El título de la novela más conocida de William Thackeray proviene de la obra El progreso del peregrino, de John Bunyan. Esta obra de Bunyan, alegórica, se presentaba como una narrativa llena de símbolos donde los protagonistas avanzaban en un largo viaje representativo de la vida del cristiano. Existe un lugar en esta larga alegoría denominada Vanity Fair, la feria de las vanidades, y fue en este lugar donde Thackeray ubicó a sus protagonistas.
Aunque Thackeray era un excelente creador de personajes, es indudable que las dos mujeres protagonistas brillan con una intensidad a la que los secundarios apenas pueden aspirar. El escritor toma a los dos tipos por excelencia de la mujer en su tiempo, el dócil ángel del hogar y la maléfica femme fatale, y los conjuga de modos extraños e ingeniosos. En Amelia encontramos todas las virtudes de la mujer modelo: dulzura, obediencia, sencillez, acompañados de una generosa dosis de estupidez y cabezonería. En Becky encontramos todos los defectos de la perdida: ligera de cascos, manipuladora pero a la vez esclava de sus pasiones, avariciosa, pero al mismo tiempo inteligente y con una valentía fuera de lo común. Con estas notas añadidas, Thackeray presenta a dos personajes que, dentro del estereotipo que aparentaban emular, se manifiestan de maneras inesperadas. Y el placer de Thackeray al retratar a su mujer fatal, muy a diferencia de la tristeza con que otros autores realistas como Zola o Flaubert presentaban a sus personajes femeninos rebeldes, es evidente, muy evidente, a lo largo de la obra.
Becky Sharp sólo tiene miedo a una cosa: a la pobreza. Utilizará todos sus trucos, todos sus recursos, para garantizarse una seguridad económica, aunque para ello tenga que sacrificar valores, amistades y su propio entorno social. Sharp es una pícara sin apenas conciencia, sabia con los recursos que su feminidad le confiere. Es interesante asimismo cómo Becky utiliza de manera descarada sus encantos, de una manera eficiente y provechosa, a pesar de que se nos describe como una criatura menuda y no especialmente agraciada, poseedora, eso sí, de unos enormes y brillantes ojos verdes y de un sentido del humor ocurrente, además de buenas dotes para la danza, el canto y el arte del entretenimiento en general. Si bien sus ardides acaban volviéndose en su contra, no terminan de condenarla, obteniendo finalmente el perdón y el apoyo financiero de un hijo al que ella misma había ninguneado. Sin embargo, el carácter sumiso y afectuoso de Amelia sólo le acarrean miseria tras miseria, e incluso su supuesto y merecido final feliz no termina de convencer, ni al lector ni a ella misma. A pesar de las supuestas lecciones morales que debía conllevar la obra de Thackeray, queda patente cuál es su personaje favorito, con cuál se regodea más en su narrativa. Y es que a él, como a tantos de nosotros lectores, también le gustaban más los villanos en la literatura.
William Makepeace Thackeray
La feria de las vanidades