Cuando escribí el artículo Marginalia, acerca del controvertido tema de escribir en los libros y mi propia experiencia al respecto, lo hice inspirada por un artículo que había leído en el New York Times en el que se hablaba de esta práctica (el artículo, de Sam Anderson, se centraba más en el ejercicio de escribir en los márgenes como práctica referencial, hecha para uno mismo; sin embargo para mí y para otros “anotadores”, como para los amantes y amigos del siglo XIX, se trata de una práctica social). Debe de ser un tema bastante llamativo porque semanas después de enviar mi texto encontré otra referencia al respecto por parte de otro articulista del mismo periódico, que también hacía mención de obras que han tratado, de una manera u otra, esta costumbre más o menos polémica.
Este segundo artículo, de Pamela Paul, nos presenta algunas publicaciones interesantes acerca de este tema. La reciente obra de Matthew Grenby, The Child Reader: 1700-1840 (El niño lector: 1700-1840), se centra en las anotaciones de lectores infantiles, y sus curiosas percepciones y arreglos del texto en el que se estaban concentrando. Uno no puede dejar de pensar que sería tal vez más interesante saber qué anotan los niños de nuestro tiempo, quienes, a pesar de la imposición escolar de mantener los libros impolutos, siguen garabateando en sus páginas. Reconozco que mis propios libros de texto están repletos de anotaciones y dibujos, algo que me encanta redescubrir ahora que han pasado los años. La sensación de libertad y rebeldía al trasladar esta destructiva costumbre a los libros de ficción fue importante, algo así como comenzar a colorear los dibujos saliéndome de las líneas, o a escribir poesía que no rimase. Los libros perdían su inocencia, su pureza, pero precisamente esto les proporcionaba vida, experiencia.
La obsesión por los márgenes puede llegar, sin embargo, a ser enfermiza. Paul nos habla también del tratado Marginalia de H. J. Jackson, que reúne miles de anotaciones de escritores conocidos. Curioso, pero lejos de ser apasionante. Aunque dichas notas puedan darnos cierta información sobre la personalidad e intereses de dichos autores, no son tan inspiradoras como pueden ser las notas de nuestros propios conocidos o nosotros mismos (reencontrarse con una anotación propia es, frecuentemente, bucear en los recuerdos y en el mismísimo subconsciente, de una forma parecida, pero más sutil, a la de un diario). Lo que sí es llamativo de esta obra de Jackson es su narración de la “guerra” existente entre los anotadores y los bibliófilos, entre los que garabateaban y los que consideraban dicho garabateo pecado mortal; el enfado de De Quincey con Wordsworth cuando éste le devolvió un libro prestado lleno de marcas de mantequilla es, seguramente, muy razonable, pero hay una gran distancia entre los que simplemente no sienten aprecio físico por el libro y aquellos que llevan su aprecio a límites distintos. El amor hacia el libro se demuestra, sin duda, de diferentes maneras; como el amor, la afición por el libro puede ser de respeto, virginal y platónico, casi religioso, o puede ser terrenal, pecaminoso, repleto de lujuria, con un fálico lápiz (o, perversión de las perversiones, un bolígrafo) para impregnar a la obra de nuestros pensamientos, opiniones y persistente creación de recuerdos.