremadamente retorcidas e inteligentes (nótese la ironía) de Ken Follett, a los argumentos enrevesados de Katherine Neville o a los inteligentes juegos literarios que impregnan la obra de Stephenie Meyer.
La adaptación a menos de novelas no es algo habitual, pero existen versiones reducidas, tanto para público infantil y juvenil como adulto, de algunas obras mastodónticas clásicas. Leer un Quijote o un Guerra y Paz adaptado puede tener cierto sentido, sobre todo desde el punto de vista didáctico. No todo el mundo tiene el tiempo, y las ganas, de leerse los Episodios Nacionales de Galdós al completo (yo, al menos, no conozco a nadie que haya conseguido semejante hazaña), y en los institutos españoles, en donde el Quijote fue siempre de lectura obligatoria, era normal que los propios alumnos discriminaran entre capítulos importantes y capítulos “paja”. Para un lector principiante, leer una versión reducida de esta obra puede ser más que suficiente e incluso beneficioso: no se sentirá irritado ante la perspectiva de pasar horas y horas ante el libro.
Pero, ¿qué pretende exactamente Eco con esta iniciativa? ¿Equiparar su obra con la de los grandes clásicos o simplemente hacer un poco (más) de dinero con una novela que cuenta ya con tres décadas a sus espaldas? Después de todo, y aunque la complejidad de El nombre de la rosa es más que evidente (en principio no parece el libro más adecuado para todo tipo de públicos, de ahí lo extraño de su popularidad), tampoco es tan extenso como para necesitar este tipo de recortes.
A no ser que Eco se vaya a limitar simplemente a eliminar la media docena de tediosas y eruditas enumeraciones que jalonan el libro, que todo es posible.
Umberto Eco
El nombre de la rosa