Emilia Pardo Bazán es, probablemente, la primera mujer que uno recuerda si se le pregunta por escritoras decimonónicas. La recordamos por su obra, pero su vida no fue menos memorable. De cuna noble, Emilia se casó con dieciséis años, y no tardaron en llegar los hijos. En principio, podría parecer que se acogería a la respetada costumbre de mujer hogareña y maternal, buena esposa que escribía como pequeño pecado, sólo en los ratos de ocio.
Nada más lejos de la realidad. Emilia estaba profundamente impresionada por el naturalismo francés, y por todas las corrientes ideológicas que rodeaban a éste. El naturalismo se atrevía a ir más allá del realismo, llevando el estilo descriptivo a límites hasta entonces insospechados. Inspirada por escritores como Émile Zola, a quien conoció personalmente en uno de sus numerosos viajes, Emilia escribió una serie de artículos acerca de la novelística de éste y sobre otros aspectos de esta nueva corriente revolucionaria, ensayos que aparecieron recopilados en La cuestión palpitante, en 1883. Tan palpitante era la cuestión, de hecho, que le valió un profundo desencuentro con su propio marido, que no pudo soportar el escándalo que supuso su publicación; dicha polémica también afectó al propio prologuista, Leopoldo Alas Clarín, que confesó arrepentirse de haber colaborado. Dos años después, ya estaban separados, y la Pardo Bazán comenzaba una relación amorosa con el también escritor Benito Pérez Galdós, relación salpicada de infidelidad por parte de la aristócrata pero que duró más de veinte años.
La vida de Emilia, tan alejada del ideal de finales del XIX, es una presentación biográfica de su carácter revolucionario, carácter que aparece, transparente, en gran parte de su obra. Y su obra no era, precisamente, escasa. En total se calcula que de su pluma salieron más de cuarenta novelas, siete dramas, incontables ensayos, unos seiscientos cuentos y dos libros de cocina. Sus ensayos son, seguramente, lo que le proporcionaron mayor prestigio a nivel internacional, la cuestión feminista, que se extendía por Europa pero que apenas aparecía en España, fue ésta una de sus mayores preocupaciones y la que le valió tanto la crítica como el elogio de sus contemporáneos. Para Emilia, el origen de muchos de los males femeninos era la ignorancia, y se volcó en numerosos proyectos relacionados con la educación de la mujer española. Creó la Biblioteca de la mujer en 1891, que pretendía recopilar todo el saber científico, histórico y filosófico relacionado con ésta. La obra fue un fracaso de escasas ventas, debido en gran parte al limitado interés de sus lectores intencionados, las propias mujeres. Tampoco se libró de su crítica el establecimiento religioso, si bien jamás abandonó el catolicismo, para ella poseía un poder político subyugador, llegando a decir que “no hay palanca más poderosa que una creencia para mover las multitudes humanas; no en vano se dice que la religión liga y aprieta a los hombres”. La situación social y la independencia económica permitieron a Emilia vivir libre de las ataduras que constreñían a otras mujeres de la época, y si bien recibió una constante presión por abandonar sus causas revolucionarias, fue objeto de admiración de muchos, que veían en ella un símbolo de lo que Europa traía a España: nuevas ideas, nuevas formas y un nuevo siglo.